¿Se puede ser homosexual y sacerdote?
La clamorosa salida del armario del teólogo Krysztof Charamsa ha sacudido a la Iglesia. El obispo vasco Juan María Uriarte analiza la cuestión del celibato en un libro
El cura y teólogo polaco Krysztof Olaf Charamsa realizó una espectacular salida del armario un día antes de que se iniciara en Roma el Sínodo sobre la Familia, haciendo pública su homosexualidad y presentando a su pareja sentimental, el catalán Eduard Planas. Fue una bomba. El sacerdote, de 43 años, era secretario de la prestigiosa Comisión Teológica Internacional en el seno de un organismo del Vaticano que se encarga de vigilar el respeto al dogma católico, alto funcionario de la Congregación para la Doctrina de la Fe –el dicasterio que se ocupa de promover la fe y la moral en el mundo católico– y profesor de la emblemática Pontificia Universidad Gregoriana. De inmediato fue expulsado de estos puestos. Ahora, el obispo de Pelpin, la diócesis polaca a la que pertenece, le acaba de suspender del ejercicio del sacerdocio aplicándole las normas del Código de Derecho Canónico. Al margen de la oportunidad de su acción, utilizada por los enemigos del Papa para sabotear sus reformas, el caso ha devuelto a la actualidad una pregunta habitual. ¿Puede ser sacerdote un homosexual? La Iglesia católica no lo permite porque la normativa, revisada en 2005, sigue aduciendo el compromiso del celibato y el voto de castidad como dos obstáculos insalvables, ahora no negociables.
La identidad del sacerdocio, así como la esencia de su formación, arrastra una larga tradición en el magisterio de la Iglesia, que ha discutido cuestiones muy delicadas y algunas han terminado siendo modificadas. Se abordó en el Concilio Vaticano II y hay una encíclica, la ‘Sacerdotalis caelibatus’ –promulgada por Pablo VI en 1967–, que trata la cuestión del celibato. También se debatió en el Sínodo de 1990 y, dos años después, Juan Pablo II publicó la exhortación apostólica ‘Pastores dabo vobis’. En el documento se reflexionaba sobre la vocación sacerdotal y la madurez afectiva de los candidatos –un concepto clave en todos los textos– , si bien no se aludía de forma explícita a la homosexualidad. Se hablaba de las inclinaciones de la afectividad y el impulso de los instintos. El tema se discute cada cierto tiempo porque cambian ‘las circunstancias’. La Congregación para la Educación Católica lo ha abordado en escritos publicados en 1970, en 1974 y en 1983.
La doctrina oficial fue actualizada por la Santa Sede el 4 de noviembre de 2005, día de San Carlos Borromeo –patrón de los seminarios y de los empleados de banca– con una Instrucción del mencionado dicasterio de acuerdo con la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. El documento afirma que el candidato al ministerio debe «alcanzar la madurez afectiva» y deja claro que no se puede admitir al seminario y a las órdenes sagradas a quienes «presentan tendencias homosexuales arraigadas, practican la homosexualidad o apoyan la cultura gay». El texto, publicado en tiempos de Benedicto XVI, lo firma el cardenal Zenon Grocholewski, por cierto, también polaco y gran canciller de la Gregoriana.
En la ‘filosofía’ que justifica esta posición se especifica que los actos homosexuales «son intrínsicamente inmorales y contrarios a la ley natural», por lo que «no pueden ser aprobados en ningún caso», algo que ya estaba recogido en la tradición de la Iglesia y en el Catecismo. Se añade que las tendencias homosexuales profundamente arraigadas en cierto número de hombres y mujeres «son objetivamente desordenadas». Hasta aquí la normativa eclesial, que deja poco margen de maniobra. ¿Es revisable esta ley eclesiástica? El tema de la homosexualidad ha desaparecido prácticamente del extenso documento final del Sínodo de la Familia. Entre los 94 puntos aprobados sólo hay una referencia en la que se pide la atención de la Iglesia para evitar cualquier injusta discriminación y para «acompañar a las familias con un miembro homosexual». Algunos padres sinodales pidieron un sínodo específico sobre este colectivo.
Antes de que se celebrara el Sínodo monseñor Juan María Uriarte, obispo emérito de San Sebastián, publicó un libro muy interesante sobre el celibato (SalTerrae) con apuntes antropológicos, espirituales y pedagógicos sobre esta cuestión. Sin mando en plaza, pero muy requerido en numerosas diócesis –también en el extranjero– para dar ejercicios espirituales a los sacerdotes, Uriarte habla sin la responsabilidad del báculo en ejercicio, pero desde su dilatada experiencia como pastor y como formador de seminaristas. Además, siempre se ha caracterizado por ofrecer una actitud abierta, alejada del rigorismo tradicionalista de otros prelados.
El obispo vizcaíno, por supuesto, defiende la opción del celibato, contestado hoy en muchos ambientes cristianos, con un tratamiento riguroso e interdisciplinar, enmarcado en el contexto cultural en el que lo viven hoy los sacerdotes, definido por algunos como una «mutilación antropológica». Sin olvidar la sangría de las secularizaciones, «una herida abierta en el costado de la Iglesia, que continúa manando, y que bastantes la interpretan como una confirmación del cuestionamiento a que está siendo sometido el celibato sacerdotal».
Monseñor Uriarte dedica en su libro un apartado a la homosexualidad, ya que «hoy no es ningún secreto que mientras la gran mayoría de los sacerdotes son netamente heterosexuales, algunos tienen tendencias homosexuales». El obispo ofrece criterios relativos al discernimiento vocacional de posibles candidatos homosexuales por lo que parte de la Instrucción de 2005. Y en ese punto sí aparece un planteamiento novedoso en pleno debate sobre los sacerdotes homosexuales y en el clima de tolerancia cero con los casos de pederastia que han sacudido a la Iglesia.
Uriarte muestra una posición más benévola que muchos de los prelados a la hora de responder a la pregunta de si un candidato homosexual debe ser admitido al ministerio sacerdotal. Y abre un portillo. El obispo, tras asumir el riesgo de interpretar la Instrucción, no ve motivos «para que candidatos homosexuales de una madurez psicológica suficiente que no tengan hábitos sexuales arraigados ni historia tortuosa sean, en principio, descartados, si cumplen todos los demás requisitos, postulados a todos los ordenados». El obispo emérito advierte de que «es preciso comprobar cuidadosamente esta madurez por los procedimientos adecuados».
Monseñor Uriarte cree que los seminaristas homosexuales «han de ser lúcidos y honestos al preguntarse hasta qué punto influye en su deseo de ser sacerdote la búsqueda de una ‘cobertura legitimadora’ de una condición sexual que no quieren desvelar», así como que ha de requerirse de ellos «una prolongada y exquista continencia, no menor que la postulada a los candidatos heterosexuales». El obispo defiende que los candidatos homosexuales aptos «suelen mostrar una sensibilidad religiosa que es, en ocasiones, incluso muy fina».
No pocos consideran que la propuesta de Juan María Uriarte es arriesgada en cuanto que los seminaristas y los monjes están obligados a vivir en un espacio masculino: el ambiente del convento y del seminario es de una convivencia estrecha y permanente con varones, y ese contexto lo hace especialmente difícil y complicado. El obispo de Fruniz, al que siempre ha guiado la prudencia, cree que es posible con candidatos que cuentan con una «contextura personal afectiva y socialmente rica». Y monseñor Uriarte es una autoridad en cuanto a la formación y compañamiento de seminaristas, con los que ha acumulado una larga experiencia.