Artículo publicado en PIKARA MAGAZINE
La escritora transfeminista Itziar Ziga repasa las nuevas y no tan nuevas caras de la lesbofobia, ilustradas con las numerosas agresiones a las que ella y sus amigas se han enfrentado últimamente por no esconderse, por ser una amenaza para la heteronorma
“Ni permiso ni perdón (Nagore Iturrioz)”
Hace a penas unos meses, en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, estábamos unas amigas y yo pasando la tarde alegremente. Embriagadas por las cervezas y por nuestras risas. Algunas de ellas querían ir a un bar que ya no frecuento, ni frecuentaré jamás. A pesar de que la vez anterior que había estado allí con mi novia, sufrimos una agresión muy salvaje de un machorro y nadie nos apoyó, decidí acompañarlas. Supuestamente, ese es un bar guay donde las lesbianas podemos mostrarnos libremente y las mujeres bailar tranquilas. Éramos seis. Entramos, pedimos nuestras bebidas y antes de que nos las sirvieran, ya había un tío revoloteando a nuestro lado e imponiéndonos el contacto con él. Esa tarde estábamos tan contentas que no respondimos a la primera, simplemente, no interactuamos con él. Es decir: le ignoramos.
Se fue poniendo más pesado, invadiendo nuestro círculo, clavándonos su mirada insistentemente y diciéndonos cualquier gilipollez que también he olvidado. Entonces vino una chica que estaba con él, al parecer su novia, y nos soltó: “¿Por qué sois tan bordes con él? Lesbianas de pelo rapado amargadas que no folláis” Ahí sí que respondimos, verbalmente. No merece la pena entrar en más detalles, pero las gafas de sol de una de mis amigas terminaron en el suelo aplastadas por él, o por ella, no recuerdo. Ese fue el primer asalto físico contra nosotras. Acabamos pegándonos en la calle con ellos dos, con otra pareja hetera amiga de ellos y con todo el barrio contra nosotras. Ellos y ellas tenían un aspecto de modernillos que no delataba para nada su enfermiza lesbofobia. Y ninguna de nosotras llevamos el pelo rapado, al menos toda la cabeza.
Siento comenzar este artículo con tal mal rollo, pero así muchas veces es nuestra vida. No nos perdonan que no acatemos el heterodestino, que no tengamos un maromo, o simplemente un chico, a nuestro lado. Cuando nos agreden y respondemos, siempre somos nosotras las violentas porque, como disidentes, defendernos no nos está autorizado. Tenemos que seguir pagando por nuestra herejía lésbica. Y, sobre todo, por no escondernos, armarizarnos. Por ser visibles. ¿Creíais que esto ya no pasaba? Vivimos tiempos complicados.
Por un lado, es probablemente el mejor contexto social para la diversidad sexual que se haya dado jamás. Ganado a pulso por el movimiento feminista y lesbianista. Sin duda. No nos han regalado nada. Y, como siempre, la bestia ha reaccionado contra esa amenaza que, por el simple hecho de existir como bolleras, suponemos para su modelo hegemónico heteronormativo, en el que se sustentan el patriarcado y el capitalismo. Este es un repaso a las nuevas, y no tan nuevas, caras de la lesbofobia. Porque chicas, hermanas, la guerra continúa. Eso sí, nosotras siempre nos lo pasamos mejor.
Como decía, a mayor visibilidad, mayor posibilidad de existir plenamente. Aunque también aumenta nuestra vulnerabilidad porque, por mucho que nosotras hayamos cambiado, el contexto social en el que no tenemos otro maldito remedio que vivir, no cambia ni cambiará de la noche a la mañana. Igual que los crímenes de los machos contra quienes ellos consideran sus mujeres se agravan cuando ellas descubren (repito, gracias al desafío y al trabajo feminista) que no tienen porque ser sus esclavas, ahora mismo se está dando una reacción contra esa posibilidad de existir que nos hemos ganado. Sólo hay que recordar esas miles de familias patriarcalmente legitimadas que salieron a las calles con banderas españolas a exigir que sigan siendo ellos los únicos permitidos. Quienes jamás se manifiestan en las calles por nada, ya que las reglas del juego les favorecen (o eso creen), salieron en masa para que nosotras (maricas, bolleras y trans) no empezáramos a tener ni un solo derecho.
Nos odian porque les recordamos que sus miserias de vínculos heteropatriarcales son evitables. Nos odian para no tener que pensar en si el modelo jerárquico, misógino, sexófobo y triste de vida que les impusieron y acataron merece la pena ser vivido. Y en esto no se diferencian en nada los foros de la (heterofascista)familia y las dos parejas que nos agredieron aquella tarde. Cualquiera de las dos chicas tenía más pinta de bollera que yo. Y de los chicos, ni hablemos. Una vez escuche a la Laura Bugalho (aguerrida sindicalista galega trans bollera y amiga): Nos odian porque les jodemos.
Cuando María y yo salimos a la calle juntas, el acoso de los machorros es incesante. Las dos tenemos bastante pinta de putas. Y cuando ven que somos novias, que existe un vínculo sexual entre nosotras, enloquecen. Claro que afortunadamente hay días en que la gente desconocida con la que nos topamos nos ignora, incluso nos sonríe. A veces algunas veces le da a una por creer en la maldita humanidad.
La siquiatría decimonónica apuntaló que las lesbianas somos potencialmente asesinas porque el delicado equilibrio de la mente femenina se fragmenta en nosotras al desarrollar deseo sexual por otras mujeres y, sobre todo, al negarnos a tener un hombre al lado que nos controle. ¿Os parece obsoleto y ridículo este diagnóstico? Pues perdura y cala bastante más de lo creemos. ¿Qué pasó con Dolores Vázquez y qué factor de su vida hizo que ingresará en prisión por asesinar a la hija de su exnovia cuando ni una sola prueba le inculpaba? Era una lesbiana evidente y reconocida.
Hace unos meses, una amiga que estaba en prisión fue llamada por la trabajadora social de la cárcel. Estaba pendiente de conseguir el tercer grado pero la amable funcionaria le advirtió que ella se opondría. Le dijo que había rastreado su blog y los de sus amigas (nosotras), que éramos una panda de lesbianas, que nuestra vida era pura promiscuidad y drogadicción. Y que iba a presentarla en su informe como una sociópata. Hay que decir que mi amiga, a demás de bollera y golfa, era siniestra. Durante unos meses controlamos contenidos en nuestros blogs para no perjudicarla, pero ya no importa. Mi amiga logró el tercer grado pero se suicidó justo hace dos meses. Sin matar a nadie.
También otras amigas abiertamente bolleras (Medeak) fueron hace poco criminalizadas por los contenidos de su blog. Y condenadas a pagar una multa a un baboso que les había agredido en un bar porque ellas respondieron tan agresivamente como él las atacó primero. En el juicio se las retrato como una panda de lesbianas resentidas que salen por la noche a pegar a hombres. Como siempre, la autodefensa en las mujeres se lee socialmente como violencia. Y otro día tuvimos que salir cuatro amigas de un bar porque todo un grupo de tíos, al comprobar que no les hacíamos ni caso, nos fueron molestando y agrediendo físicamente hasta que nos fuimos. Nos escupieron la bebida a los ojos para cegarnos (yo perdí la visión durante unos minutos rodeada de agresivos machorros) y nos dijeron que “íbamos de sobradas” porque no quisimos hablar con ellos ni fingir que nos interesaban sexualmente. En cuanto vieron a dos de mis amigas besarse, se volvieron locos. Eso sí, nosotras respondimos.
También en algunas redes queer se nos ha acusado de ser violentas porque hablamos alto y de insistir en nuestro lesbianismo. Parece que en según que sectores de lucha no binaria, que juegan a la desfachatez política e insultan la inteligencia de Judith Butler o Beto Preciado al invisibilizar la dominación machista, molesta nuestra identidad bollera. Ese: a mí no me gustan las etiquetas. Como si fuéramos globos de helio. Vamos, no me jodas. Artista puede ser una etiqueta, punk puede ser una etiqueta, rubia puede ser una etiqueta, borracha puede ser una etiqueta. Bollera es una enunciación vital históricamente masacrada y oprimida desde la que muchas mujeres tenemos una posibilidad de existir sin autoboikotearnos ni doblegarnos.
En este sentido, cada vez necesito más por la vena el discurso lesbianista de las MDMA. “Cuando hablamos como bolleras radicales (asumiendo que somos multiidentitarias), nuestro único intento es poder utilizar nuestra práctica política como un instrumento importante contra el heteropatriarcado… Uno más entre las millones de estrategias antipatriarcales adoptadas desde la individualidad o desde la colectividad, y que no es mejor ni peor que el resto. Pero que sí ha sido invisibilizado por el esencialismo feminista, el movimiento LGTB y su capital rosa y esperemos que no por el movimiento trans.” Hablamos de identidades estratégicas y sobre todo, de no tener que justificarnos políticamente porque otros nunca han tenido que hacerlo.
Las feministas ya hemos comprendido con el tiempo que jerarquizar luchas no sólo prioriza a menudo a quienes más legitimidad social tienen, sino que además no nos lleva a ningún lado. No podemos ser tan estúpidas de actuar como si maricas y bolleras ya hubiéramos alcanzado una posibilidad de existir sin marcha atrás y ahora llega la hora de las y los trans. Además, no puedo con esos irritantes antagonismos victimarios en plan “yo estoy peor que tú, yo sufro más discriminación. La historia no es una línea ascendente y la palabra progreso miente. Hay que seguir identificando y combatiendo las nuevas (y no tan nuevas) estrategias de la lesbofobia y de la homofobia. Sin olvidar nunca, además, que todos los odios hegemónicos entorno al género se sustentan en la misoginia o en la fobia a lo femenino. (Igual que todos los odios hegemónicos entorno a la raza se blanden desde el supremacismo blanco).
Seguir aprendiendo a defendernos unas a otras. A generar espacios de seguridad y gozo colectivos. A minimizar el inmenso daño que recibimos cuando respondemos a su violencia. A no cuestionarnos unas a otras y empatizar políticamente. A no reprocharnos a nosotras mismas las alianzas que elegimos y tampoco las que no elegimos. A pedirle aliento y protección divinas a Sylvia Rivera, aquella travesti puta portorriqueña yonky sintecho guerrera y activista siempre que lanzó un tacón contra la policía el 28 de junio de 1969 en la puerta del bar Stonewall en Nueva York. Y a celebrarnos cada día no sólo por resistir y plantar cara al enemigo heterodominador, sino también por disfrutar cada minuto de estas vidas que son más nuestras porque nos las hemos ganado a pulso.
Si te quedas con ganas de más Itziar Ziga, pásate por su blog, Hasta la limusina siempre