Y nos seguimos resignando a la LGTBfobia

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Bandera arcoiris EFE

2016 fue el primer año que en la Comunidad de Madrid se contabilizaron las agresiones al colectivo LGTB. Nunca antes se había realizado un registro sistemático y minucioso. El objetivo del proyecto liderado por Arcópoli ha sido poder trazar una radiografía del impacto de los delitos de odio que desgraciadamente nuestro colectivo, y por ende toda la sociedad, pasan por alto cada mes, cada semana, cada día…

Hasta el final del año teníamos registrados 232 casos que han llegado a nuestro conocimiento. Es complicado hacer una valoración ya que otros años no se recogía de la misma forma (aun así en 2015 Arcópoli recogió 36 y 2014 no llegó a 25), pero sí que tenemos claro desde el Observatorio Madrileño contra la LGTBfobia que las agresiones han aumentado en los últimos años considerablemente. De hecho, el Observatorio se crea porque nos empiezan a llegar cada vez más casos de agresiones físicas y, al ver la necesidad de un servicio como éste, decidimos organizarnos.

En 2016 recibimos insultos, amenazas, escupitajos, grabaciones con el móvil, acoso laboral, persecución desde los baños en la universidad, intentos de coacciones sexuales para corregir “ el lesbianismo“, patadas en el estómago… Los efectos de los delitos de odio producidos son muy diversos: costillas rotas, golpes o brechas en la cara, con el común denominador del grito de “ maricón“, “ bollera“, “ enfermo“, “ vicioso” o “ travelo“. Todo porque no somos como quienes agredían querrían que fuésemos. Todo para tratar de despojarnos de nuestra dignidad y transmitirnos un mensaje de que “no podéis ser así”. Todos con una característica muy clara: el impacto, el dolor que causan, que va mucho más allá de una simple agresión física porque el dolor va directamente a tu dignidad, a tu autoestima. Y la víctima, muchas veces sorprendida porque “nunca me había pasado algo así”, se derrumba y lo que quiere es pasar página, no quiere ser identificada por ella misma como la persona agredida que veía en el recreo, de quien todos se reían.

La gran mayoría no se han denunciado. El porcentaje no llega al 16% de denuncias de las agresiones. Y eso que el pasado año se han denunciado muchas ocurridas en redes sociales (que antes no se denunciaban). Si no fuera por ellas, el porcentaje sería inferior que el dado por el Observatorio de Catalunya o el de la Unión Europea. Porque NO. Seguimos sin denunciar. El momento más complicado en el Observatorio es animar a denunciar y no sufrir reproches por ello. Seguimos aceptando que nos insulten, que nos amenacen, que nos golpeen. Seguimos creyendo que no merece la pena denunciar, o tenemos miedo a que Policía o la Guardia Civil no nos tome en serio; algunos, y esto es muy duro escucharlo, nos llegan a contar que “si tuviera que denunciar cada agresión, estaría todo el día en comisaría”. Muchos concluyen que no les merece la pena denunciar un delito de odio porque es “ perder el tiempo, ya que no vamos a conseguir nada“. Contra todo esto es muy complicado luchar. Afortunadamente las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad se lo están tomando en serio y la percepción irá cambiando poco a poco.

Nuestro gran reto es que el colectivo reaccione y no se resigne. Las agresiones ocurren en los lugares más insospechados. Porque no, no son sistemáticas de grupos determinados de ultraderecha ni nada por el estilo. Generalmente tienen la misma estructura que la agresión del colegio, donde los “machitos” deciden atacar para “divertirse”, al volver a casa después de ir de fiesta cuando ven a un chico más femenino que lo que ellos deciden que es aceptable. O a dos mujeres de la mano que les frustran, o una mujer transexual de quien se creen superiores..

Porque tenemos muy claro que el incremento viene como consecuencia de nuestra visibilidad. Los delitos de odio por LGTBfobia no aumentan tanto en las zonas más rurales como en las ciudades grandes. En los pueblos, la situación sigue siendo durísima y avanzamos muy lentamente, pero seguimos siendo casi invisibles. En las ciudades el cambio sí se ha producido: cada vez somos más espontáneos en nuestras muestras de afecto, en cogernos de la mano en el metro, una caricia en un restaurante o darnos un beso en la parada del autobús. O en ir todos juntos del brazo a la discoteca de ambiente que está de moda, por una zona considerada “hetero”. Y esto ha provocado que por fin seamos casi tan libres como el resto de cis-heterosexuales. Y también que los delincuentes LGTBfobos nos vean y nuestra libertad les haga sentirse atacados. Y aparezca la agresión.

Por ello es el momento del mensaje claro: Tolerancia 0. Si no, volveremos a los 80, a retraer nuestro comportamiento, es decir: la libertad del colectivo LGTB por la que tantos hemos luchado. Y en vuestra mano está: no solo compete a nuestra comunidad. Las Administraciones sois clave y las personas heterosexuales sois quienes no podéis mirar hacia otro lado. Os necesitamos.

El niño princesa

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He oído hablar de un bar de copas con fútbol de pago al que le han puesto un parque de bolas. Me cuentan que a las cinco de la mañana los padres rescatan a sus hijos dormidos del fondo de las piscinas como quien extrae el tapón de la bañera. Pero a mí no me tocó ir allí, sino a una casa en la que, después de comer, un niño tocó el contrabajo, y luego otros dos el fagot. Por suerte a esas alturas ya había destilados sobre la mesa, que hacían más llevadero el concierto, y el cumpleaños infantil, y también la paternidad. La paternidad de otros. Porque la mía dormía en un carro, disfrutando de un protagonismo inerte.

Afuera había otros niños tirando a la canasta, y junto a la tele reconocí la voz de Manolo Lama retransmitiendo un partido inventado. Un grupo jugaba al Fifa 2017 en la Play y decidí acercarme por allí. Agarré la carátula haciéndome el padre enrollao. Salía James Rodríguez. Y dije: “La última vez que jugué salía Roberto Carlos“. “No sabemos quién es”. A los nueve años también se puede ser muy hijo de puta. Busqué a mi mujer con la mirada, porque a los nueve años puedes jugar a la Play siempre que quieras, pero cerca de los cuarenta necesitas ciertos permisos. Entre ellos una mirada que no diera por finalizado el sexo en 2016.

Jugué como un desgraciado. Jugué hasta perder la sensibilidad en los pulgares. Jugué hasta que un niño gordo de once años se cruzó delante de la tele vestido de princesa Frozen al grito de ‘Let it go’, como si fuera el ‘Libérate’ de ‘El titi’ en versión Disney. Mis contrincantes ni pestañearon. Yo fingí la normalidad que te permiten unos ojos de carlino.

La escena escondía una historia difícil. Un padre ausente que no es que no permitiera las pulsiones de su hijo, pero le avergonzaban y el crío lo notaba. Aquella casa habitada por su mejor amiga y su armario de disfraces se había convertido en el único escenario en el que podía ser él mismo, como en un bar gay clandestino en San Petersburgo, donde protegerse de la mirada de decepción de su padre.

He visualizado muchas veces una escena en la que mi hijo me confiesa su homosexualidad. En ella represento el papel de padre tolerante y guay para tranquilidad de mi hijo, cuando muy probablemente cuando eso sucediera ya no será ni confesión ni guay. Resulta que podía imaginarme a mi hijo con un novio, pero no en un cumpleaños en el que no fuera el que juega a canasta o al Fifa, sino el que lleva el vestido de Rapunzel. Es como cuando en ‘Los desnudos y los muertos’ Norman Mailer cuenta una escena bélica en la que una escuadra de ametralladora huye colina abajo tras pisar un avispero. El público y la crítica calificó aquello de poco creíble, cuando Mailer había basado la escena en una experiencia propia durante la Segunda Guerra Mundial. Lo explicó en ‘Un arte espectral’: “Aquel día estábamos dispuestos a jugarnos la vida, pero no estábamos a la altura de ser picados por una avispa”.

A veces los días mundiales sirven para algo

El esfuerzo que se haga para tratar a todos los infectados de VIH es el que más rentabilidad personal, social y económica ofrece; ese es el camino para controlar la epidemia

Hay que reconocerlo: los “días de” (del bigote, de la patata, del padre o la madre) son complicados informativamente. La obligación de contar algo nuevo año tras año fuerza a veces a buscar ángulos informativos insólitos. Eso no pasa con el Día Mundial de la Lucha contra el Sida que se conmemoró ayer. A falta de esa noticia revolucionaria que todos esperamos —esa vacuna que ni está ni se espera a corto plazo; un tratamiento que evite que haya que medicarse cada día—, la infección siempre trae novedades y motivos de reflexión.

Mundialmente, el VIH lleva años de retroceso. Onusida calcula que en 2014 hubo dos millones de contagios. Son muchos, sí, pero en 2008 hubo 3,4 millones. Una causa clara de este descenso es, precisamente, el aumento del número de personas que reciben medicación. Son solo 16 de los 37 millones de infectados, menos de la mitad del total, pero se ha demostrado que quienes controlan el virus no lo transmiten. Está claro que el esfuerzo que se haga para tratar a todos los infectados es el que más rentabilidad personal, social y económica ofrece. Ese es el camino para controlar la epidemia.

Pero esas cifras tienen un borrón precisamente en los países ricos, aquellos en los que no hay obstáculos para recibir los antivirales. En ellos el número de nuevos infectados lleva casi una década estable. En España, por ejemplo, se mantiene algo por encima de los 3.000 al año.

Ello obliga a replantear las políticas de prevención. Ya se ha demostrado que no basta con insistir en la necesidad de mantener relaciones con protección. Hay personas que, por el motivo que sea, renuncian al preservativo. La percepción de que el sida, la enfermedad causada por el VIH, ya no es mortal sino crónica —una percepción muy bien fundamentada— es una de ellas.

La ciencia ha encontrado una polémica opción para esas personas: que quienes prevean que van a mantener relaciones sin usar condón reciban un tratamiento antiviral preventivo. Esta estrategia, la llamada profilaxis preexposición (PrEP), ha demostrado una eficacia como herramienta para prevenir la infección por el VIH equiparable a la del preservativo. Pero solo protege contra ese virus. Su uso no impide adquirir otras enfermedades: sífilis, gonorrea, papiloma y hepatitis, por ejemplo, no encuentran una goma que los frene. Los primeros estudios entre quienes usan PrEP confirman que su incidencia aumenta.

Pese a este y otros riesgos, sin embargo, la comunidad médica se muestra partidaria de emplear este abordaje, que, de momento, no está aprobado en Europa. Se trata de proteger de lo que se pueda, y tratar el resto. Un planteamiento que se parece al de las políticas de reducción de daños ante las drogas (si no se pueden dejar, que causen el menor perjuicio). La idea ya está en los circuitos científicos y en la mesa de las Administraciones.

El VIH, con sus implicaciones sociales, económicas, científicas y éticas, vuelve a traernos algo en qué pensar.

Cómo decimos “gay”

El poco uso de la voz española “gayo” dificultó que se le añadiese la nueva connotación de su palabra hermana

La matanza perpetrada en Orlando ha aumentado la circulación de la palabra “gay” en estos días, y por esa lamentable razón se ha podido observar con intensidad el uso de tal término en los medios: La prensa lo muestra sin cursiva y con el plural españolizado: gais. Pero en la radio (lo que coincide quizás con el lenguaje oral común) oímos con más frecuencia la pronunciación guei y gueis, en vez de la correspondiente naturalización fonética gai y gais. Por tanto, este vocablo está librando una lucha interior entre su grafía y su sonido. La Academia decidió que la escritura “gay” marcara la pronunciación en español, pero quién sabe si la costumbre de los hablantes obligará a seguir algún día el trayecto contrario.

El término “gay” tiene su origen lejano en el latín gaudium (gozo), de donde pasó como “gai” al occitano (lengua romance de esplendor medieval en el sur de Francia). En español, la voz “gai” derivó en “gayo”, con el significado de “alegre” y “vistoso”. Corominas y Pascual datan esa aparición hacia 1400. Por su parte, Covarrubias (1611) hace equivaler “gayo” con “alegre” y “apacible”; y tiempo después el diccionario castellano de Esteban Terreros y Pando (1787) le añadirá por vez primera al femenino “gaya” la acepción de “mujer pública”. Este sentido lo incorporó también la Academia (en 1852), pero se desvanecería a principios del siglo XX (lo borró del Diccionario en 1939).

Mientras tanto, en las Galias ya se venía usando “gai” como equivalente de “alegre, amigo de los placeres”. Siglos más tarde nombraría asimismo en francés (tal vez por esa desnortada idea de la “vida alegre”) a las prostitutas. Según Gregorio Doval (Palabras con historia, 2002), en los antiguos teatros británicos el galicismo “gay” (alegre) designaba al personaje femenino promiscuo y picante. Y como todos los papeles eran representados por hombres (incluidos los de mujer), se asociaron luego las dos ideas y se fijó su connotación de homosexual.

Por tanto, los términos “gayo” y “gaya” funcionaron en nuestro idioma como espejo de las evoluciones que en inglés y francés afectaron a “gay” y “gai”, excepto en lo que se refiere a la homosexualidad.

El poco uso de esa alternativa en castellano dificultó que se le añadiese la nueva acepción de su palabra hermana; y el español periodístico adoptó “gay” desde el inglés, para dejar en segundo plano “homosexual”.

Su consagración en el Diccionario usual se produjo en 2001, con esta definición: “Gay. Del inglés gay; propiamente ‘alegre’, y este del francés gai, ‘alegre’. Dicho de una persona, especialmente de un hombre: homosexual. ‘Sus mejores amigos son gais”. Sin embargo, el largo recorrido de esta palabra no ha concluido. Quince años después de esa bendición académica, la escribimos en redonda pero todavía la decimos en cursiva.

Maricas, lesbianas, bisexuales y trans, siempre en el punto de mira

El reputado periodista del The Guardian Owen Jones se levantó el otro día, en plena entrevista, de un plató de Sky News donde dos de sus colegas de profesión negaban la naturaleza homófoba del reciente atentado en el club gay de Orlando. Se largó visiblemente indignado, como lo estamos todas las personas con dos dedos de frente ante el negacionismo que hemos tenido que soportar tras la masacre del Pulsar. Esas voces que niegan la relación entre el crimen y la opción sexual o la identidad de género de las víctimas, que niegan la evidencia de que el ataque se produjera en un club gay, ¿no establecerían relación alguna en el caso de que el asesino hubiera abierto fuego en, por ejemplo, el interior de un iglesia católica llena de fieles? El propio Jones, que pertenece a la comunidad LGTBI, ha usado una comparación semejante.

La cuestión tras el atentado de Orlando no solo pone de manifiesto la obviedad de que la comunidad LGTBI estuviera en el punto de mira de Omar Mateen, sino que deja patente que los maricas, las lesbianas, las bisexuales, los trans están siempre en el punto de mira de una sociedad homófoba. Tan homófoba que cuando matan a 49 personas que están en un club LGTBI se niega lo determinante de esa circunstancia para, como insistía la periodista que compartía tertulia con Owen, defender que se trata de “un atentado contra la humanidad”. Con la patraña de la universalidad se incurre en la falacia de una presunta defensa de la comunidad LGTBI que, sin embargo, evita su visibilidad.

Pero lo del Pulsar no es nuevo. Maricas, lesbianas, bisexuales y trans han estado y están en el punto de mira: el tercer Reich metió en los hornos a personas LGTBI por el hecho de ser personas LGTBI; las cárceles franquistas estaban llenas de personas LGTBI por el hecho de ser personas LGBTI; la dictadura militar argentina asesinó y encarceló a personas LGTBI por el hecho de ser personas LGTBI; el ISIS defenestra personas LGTBI por el hecho de ser personas LGTBI; en Arabia Saudí y Emiratos Árabes las personas LGTBI pueden ser condenadas a muerte, así como en Irán, Afganistán y varios países africanos; en Irak y Siria han sido decapitadas miles de personas LGTBI por el hecho de ser personas LGTBI; muchos de los refugiados que llegan a Europa o que se han ahogado en el Mediterráneo tratando de llegar son personas LGTBI que han huido de la persecución por el hecho de ser personas LGTBI.

Lo de Pulsar no es nuevo, no: los hooligans rusos son homófobos y Putin los jalea; el Vaticano rechaza por homofobia a un embajador y Francia se lo permite; el obispo Cañizares vomita declaraciones homófobas y no se le aparta de su ejercicio público. Todo ello significa que maricas, lesbianas, bisexuales y transexuales están cada día, todos los días, en el punto de mira, en muchos puntos de mira. La discriminación familiar y escolar por el hecho de ser una persona LGTBI es un punto de mira: incapaces de soportarlo, con frecuencia son los propios adolescentes quienes disparan contra sí mismos. La discriminación laboral y profesional por el hecho de ser una persona LGTBI es un punto de mira transversal que obliga a obreros o a directivas a esconder su orientación sexual o su identidad de género.

En el Informe de Delitos de Odio que publicó recientemente el Ministerio del Interior los ataques homófobos están en cuarto lugar, aún teniendo en cuenta, como denuncia la FELGTB, que el 70% de los mismos no son denunciados. Esto significa que el colectivo LGBTI está permanente amenazado, incluso en los países, como España, donde sus derechos han avanzado más. Negar que las personas LGTBI están en un punto de mira permanente, puesto que la homofobia es una lacra social, es un insulto a las víctimas de Orlando, que se encontraban en el Pulsar por ser o por estar en compañía de maricas, lesbianas, bisexuales y transexuales. Y es un insulto a todas las personas LGTBI que son discriminadas a diario por el hecho de serlo. La homofobia encuentra su caldo de cultivo en el radicalismo islamista, sí, pero también en el radicalismo católico, en la nueva ultraderecha europea y norteamericana, en la educación heterosexista, en la publicidad heterosexista, en los medios de comunicación heterosexistas, en las oficinas, en los colegios, en los bares, en los estadios de fútbol, en las comunidades de vecinos, en los partidos políticos.

El club Pulsar está en Orlando, Florida. Un Estado donde la comunidad LGTBI no podía donar sangre. Hasta que fue tiroteada por un presunto islamista. Queda todo dicho. Queda bien claro por qué Owen Jones se levantó de un plató donde se negaba la homofobia del ataque. Los atentados homófobos lo son contra los derechos humanos universales, sí. Pero por homofobia. Porque las personas LGTBI están siempre en el punto de mira.

Siempre es tu Orgullo, hetero

Mientras se sigue dando vueltas a si el atentado de Orlando era islamismo radical, se ignora lo que principalmente fue: terrorismo homófobo, el que sigue ocurriendo cada día de manera silenciada

EE.UU. investiga aún la matanza de Orlando y reabre el debate sobre las armas

EE.UU. investiga aún la matanza de Orlando y reabre el debate sobre las armas EFE

Tómate unos segundos y pregúntatelo: ¿Cuándo hablan de ti las películas, sin dramas ni suicidios provocados por tu manera de vivir? ¿Cuándo no has sido objeto de críticas, por sutiles que sean, por este mismo motivo? ¿Cuándo, en circunstancias cotidianas, no se da por sentado que te relacionas sexual o emocionalmente con alguien de tu mismo sexo?

Las respuestas darán una idea de la representación de la diversidad sexual y nos explicarán el atentado de terrorismo homófobo de Orlando. También nos explicarán la problemática con las donaciones de sangre para las personas heridas debido a que en Florida hay una prohibición manifiesta sobre el colectivo LGTB -con una pequeña concesión a quien mantenga pareja estable desde por lo menos un año-. Mientras dilucidamos si fue terrorismo islámico radical o no, ignoramos lo que sí fue: terrorismo homófobo. Pero no os preocupéis, mientras todos éramos París, aquí solo las maricas somos Orlando. Total, en París también matarían gays y ahí nadie se quejó, ¿no?

Total, solo coincidió con las celebraciones del Orgullo, solo era la gran discoteca y punto de reunión para personas LGTBI. Si ya lo dijo el padre del terrorista: “No tiene nada que ver con la religión”. Como si el fanatismo religioso – o el que se presume menos radical, que también llama a la alerta contra el “imperio gay”– no tuviese nada que ver con la homofobia. Como si toda la sociedad no estuviese sucia de homofobia. Porque si el beso de dos hombres fue realmente la mecha de esa ira, algo hay que hacer con las representaciones de la diversidad en los medios de comunicación, la publicidad, el cine, las calles. No podemos aplaudir por tener la cuota de mariconeo en la serie de moda si luego esa pareja gay tan mona nunca se da un beso en pantalla, ni por conformarnos con lo de “si ya podéis casaros, ¿qué más queréis?”.

Ese problema de las cuotas viene con el fenómeno #prayfor. El #prayfor viene con mensaje del político de turno sumándose a la causa y por supuesto, sin promover ajustes en materia de diversidad sexual. No, espera, que ni eso. El presidente de los Estados Unidos fue el único en hacer una leve mención, mientras que las autoridades oficiales de España no hicieron referencia a la homofobia y solo al terrorismo religioso. Mientras, en las redes sociales sobrevolaban hashtags como #MatarGaysNoEsDelito o #MasMasacresMenosGays.

Mientras en la comunidad LGTB lloramos, “el resto” de la comunidad, con la que no parece ir la historia, se marca un pinkwashing e incita a la xenofobia empleando el atentado como arma arrojadiza, al igual que ocurrió con las violaciones de comienzos de año en Colonia. De la misma manera, siguen estando invisibilizadas las agresiones diarias -tipificadas como delitos de odio, cabe recordar- que sufren las personas diversas y parece que solo podemos sentir protección cuando Mark Zuckerberg nos permite poner nuestra foto de perfil con la bandera arcoíris.

Y todo por un beso. ¿Y aún os preguntáis para cuándo Orgullo Hetero? Si siempre es tu orgullo, hetero, el causante de que no se admitan más formas de diversidad de las que la cuota mínima señala.

Cañizares, los gays y los refugiados

José María Calleja

Monseñor Cañizares, cardenal arzobispo de Valencia, está convencido de que el feminismo “es la ideología más insidiosa y destructiva de la humanidad de toda la historia”. Nada menos. No aporta Cañizares siquiera una leve contabilidad en la que sostenga semejante afirmación. Tampoco somete su sentencia a un estudio comparado, no sé, con los miles de homosexuales y gitanos exterminados por el nazismo por ser lo que eran, asunto este, desde luego, infinitamente menos conocido que el exterminio de judíos, también bastante destructivo.

Para Cañizares existe un “imperio gay” que el furioso cardenal pretende destruir antes de que contraataque y acabe definitivamente con la familia, objetivo, al parecer evidente, de feministas, gays y otras gentes de ese jaez.

Estas opiniones de Cañizares no son nuevas, pero se han excitado hasta un límite inédito en su expresión como reacción a la Ley Integral de Transexualidad, que promueve el gobierno autonómico valenciano.

Cañizares, en modo okupa, llama a desobedecer esas leyes, que califica de “inicuas” y que, según él, tratan de imponer “poderes mundiales”. Le ha faltado decir judeomasónicos.

El colectivo LAMBDA y más de cuarenta organizaciones LGTB han denunciado a Cañizares por “odio y homofobia”, por hacer afirmaciones que pueden incitar al odio con sus palabras machistas. Cañizares dice que hay una campaña contra él, orquestada por el que considera muy calumnioso Ximo Puig, presidente de la Comunidad Valenciana, que perpetra el pecado eterno de promover la ley de Transexualidad.

Después de soltar la incendiaria homilía, Cañizares ha dicho que retira lo que haya podido ofender, pero que hay que entenderle: el imperio gay, los partidos políticos y buena parte de la Humanidad están en campaña para destruir la familia cristiana. Familia, cristiana o laica, que no existiría, la verdad, si todos fueran como Cañizares.

En la misma línea de pensamiento fanático, aunque con otro dios de referencia, el primer ministro de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, acaba de decir que la mujer que no tiene hijos o no trabaja en casa, es solo media mujer, que ataca también a la familia y que no sabe lo que se pierde.

Cañizares es autor de análisis campanudos, como aquel que trataba de explicar los atentados terroristas sufridos en Atocha el 14 de marzo de 2014, con 191 asesinados, porque en España se había “pecado mucho”. Un análisis realmente sincrético, pues suponemos que los españoles pecadores, destinatarios del atentado, eran católicos de nacimiento, mientras que la mortal penitencia la impusieron islamistas.

Isabel Bonig, la jefa aún no imputada del muy imputado PP valenciano, ha firmado junto con otros paisanos -no sabemos si Rita Barberá se acabará animando-, una carta de apoyo a Cañizares. Bonig y Cañizares no entienden que robar hasta en la visita del Papa a Valencia sea un ataque a la familia, a la decencia o a leyes que hay que cumplir.

Por otra parte, ni Cañizares ni su cuate en esto de arremeter contra el feminismo y la homosexualidad, el ínclito arzobispo de Alcalá, Juan Antonio Reig Plá, han tenido hasta ahora ni media homilía para denunciar a sus conmilitones pederastas, por ejemplo.

Para comprar el paquete completo, Cañizares también ha arremetido contra los refugiados, esos seres aparentemente humanos que tratan de llegar a Europa ahogándose en el intento, que huyen del terror y que para el arzobispo de Valencia “no son trigo limpio”. Su sentencia le ha valido otra querella.

Me sorprende esa capacidad tan exacta, así de Cañizares como de Erdoganes, para medir, dividir, partir en dos, evaluar con precisión cirujana a multitudes, sean mujeres, refugiados o gentes LGTB, y para erigirse en defensores auténticos de la familia.

Adiós, Shangay Lily

Por David Bollero en PUBLICO

Se nos ha ido Shangay Lily. Lo ha hecho sin hacer ruido, quizás por aquello de seguir sorprendiendo, de continuar siendo la irreverente que siempre fue, por hacer lo contrario de lo que esperaban de ella. Han pasado muchos meses desde la última vez que hablamos -ahora me parece una eternidad- y recuerdo cómo desde mi fuga a Málaga me animaba a “reconstruir”. Shangay Lily era una experta en eso, en “reconstruir”, aunque para eso antes sabía perfectamente que hay que destruir. Y lo hacía, vaya si lo hacía.

Cualquier que siguiera Palabra de Artivista se daba cuenta de ello. Shangay Lily nunca tuvo pelos en la lengua, ni adornó lo que no merecía ser adornado. Aquello de ser diplomáticamente correcta, sencillamente, no existía para ella, porque a las cosas hay que llamarlas por su nombre, porque cuando uno cuenta con una tribuna pública tiene la responsabilidad de denunciar con crudeza los atropellos de quienes nos pasan por encima con sus coches de la vida de alta gama.

Shangay Lily siempre supo hacer eso muy bien. El modo en que se volcó, por ejemplo, con Alfon es una prueba de ello, pero no es, ni mucho menos, la única. El feminismo y la lucha encarnizada contra el patriarcado estarán siempre en deuda con ella, como lo estará también el movimiento LGTB y queer, el verdadero, no esa escisión capitalista que al final sacrifica su propia identidad por un puñado de euros. Y es que ella nunca se vendió, aunque fueron muchos los que quisieron comprarla.

Se nos va una persona íntegra, de esas pocas con las que uno se cruza en la vida, a las que uno admira, con la que no siempre coincides pero respetas porque es genuina, es auténtica, tiene principios. Shangay Lily, mal que le pese a muchos, seguirá siendo azote de las injusticias, sus textos cáusticos continuarán corroyendo la moral de los que se alzan, precisamente, como pilares éticos de la sociedad, de esos cristofascistas que tanto destestaba.

Hoy es un día triste porque uno tiene la sensación de que siempre se nos van antes de tiempo los buenos, nunca los indeseables que, por norma general, siguen haciendo la puñeta octogenarios. Hoy es uno de esos días en los que uno siente que las filas de este frente artivista se debilitan, flaquean con una baja irremplazable pero, lejos de desfallecer, hay que sacar fuerzas para seguir la lucha. Así lo habría querido Shangay Lily, porque si algo demostró siempre es que hay que luchar hasta el final. Adiós, amiga mía.

Las pastorales de la transfobia de los obispos de Alcalá y Getafe

obispo de alcala

Ante la perplejidad y asombro leo una carta de los obispos de Getafe y Alcalá de Henares de Madrid, contra la Ley Integral de Transexualidad aprobada por la Asamblea el pasado 17 de marzo, que solo rezuma odio, intolerancia y desprecio social hacia las personas transexuales y sus derechos fundamentales. Colectivo que históricamente ha sido y es discriminado en todos los ámbitos sociales, habiendo aumentado alarmantemente las tasas de ataques violentos por razón de su identidad de género.

Cuestión que, en un primer momento, da lugar a pensar que quienes dicen defender el amor y respeto al prójimo habrían celebrado con satisfacción que esta normativa entrará en vigor al día siguiente de que sea publicada en el Boletín Oficial de la Comunidad de Madrid. Hecho que provoca estupor después de leer la misiva del obispo de Alcalá de Henares y el de Getafe, ya que parece que el arzobispo de Madrid se ha negado a rubricarla. Aunque de la consternación pasas a la conclusión de que no son dignos representantes de la doctrina de su magisterio.

Pero entrando en materia en cuanto al texto legislativo se refiere, ya sean los firmantes de “las reflexiones pastorales” genuinos o falsarios, habría que recordarles que en la Tierra están sometidos al Imperio de la Ley del hombre y no de lo divino, por lo que hacer un seudo-llamamiento al incumplimiento de la normativa ya en sí es un hecho delictivo, donde dicen que es una “ley injusta y que, por tanto, a nadie obliga en conciencia”. Por otro lado, decirles igualmente que vivimos en un estado aconfesional y que sus pretensiones son una gravísima injerencia de la Iglesia en las cuestiones legislativas del Gobierno Autonómico de la Comunidad de Madrid.

Tampoco ahorran en calificativos, desde “marxistas liberales, ecología idolátrica y fragmentada, pornificación de las relaciones personales y de la cultura, sexualidad sin verdad, usurpación deliberada de la filiación natural de los niños, manipulación hormonal, amputación y extirpación de órganos sanos, reasignación de la identidad personal, realidad virtual sustitutiva”, hasta su sorprendente conclusión de que las personas transexuales no podemos afirmar nuestra identidad sobre el que llaman “sexo biológico”. Hecho llamativo, ya que en otra parte piden para sí mismos espacios de “justicia y libertad”, una más de las paradojas conceptuales de la Iglesia, el arte de la afirmación y negación en un mismo principio para producir el desconcierto.

Hay varias cosas llamativas en el texto. Una es la cantidad de improperios y rienda suelta a un odio desmedido con el que trufan la carta de principio a final, y lo burlesco que es que digan hacerlo desde el “respeto”. La otra es su profundo distanciamiento de los problemas y de la realidad cotidiana de las personas, su falta de empatía y desconexión total de los rasgos inherentes del ser humano, como es la solidaridad con quienes sufren y lo están pasando mal.

Ya lo ha dicho el papa Francisco, en varios ocasiones, invitando a la curia a que salgan de sus palacios, riquezas y boatos, aunque parece que todavía muchos se aferran a su jaula de oro inconexa de la realidad.

Aunque lo realmente alarmante en toda su proclama es la retórica de la incitación al odio hacia las personas transexuales, en su punto número doce hace un llamamiento y apelan a la “emergencia cívica de los católicos” a no mirar hacia otro lado con esta ley porque si no estarían “pecando de omisión”. Con lo que la Fiscalía tendría que actuar de oficio, ya que una vez más nos han marcado con la estrella de David, y ahora solo hace falta que vengan a por nosotras y nosotros.

Por último, destacar que hacen especial hincapié que esta norma es fruto de “un pensamiento ideológico y totalitario”. Contestarles que no, que esta Ley es fruto del trabajo y consenso de los colectivos transexuales de la Comunidad de Madrid, de sus demandas y problemas de discriminación añadida diaria al resto del tejido social. Pero que dos obispos hablen de esta ley como -pensamiento ideologico y totalitario- tal como se ha escrito la historia de la humanidad los últimos dos mil años, no deja de ser paradójico y artero.

La transfobia de ‘La chica danesa’

la chica danesa

Cuando están quedando obsoletas las prejuiciosas formas de entender y vivir la transexualidad fuera del contexto de la condición humana, desde el momento en que el activismo trans ha “herido de muerte” al discurso “biomédico” que se encargó de patologizar las identidades trans, ahora que el empoderamiento de las personas trans parece tomar fuerza, ganando espacio y creando un discurso propio, que está posibilitando la gran visibilidad de una nueva generación e incidiendo en el derecho internacional, instituciones gubernativas y no gubernativas, en la defensa de la dignidad, diversidad y la libre autodeterminación del género, como un derecho humano fundamental.

La gran pantalla con una gran operación de marketing nos ha vendido, como si de un producto se tratara, la historia inspirada en la vida de Lili Elbe, una mujer transexual de los años 1930, dándole carácter real; lejos de ello, es una “burda” adaptación de la novela de David Ebershoff, “La chica danesa”, publicada en el año 2000, no exenta de prejuicios, donde el director Ton Hooper y la guionista de Lucinda Coxon, nos traslada a través del lenguaje y las ideas actuales a un drama donde quedan patente los mensajes subliminales que sólo desde una “óptica” cisexista es posible.

La trama reproduce todos los conceptos “médicos” y tópicos asociados a la transexualidad que nos anclan en la discriminación y desnaturalizan la condición trans, utilizando mecanismos de cosificación, control político de los cuerpos y de la sexualidad humana, sirviéndose del drama como herramienta, que soslayadamente sirve de instrumento para “imponer” sobre las personas trans y la sociedad conceptos cisexistas y binarios.

Lili, enamorada de Gerda, mantenía una relación de complicidad, atracción, deseo y una vida sexual plena y satisfactoria. En cuanto Lili se empieza a reafirmar en su identidad sentida, el “guionista” nos implanta el primer correctivo: a las mujeres trans no les pueden gustar las mujeres, imponiendo el “heterosexismo” yreconduciendo la orientación sexual de Lili, quien empieza a “coquetear” con hombres. Podría ser bisexual, pero no, el guionista se empeña en reforzar que la conducta “normal” es la heterosexualidad. Aún va más allá. Cuando Lili empieza a gustar a los hombres, no le es posible mantener relaciones sexuales con estos; se afianza el “ odio a los genitales”, supeditando el sexo y el género al genitocentrismo; “ no eres mujer sin vagina”, y si mantiene relación con hombres, es homosexualidad. El discurso genitocentrista reduce a las personas: mujer/femenino/vulva y hombre/masculino/pene.

Todo ello intensificado con frases que se repiten a lo largo del film, no casuales: “Quiero ser una mujer de verdad y completa” , “ la naturaleza ha cometido un error que la medicina puede corregir”. Un descarado e interesado discurso biomédico que se resiste a perder las ganancias que les proporciona la “patología” de las identidades trans y el “calzador” de la cisnormatividad, viendo como una amenaza la expresión de cuerpos diversos y la ruptura genital/cuerpo/sexo/género.

La Trans-revolución es un hecho que no tiene retroceso, la aportación social que hacemos desde lo trans nos liberará a todas y todos de corsés de falsas feminidades y masculinidades que se han forjado desde el sexismo, machismo, patriarcado, cisexismo y el genitocentrismo.

La revolución será trans o no será