Un manifestante de Kenia se cubre con una máscara durante una concentración por la ley anti-homosexuales de Uganda. EFE
John recibió dos disparos por ser transexual en Colombia; a David, un reconocido activista hondureño pro derechos LGTBI, lo amenazó de muerte una banda del crimen organizado; y a Dushime le chantajearon agentes cameruneses por su homosexualidad. Los tres huyeron de la persecución en sus países. Los tres se enfrentan ahora a un nuevo desafío en los países donde han solicitado asilo: superar el miedo y ser quienes son.
“Es un proceso difícil, porque llegas a un sitio donde, de repente, todo está permitido. Al principio no te atreves a hacer nada”, explica Dushime, un ruandés que llegó a España desde Camerún, donde, apunta, “ser homosexual te lleva a la cárcel o a la muerte”. “En Madrid te dicen que hay un barrio gay y te preguntas cómo puede ser. ¡Allí no hay ni una casa!”, comenta en una conversación con eldiario.es.
Las personas LGTBI se enfrentan a una “represión generalizada” en todo el mundo que incluye detenciones, acoso y riesgo de muerte, según ha documentado Amnistía Internacional en su último informe anual. En 72 países ser gay, lesbiana, bisexual o transexual está criminalizado por ley. Pero, cuando escapan en busca de seguridad en otro país, a los obstáculos impuestos en su proceso de asilo se suman los desafíos internos derivados de su propio proceso.
Cuando huyen, el primer paso es romper el tabú y contarlo a la hora de solicitar asilo. “Hay personas que piden protección por un motivo, pero no hablan de la razón principal: su orientación sexual o identidad de género. Te lo dejan entrever o no te dicen nada hasta que están dentro del proceso y ven que aquí pueden hacerlo”, explica responsable de LGTBI en Acnur, Juan Carlos Arnáiz. “Cuando te crías en una sociedad homófoba, la interiorizas, algo que también ocurre en Europa”, sostiene Rodrigo Araneda, presidente de Acathi, una organización especializada en migración, refugio y diversidades LGTBIQ+.
La Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) y la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) han detectado en los últimos tiempos un aumento de peticiones por razón de género y orientación sexual, pese a ser uno de los motivos menos conocidos y más difíciles de admitir por los propios solicitantes.
Activistas pro-derechos del colectivo LGTB protestan contra la reforma del código penal que penalizaría el sexo entre homosexuales y otras medidas contra la libertad sexual a las puertas del Parlamento en Yakarta (Indonesia) hoy, 20 de febrero de 2018. EFE/ Mast Irham EFE
Además de los trámites, las personas refugiadas LGTBI hacen frente a un proceso personal de “desarrollo de su identidad en libertad”. Debido a los prejuicios y la homofobia en todo el mundo, las inseguridades son comunes entre las personas LGTBI a la hora de definir y mostrar abiertamente su orientación sexual e identidad de género, pero cuando este paso se traduce en persecución o la muerte, el miedo es una barrera que les impide explorar quiénes son.
“Nos parece muy básico, pero ellos no han tenido la opción de conocerse y elegir cómo ser”, indica Ángeles Plaza, psicóloga de CEAR. Por esta razón, explica, en el país de acogida se inicia un proceso en el que descubren “cómo comportarse, la ropa que les gusta llevar, cómo moverse o qué les gusta y qué no”.
En estos contextos, dice, los referentes son fundamentales para desenvolverse en la nueva cultura. “El acompañamiento psicológico es muy importante, pero lo es más la construcción de vínculos. Necesitas personas que te den seguridad, a las que puedas recurrir sin hablar de estos temas”, señala Plaza.
“No podía contar mi historia, ¿qué iban a pensar de mí?”
John aterrizó en España desde Colombia en 2016. “Al llegar respiré tranquilo, sabía que no me iban a matar”, dice. Aunque el miedo no desaparecía: “No podía contar mi historia, porque era como si se me atragantase algo en la garganta. ¿Qué van a pensar de mí? ¿cómo me van a llamar? ¿cómo me tratarán?”, recuerda.
Entonces, John tenía 42 años. Solo habían pasado cinco desde que descubrió su identidad. “Al principio creía que era una mujer lesbiana”. Con 20 años, su padre le apuntó con una pistola. Sin apoyo familiar, comenzó a trabajar como transportista y fue detenido por su documentación. “Hace tres años unos compañeros me dispararon”, relata. También, dice, recibió amenazas de violación.
Activistas en favor de las uniones entre parejas del mismo sexo se manifiestan en Bogotá. EFE
Historias como la de John dejan huella en forma de traumas. “Son heridas muy profundas que condicionan su forma de ser y quiebran su confianza”, explica Plaza. Estas experiencias se reviven cada vez que vuelven a ser discriminados en los países de acogida. “Es frustrante cuando te dicen que vienen a un ‘país libre’ y les insultan. Cuando te cuentan que les han mirado mal, esa mirada conecta con muchos traumas pasados”.
También tienen que “reconciliarse con sus creencias” y superar los sentimientos de culpa, por ejemplo, por el daño familiar. “Hay un proceso de aceptación, en el que poco a poco se va trabajando esa culpa y aprendiendo que tiene unos condicionamientos culturales, sociales y religiosos”, comenta Plaza.
“Si regreso no es que pueda morir, es que voy a morir”
Sin embargo, es difícil desprenderse del temor. “El miedo está siempre contigo. Cuando estoy en medio de mucha gente o hablando sobre el tema empiezo a temblar. Te bloqueas y vuelve todo ese sentimiento de agobio y de miedo”, asegura David. Él nunca había sufrido rechazo familiar por ser homosexual, por lo que en 1999 creó la Organización Pro-Unión Ceibeña para defender los derechos LGTB en Honduras, donde los delitos de odio están a la orden del día.
Tras varias amenazas, la situación se hizo insostenible en 2013. “Un miembro del crimen organizado entró en las oficinas insultándonos y amenazándonos de muerte, también a nuestra familia. Denunciamos, pero al día siguiente nos sacaron del país”, relata. Llegó a Barcelona en 2016. “Me centré en visitar organizaciones para tener orientación para adaptarme y saber a qué puertas tocar para conseguir un empleo”.
La responsable de CEAR recalca que el número de concesiones de asilo por este motivo “es mínimo”, principalmente, porque, según explica, es algo “muy difícil de demostrar”. “Si no se forma y se sensibiliza a quien atiende a personas LGTBI, se verá desde nuestra percepción occidental, con estereotipos y prejuicios, y se puede quedar gente fuera porque, por ejemplo, tal vez dicen primero que son homosexuales y luego transexuales, caen en una contradicción y no se admite”, afirma.
Y, tras el proceso, la espera. Para muchos, volver no es una opción. “La pregunta no es si quiero volver a mí país, si no a ese infierno. Si regreso no es que pueda morir, es que voy a morir”, lamenta Dushime. David es más tajante: “No quiero volver. Nunca”.