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UNA «FLAPPER» EN ALPARGATAS

ITZIAR ZIGA
ACTIVISTA FEMINISTA

“Sin duda las vascas, poniéndonos los pantalones para conquistar la equidad, hemos sido sobresalientes. Lograda la autoridad, nos falta la liberación de la puta.

A mi amona Susana le perdía tanto bailar que saltaba por la ventana las noches de verbena en Izkue. Era como una flapper en alpargatas, locos años veinte. Nunca le avergonzó encabritarse con la música en la plaza, pero arrastraba ese pudor de no parecer ante nadie una buscona. Su noche de bodas en una pensión de la parte vieja de Donostia, que para ella debió ser como estrenar el Taj Mahal, no se atrevió a ponerse el camisón que le habían cosido a medida, se sintió muy descocada. Es uno de mis tesoros: color hueso, hasta los tobillos, holgado para lo flaca que era ella, con un encaje que cubre los hombros y se adentra en el escote sin trasparentar nada y sus iniciales bordadas, ¡cómo si fuera a perdérsele en una orgía de recién casadas! No hay fiesta en mi casa en que no le demos al camisón el desmadre que se merece y que mi amona deseó en el siglo equivocado.

A las mujeres nos ha costado horrores, a menudo estéticos, llegar a vestir como queramos. La modernidad y el catolicismo extendió para todas nosotras las obligaciones de la mujer del Cesar: no solo hay que ser, hay que parecer. Así cargamos con la hipocresía de la aristocracia sin ostentar ninguno de sus privilegios. Sobre todo, no hay que parecer un hombre ni una puta, porque ni la potestad de los hombres ni la libertad de las putas jamás deben contagiarse a las buenas mujeres. ¡Error de cálculo, patriarcado, parece que no nos quedamos eternamente complacidas en la feminidad subalterna! Trataste de convencernos de que éramos tontas y solo te lo creíste tú.

Sin duda las vascas, poniéndonos los pantalones para conquistar la equidad, hemos sido sobresalientes. Lograda la autoridad, nos falta la liberación de la puta. No solo a nosotras. Últimamente escucho confundir sexismo con sexo y diviso antorchas que ya no queman pero duelen contra mujeres libres que bailan (desnudas, vaporosas, cubiertas de lentejuelas y embutidas en licra) alrededor del fuego. El traje de puta tiene la disparatada capacidad de ser interpretado a la vez como prohibido y autoimpuesto, audaz y sumiso, superado e imposible. Abrazar a la puta es nuestra última batalla contra la misoginia, el camisón de mi amona sigue electrizado. Porque siempre sonará una jota, una copla, incluso un charlestón, que nos arrastre dichosas a la verbena, al akelarre eterno. Y vuelven los locos años veinte, nunca se fueron.

TRAIDORAS DE GÉNERO por ITZIAR ZIGA

por ITZIAR ZIGA

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Itziar Ziga

Las mujeres que pertenecemos a una comunidad étnica o nacional oprimida y por cuya liberación también luchamos, siempre hemos estado bajo sospecha de no ser tan feministas como aquellas que no necesitan defender a su país o a su pueblo. Lo he presenciado muchas veces, cuando daban por hecho que era una de ellas. Claro que esa complicidad en la cumbre quedaba rota en cuanto yo abría la boca. La acusación siempre ha sido de ellas hacia nosotras, como si los hombres de nuestras comunidades nos retuvieran, nos embaucaran, nos impidieran aspirar a la emancipación que ellas gozan y que desean para todas las mujeres. Y nuestra lealtad hacia la comunidad oprimida a la que pertenecemos es señalada precisamente como un freno, no sólo para nuestra propia liberación, sino también para la liberación colectiva de todas las mujeres.
Así, las feministas negras, moras, indígenas, gitanas o abertzales hemos sido señaladas a menudo y encubiertamente como traidoras a nuestro género por aquellas que pretenden que traicionemos a nuestro pueblo. No es casual que el feminismo que insiste en que nos unamos todas sólo contra la opresión de género venga de mujeres blancas que no proceden de un pueblo perseguido ni colonizado. La historia del feminismo rebosa de gestas prodigiosas, pero también hay episodios viles que conviene no tapar. Angela Davis descubrió que, una vez abolida la esclavitud tras la guerra, gran parte de las sufragistas blancas rompieron sus alianzas con la comunidad negra y empezaron a argumentar su reivindicación del voto femenino como salvaguarda de la hegemonía blanca. El sufragismo en EEUU se puso al servicio del supremacismo blanco.
Porque ellas también tienen patria, aunque nunca lo reconozcan. La diputada por Podemos de Madrid e histórica activista LGTB Beatriz Gimeno recomendaba este pasado 12 de octubre que no se hiciera una lectura tan severa de la conquista de América. Semejante perla sólo puede salir de la boca de una española. Y ahora que España está más cerca que nunca de perder sus últimas colonias, volveremos a ser unas traidoras. Y a ellas las veremos poseídas con más rabia que nunca por el espíritu imperial de Isabel la Católica.

SUECIA ESTÁ MÁS LEJOS QUE NUNCA

ITZIAR ZIGA ACTIVISTA FEMINISTA

Que una organización no gubernamental con la relevancia y la autoridad moral en la defensa de los derechos humanos como Amnistía Internacional haya decidido abogar por la despenalización del trabajo sexual, supone una victoria histórica. Y no porque los gobiernos vayan a dejar de hostigar policialmente a las prostitutas o a los clientes de una noche para otra. De sobra lo sabemos: si las peticiones de AI fueran atendidas, en el mundo ya no existiría tortura. Pero en el encarnizado tira y afloja de las últimas décadas, regulación versus abolición, hacía falta un tanto tan formidable como éste a favor de las putas. Sobre todo desde que Suecia decidiera en 1999 prohibir todo trabajo sexual ideando una fórmula novedosa: condenar a los clientes y tratar categóricamente a las putas como víctimas de violencia de género, en cuya redención el Estado estará dispuesto a invertir todo el dinero que haga falta. Es decir, que el gobierno pague a las prostitutas para que dejen de serlo en nombre de la igualdad. El gobierno que se lo pueda permitir, claro está. Más aún en estos tiempos de recortes sociales y precarización de multitudes.

Da igual, extender el modelo sueco prohibicionista a todo el mundo ha sido la obsesión de una élite de mujeres organizada como lobby y autoerigida para decidir qué trabajo es conveniente y cuál indigno para el resto de las mujeres, desde sus privilegios de raza y clase. Eso sí, en nombre del feminismo. Para ellas, ha dado igual que cien prostitutas okuparan una iglesia en Lyon el 2 de junio de 1975 para denunciar la represión policial que sufrían y que en pocos días, la protesta se extendiera a todo el Estado francés, emprendiendo el movimiento de las trabajadoras del sexo en Europa. Entre ellas estaba la pionera Grisélidis Réal, quien descansa desde 2009 en el Cementerio de los Reyes de Ginebra. Tampoco han querido escuchar nunca a Pia Covre y Carla Corso, fundadoras en 1983 de la Comisión por los Derechos Civiles de las Prostitutas italianas. Y que hoy siguen acercándose por la noche a las chicas que se prostituyen en las peores condiciones por su condición de migrantes indocumentadas en las carreteras del Este, para darles protección y trasferencia de saberes. Siempre son las prostitutas más concienciadas políticamente quienes cuidan de las putas más vulnerables. Y también una orden de monjas prodigiosas llamadas oblatas.

 

 

Al lobby abolicionista siempre le dio igual de qué vivirían las prostitutas si lograban implantar el modelo sueco, cada día más lejano. Nunca he escuchado a una abolicionista criticar la Ley de Extranjería ni relacionar prostitución con capitalismo. En realidad, nunca les he escuchado escuchar a mujeres que no piensan como ellas, menos aún a una puta o a una amiga de las putas. Creo que no hay nada más patriarcal que robar la voz a una mujer con la excusa de que es víctima. Por eso celebro tanto la decisión de Amnistía Internacional de apoyar las luchas de las putas: a partir de ahora no va a ser tan fácil enmudecerlas. O al menos intentarlo. Porque nunca lograron callarlas, ni valiéndose del estigma más misógino que existe y que nos daña a todas las mujeres. Las trabajadoras del sexo han librado una batalla heroica en todo el mundo. Y hoy son más fuertes que nunca.

Teo Pardo: “Me gustaría ver historias trans más felices en el cine”

Mujeres y Feminismos

[Entrevista a Teo Pardo, activista trans y feminista. Comentamos la película 52 martes.]

[Entrevista por Itziar Ziga]

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(Teo Pardo comienza aclarando que, aunque se nombra a si mismo en masculino, para el plural siempre utiliza el femenino genérico.)

¿De dónde sale esta película tan preciosa, tan rara en el retrato de una familia y un entorno?

La directora Sophie Hyde se puso unas normas antes de rodar la película. Grabaron cada martes y en orden cronológico, con actores y actrices no profesionales. De cada martes que se grababa, había que recuperar al menos una parte para la producción final. Todo esto genera una película muy particular que mezcla realidad y ficción. Además, partían de un guión semiabierto que se iba modificando cada martes. Se ve cómo va cambiando el tiempo a lo largo de la película y el aspecto de los personajes, algo que no consigues tan fácilmente si tienes quince días para grabar. La idea de alargar los tiempos huyendo de las prisas capitalistas me parece muy linda y muy feminista.

Las actrices y los actores no sólo no son profesionales, además están muy vinculadas a las realidades que refleja la película y han podido aportar mucho al guión. Por ejemplo, el personaje que hace de madre-padre, el personaje trans, está interpretado por Del Herbert-Jane que se identifica como genderqueer o de género ambiguo, no se identifica ni como hombre ni como mujer y tiene un conocimiento profundo de las realidades trans y esto se nota. Se nota que la película no está hecha por alguien que desde un lugar lejano decide retratar un mundo que desconoce.

La transición de la madre de Billie, de Jane a James, marca el inicio de la película. Comienza una transformación necesariamente física y que pasa por la consulta del médico…

Vemos que James va al psiquiatra porque sin su evaluación no conseguirá el tratamiento de hormonas. Si eres trans aquí y en otros muchos países, para cambiarte el nombre en el DNI te piden un tratamiento hormonal obligatorio y para acceder a éste, necesitas sí o sí un certificado psiquiátrico anterior que certifique que tienes una enfermedad mental que se llama disforia de género, que está catalogada en los manuales de enfermedades mentales. Ese tratamiento psiquiátrico puede durar entre seis meses y dos años, depende del caso. Vas allí a que alguien desde fuera evalúe tu género, algo muy invasivo.

¿Quién decide qué es ser hombre y qué es ser mujer, qué es lo masculino y qué es lo femenino? ¿Cómo alguien desde fuera puede evaluar mi género? Se dan esta licencia y deciden si puedes o no puedes continuar con ese proceso y si te dan o no acceso a hormonas. Estos procedimientos son profundamente violentos. Utilizan dos canales para evaluar tu género. Uno es un test, una batería de tres mil preguntas que se llama Test de Minnesota y es de los años 60. A parte de descartar otras patologías mentales, algo muy cuestionable, evalúa la masculinidad y la feminidad a través de preguntas como “¿te gustan las flores?”, el sí puntuaría femenino, “¿te gustan las revistas de mecánica?”, el sí puntuaría masculino. La medicina está construyendo la feminidad y la masculinidad desde una lógica heteropatriarcal.

Se refuerzan estereotipos de masculinidad y de feminidad aberrantes. Otro de los requisitos para pasar este test rápido es ser heterosexual. El otro test es el de la vida real. Tú vas a vivir en tu género de destino durante un tiempo sin haber hecho ningún cambio físico para demostrar que te adaptas. Vas haciendo ese juego de rol y mientras el psiquiatra te va diciendo. Para ser un chico, igual tienes que cortarte un poco más el pelo. Uy, esta camisa rosa fatal. Para la trans femeninas igual: tienes que ponerte más tetas, no te pintes tanto que pareces una puerta o píntate que pareces una camionera.

Nadie pasaríamos ese test si respondiéramos desde la sinceridad. La intimidación médica que sufrís es terrible.

Hay una escena en la que James está en la cama con su compañera de trabajo. Él le da placer a ella pero ella no puede tocarle a él. Para mí tiene mucho que ver con esos discursos médicos que te repiten sin parar: tienes un cuerpo equivocado. Cuando te lo han repetido hasta el infinito, es difícil pensar que el problema está en la sociedad que clasifica los cuerpos en normales y anormales y que dentro de los cuerpos normales sólo hay el de mujer estupenda y el de hombre cañón. Es difícil, porque son discursos que al final van entrando con calzador, se te han grabado a fuego. Y, además, la persona que emitía ese discurso es la que tiene la vuelta de llave para permitirte continuar con el proceso. Ese es un juego de poder que nos afecta mucho y al final la gente se siente incómoda con sus cuerpos.

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Los dos personajes principales, Billie y James, están en transición. Billie atraviesa la adolescencia y James el cambio de género.

Los 52 martes es el año que pasa desde que Billie tiene que marcharse de casa para facilitar la transición de su madre. Parten de un vínculo muy estrecho con su madre y ese vínculo a lo largo de la película se rompe y se reconstruye. La creación de la propia identidad, la importancia de los iguales. Esa tensión adolescente entre encajar y resistir, ser aceptada por los iguales y a la vez revolverse en contra de todos los patrones que durante toda su infancia han ido absorbiendo. Las identidades se van construyendo a través de la mirada del otro. James puede tener muy claro que se siente un hombre, pero si no es reconocido como hombre por los demás, no le sirve de mucho. La identidad no es algo individual.

Es muy bonita la escena en la que Billie llega a casa de su madre, de James, y se encuentra un paquete postal. Lo abre, dentro hay un prótesis: el pene de su nuevo padre. Y se lo pone debajo de los leotardos. Divertida, sin pudor, sin drama.

La representación es muy importante para generar vidas posibles. Me gustaría ver películas sobre la realidad trans más felices. En general los personajes trans suelen tener procesos difíciles, dramáticos, y claro que lo son. Todos los procesos vitales son difíciles y tienen complejidades. Está bien reflejar estas dificultades pero también tienen un montón de alegrías y te permiten pensar cosas que desde otros procesos de vida nunca hubieras pensado. Y se te abren caminos y alianzas muy lindas con otras personas que a mí me dan la vida.

Igual que ha pasado con el cine de lesbianas durante muchos años, que al final de la película ya estabas esperando que muriese alguna…

Sí, ha pasado con los personajes de lesbianas hasta hace poco y anteriormente con las mujeres en el cine.

Jo també sóc puta

Acabo de extasiarme con unas imágenes de Paula Ezkerra iniciando la campaña electoral en el Forat de la Vergonya, es candidata de la CUP por Barcelona. Tan luminosa y guerrera como cuando las calles del Raval nos hermanaron hace quizás diez años. Paula es puta y migrante argentina, activista espléndida y tenaz. Lleva décadas combatiendo la violencia estructural hacia las trabajadoras del sexo, esa misma violencia que nos alcanza a todas las mujeres. Porque la putafobia es la punta del iceberg de la misoginia, queramos aceptarlo o no.

Si todas las mujeres conjurásemos el estigma puta, el patriarcado se desvanecería como un mal sueño al alba. Con la caza de brujas, aquel feminicidio fundacional tan remoto como eficaz, se nos impuso una feminidad apocada y delatora. La puta es mi vecina, no yo. Amortiguaré mi deseo, controlaré mi presencia social. Para no destacar, para que no me señalen. Y cuando vayan a por ellas, a por las putas declaradas, callaré en el mejor de los casos. O prenderé yo misma las antorchas. Divide y vencerás.

Ellas están unidas, en Barcelona a través de la plataforma Prostitutas Indignadas. La imagen de dos putas agarrándose de los pelos por un cliente como quintaesencia de la rivalidad femenina es pura mistificación patriarcal. Por todo ello, en las luchas de las trabajadoras sexuales contra el acoso policial-administrativo al que están siendo condenadas por las atroces ordenanzas cívicas que han proliferado en nuestras ciudades cual plaga bíblica, en su valerosa insumisión al estigma puta, nos la volvemos a jugar todas las mujeres.

Contra lo que muchas proclaman, las luchas de las prostitutas son altamente feministas. Desde siempre. Nell Kimball, la madame de un burdel de Nueva Orleans de principios del siglo XX, dejó constancia de una de ellas, de una de nosotras. «Tuve una puta llamada Gladdy que era partidaria de los derechos de las mujeres. Marchaba en Filadelfia y Nueva York cuando había manifestaciones a favor del voto femenino y se clavaban alfileres en los caballos de los policías y se hablaba sobre ser igual a cualquier hombre. Gladdy era una muy buena puta”

Itziar Ziga
Activista feminista

MALDITAS

Iratxe FRESNEDA
Periodista y profesora de Comunicación Visual

Es curioso que, al pronunciar la palabra maldita, desde lo que pretende visibilizar Itziar Ziga en su reciente libro publicado en Txalaparta, el término se revele positivo e incluso reivindicativo. La autora de “Sexual Herria” escoge con intencionalidad (y afecto) a algunos personajes poco conocidos o, como en el caso de Valerie Solanas, controvertidos, para revelar su importancia dentro de ese poliédrico movimiento que es movimiento (trans)feminista. Valerie Solanas, Sojourner Truth, Sylvia Rivera, Louise Michel, Annie Sprinkle, Olympe de Gouges, Kathleen Hanna y Laura Bugalho son los seres a los que invoca Ziga en este libro en el que, armada con historias e ideas, la de Renteria desafía a la «historia única del feminismo en la que las mujeres más oprimidas tienen un papel secundario y pasivo, a remolque casi de las más privilegiadas». Directa, divertida, sin complejos, la forma de contar historias que tiene la autora hace que esta obra se devore en una sentada y que mientras lo hacemos nos situemos en constante debate con ella. Pero sobre todo y por encima de todo, aporta y visibiliza ahuyentando estigmas, desafiando. Me gustan “los sopapos” a lo convencional, a las convenciones, que arrea Itziar Ziga con sus palabras, básicamente porque, en su caso, encuentro la autenticidad de la que adolecen otros discursos o posturas.

«Es momento de travestir al gudari y hacer más la puta, en el sentido más hedonista»

Es, como dice su amatxo, algo «arbolaria», pues habla con mucho aspaviento. De su oreja cuelga un pendiente dorado en forma de zapato de tacón. Quizá sea porque la sociedad dicta que los zapatos han de llevarse en los pies y a ella no le ha dado la gana plegarse al costumbrismo de una sociedad que califica de catolicona, patriarcal e intolerante. Itziar Ziga tiene todos los motivos para llevarse mal con la sociedad ya que ésta jamás ha parado de juzgarla por abertzale, feminista, lesbiana y, también, por puta. Ya que es, como ella misma confiesa orgullosa: «Una bollera rabiosa, exhibicionista y golfa»

Empecemos por el final, por ese polvo en el tren en Donostia. Y, claro, por qué significa ser una puta.

En el último capítulo narro un viaje con mi novia por Euskal Herria. Allí hay hazañas sexuales mías que chocan, como follar en un tren en Donostia a pleno día. Aproveché que el libro va de reputificar y resexualizar a los vascos para incluir una narración erótica porque me apetecía. Que me reivindique como puta frente a toda la moral católica y patriarcal no significa que quiera follar con todo el mundo. Esta es una idea muy machista. Mis amigas putas son libres para decidir si quieren a ese cliente o no, dependerá de la pasta. La mujer casada, embutida en un matrimonio patriarcal puede que no tenga tanta capacidad para decidir cuándo le apetece echar un polvo.

Yo tengo una obsesión política feminista de hermanarme con las putas. Una vez intenté hacerme puta en Bilbao, pero no valía para eso. Lo que pretendo es acabar con la putafobia, que es una de las caras más perversas de la misoginia. Muchas mujeres prefieren tener una vida «decente» y tener esa familia «legitimada» para que no las repriman, para que no les jodan y para que las reconozcan. No hay nada mejor para mostrarse como una mujer decente y señalar a las otras. Bueno, pues si quieren, que me señalen a mí, ojalá sirva para desmontar el estigma puta.

¿Un estigma como el que se puso a las sorginas?

En mi libro me lanzo en busca de la puta vasca perdida. No debemos olvidar que nos colonizaron los Reyes Católicos. ¡Ay que joderse! Lo que hago es rescatar textos de nuestros enemigos, desde el peregrino Aymeric Picaud al inquisidor Lancre, que llevó a la hoguera a cientos de sorginas. Estos dos hombres tan antivascos cuentan que en Euskal Herria existía una sexualidad abominable, muy explícita, y cargaron contra sus mujeres. Creo que la cruz no se nos había metido tan adentro hasta que llegaron. La conquista tuvo un carácter militar, pero también católico-inquisitorial.

Su libro, en el fondo, habla de libertad. No sólo de la censura ajena, sino sobre todo de autocensura y de los propios tabús que nos imponemos a nosotros mismos.

Dentro de la forma de ser vasca y, más específicamente, de los que llevamos una vida combativa, ha calado hondo el rol del gudari y la gudari. Como el enemigo es muy grande y la represión tan bestia, hemos adoptado una posición marcial. Ese aire militar obliga a una autovigilancia constante para ser coherente y estar alerta. Todo ello nos ha empujado a dejar de lado otras reivindicaciones. ¿Cómo vamos a relajarnos, cómo vamos a mostrarnos humanos y desatar nuestra lujuria si tenemos que estar alerta contra el agresor?

¿El militante vasco ha tendido hacia el ascetismo?

Sí, a eso ayuda el hecho de que, entre los movimientos de izquierdas, se da mucho la intervigilancia. Nos miramos continuamente los unos a los otros. Resulta opresivo y siempre me ha agobiado, porque en el feminismo ha ocurrido también. Se supone que hemos de ser homogéneas. Lo que se salga de ahí, es inmediatamente sospechoso.

Eso no ha conseguido frenarle…

Yo soy como soy y no lo puedo olvidar. Tengo tendencia a ser golfa. Los revolucionarios debemos relajarnos, porque encima de que se está realizando un terrible esfuerzo para transformar las cosas, cargamos con un montón de encorsetamientos. A eso voy con lo de «gudari versus puta». Ahora que se están cambiando las cosas gracias al esfuerzo de tanta gente, es buen momento para cambiar. Yo auguro que la represión bajará y que será buen momento para que el gudari se pueda travestir y empecemos a matar a ese cura de 200 años del que hablaba Oteiza. Así comenzaremos a hacer más la puta, en el sentido más hedonista y divertido.