Pinkwashing, desahucios ilegales y censura: así utilizan los Estados el festival Eurovisión
Artículo publicado por RUBÉN SERRANO en EL SALTO DIARIO
El pasado 4 de mayo, es decir, a diez días de que arrancara Eurovisión y tras un ataque de Hamás en el que murieron cuatro civiles israelíes, Israel bombardeó Gaza y acabó con la vida de 21 ciudadanos palestinos.
Ese mismo día, a escasos 71 kilómetros, en Tel Aviv, empezaron los ensayos de Eurovisión 2019. La llamada al boicot por parte de figuras políticas, partidos y artistas de Reino Unido, Irlanda, Suecia e Islandia se quedó en nada: ninguno de los 41 países participantes ha cancelado su estancia allí y los preparativos han seguido su curso con total normalidad.
Eurovisión 2019, que celebra este martes 14 de mayo su primera semifinal, pasará a la historia como un ejemplo descarnado de propaganda política por el uso que Israel ha hecho del certamen para lavar su imagen pública y blanquear la ocupación de Palestina ante los ojos de todo el planeta.
Sin embargo, esta instrumentalización no es únicamente propia del país de Oriente Próximo: Rusia, Ucrania y Azerbaiyán hicieron lo mismo cuando acogieron el festival. Es una tendencia clara: en los últimos años, el país organizador de Eurovisión ha utilizado el festival a su servicio, para vender al mundo una versión afín a sus intereses, poderes e influencias.
Las intenciones que tenía Israel con el concurso se hicieron evidentes desde que Netta le dio la cuarta victoria al país el año pasado. Tras recoger el trofeo, espetó en directo: “Muchas gracias por aceptar las diferencias entre nosotros. Gracias por celebrar la diversidad. Amo mi país”. El llamado pinkwashing, el uso de un discurso de respeto e igualdad hacia la causa LGTBI para ser percibido como un actor moderno y tolerante, había empezado inmediatamente. Dos días después de su triunfo, el Ejército israelí asesinó a 58 manifestantes palestinos en vísperas del 70 aniversario de la creación del Estado de Israel.
El presidente Benjamín Netanyahu hizo campaña para que el festival se celebrara en Jerusalén, ciudad históricamente divida entre Israel y Palestina, con el objetivo de dejar claro a quién pertenece la ciudad. Preocupada por una posible espantada, la Unión Europea de Radiodifusión (UER), responsable del certamen, avisó a Netanyahu : “Si los países se niegan a participar, Eurovisión no se realizará en Jerusalén”. Finalmente, la jugada maestra de Netanyahu se frustró pero la televisión pública del país, KAN, supo aprovechar este giro de guion.
Israel sabe que su imagen está en juego. El año pasado 186 millones de espectadores en todo el mundo conectaron con Lisboa para ver el festival. Así, KAN ha reunido a sus iconos patrios para recordarle al público el valor y la impronta israelí: la modelo Bar Refaeli presentará la gala, la estrella de Hollywood Gal Gadot hará acto de presencia, el multimillonario Sylvan Adams ha pagado un millón de dólares para que Madonna actúe en la final y ha aprovechado que Tel Aviv es el paraíso del gaycapitalismo europeo para promover su marca turística, lo que se ha traducido en un sobrecoste del precio de las entradas que no todos los eurofans han podido pagar.
En un texto que sigue más vivo que nunca, el politólogo y sociólogo francés Sami Naïr escribía en 2006 que Israel ya había conseguido su propósito de legitimarse como estado. “Es posible tratar de destruir un pueblo con la complicidad silenciosa del mundo entero […]. Delante de nuestros ojos, el pueblo palestino es aplastado bajo las bombas. Los sucesivos gobiernos de Israel han ganado. No frente a los palestinos, ya que estos siguen resistiendo, sino frente a los gobiernos del mundo entero y frente a la opinión pública internacional”, remarcó.
Israel busca ahora revalidar esa legitimidad.
EXPROPIACIONES Y VETOS
Pero Israel no es el único que se ha servido de Eurovisión para presentarse al mundo en todo su esplendor. En 2012, Bakú (Azerbaiyán) acogió el certamen y las autoridades del país realizaron “desahucios ilegales, expropiaciones y demoliciones de edificios” para construir el estadio donde se celebró Eurovisión, tal y como denunció Human Rights Watch. El resultado que se vio en las pantallas fue un impactante recinto que se iluminaba por fuera con la bandera de cada país. Una ambición de una magnitud equiparable al descomunal escenario que levantó Moscú en 2009, uno de los más inmensos que se recuerdan.
Las maniobras de ambos países responden a la táctica de demostrar el poder blando que tienen. El catedrático Joseph Nye explicó este concepto en su libro Bound to lead (1990) en el que se refiere a la capacidad de un actor político de convencer y atraer a los otros hacia su bando. Así, lejos de usar herramientas militares o económicas (poder duro), los países usan las herramientas culturales y las políticas exteriores para levantar admiración y erigirse como ejemplos a seguir. De ese modo, se entienden las superproducciones a nivel escenográfico y las propuestas musicales con un marcado cariz internacional que envían al festival países del Este europeo como Ucrania, Armenia, Azerbaiyán y Rusia.
La anexión rusa de la península de Crimea —hasta 2014, de Ucrania— también evidenció en el certamen el poder blando de ambos países. Tras una apretada votación entre los dos Estados, Jamala consiguió finalmente la victoria por Ucrania en 2016 con “1944”, una canción que denunciaba la deportación de los tártaros de Crimea durante el estalinismo. Al año siguiente, Kiev se convirtió en la sede del festival y consiguió que Rusia no participara al prohibirle la entrada al país a la representante rusa.
El último capítulo surgido del enfrentamiento de Crimea se ha vivido este mismo año: Ucrania se vio obligada a retirarse de Eurovisión después de que su representante, Maruv, se negara a firmar el abusivo contrato que le imponía la televisión pública nacional. Según expuso la cantante de ascendencia rusa, firmar suponía convertirse en una “esclava”, ya que el canal la obligaba a cancelar los conciertos que tenía programados en Rusia, ceder los derechos de la canción y le prohibía hablar con la prensa sin autorización previa.
La politización de Eurovisión en Ucrania dio un giro radical cuando Jamala sometió a examen a Maruv en la gala de selección nacional y le preguntó con un evidente enfado:“¿Crimea es Ucrania?”. La nerviosa repuesta la dejó satisfecha: “Es Ucrania, por supuesto”.
TERRITORIOS SIN DERECHO A ESTAR
Eurovisión también ha servido para dejar claras las líneas rojas territoriales y establecer a quién se le considera un Estado y a quién no. Una forma de sustentar esa legitimidad es a través de las banderas que se ondean en el estadio. En 2016, Estocolmo (Suecia) albergó el certamen y publicó una lista de banderas prohibidasdentro del recinto, entre las que se encontraban tanto la del Estado Islámico como las locales y regionales de cada país (Crimea, Kosovo, Palestina y la ikurriña). Los suecos sí que permitieron el acceso de las banderas de los países participantes, de países no participantes pero miembros de la ONU, de la Unión Europea y la LGTBI.
Ese mismo año, la intérprete de Armenia, Iveta Mukuchyan, ondeó en directo una bandera que la organización vetó, la de la República de Artsaj (también conocida como la región de Nagorno-Karabaj), un territorio con mayoría de población armenia pero que pertenece a Azerbaiyán y que aún es motivo de disputa entre ambos países. La UER no tardó en responder: condenó “firmemente” el uso de la bandera y anunció que sancionaría a Armenia por “dañar” la imagen del certamen. Por otro lado, Turquía, que lleva años sin participar, canceló a última hora la emisión de la edición de 2013 debido al beso lésbico que tenía lugar durante la actuación de Finlandia. Se desconoce si la UER tomo medidas contra el país.
Según el sociólogo alemán Max Weber, el afán de tener poder se debe al honor social que provoca. En ese sentido, participar en el certamen otorga identidad como nación, repercusión a nivel global y reconocimiento de que existes y de que formas parte de algo colectivo. En 2007, al año siguiente de que Montenegro votara en referéndum su independencia, Serbia debutó en solitario en Eurovisión y ganó. En cuestión de meses había pasado de aceptar la separación a presentarse a un competición de más de 40 países y alzarse con la corona.Ese ejemplo de éxito nacional es el que buscan Kosovo y Escocia. Sin embargo, no lo tienen tan fácil. La provincia serbia declaró su independencia del país balcánicoen 2008 pero no cuenta con el reconocimiento de todos los estados de la ONU —España se lo niega— y eso dificultaría su participación en el concurso. Respecto a Escocia, la BBC se opone a que cada año la televisión de cada una de sus cuatro naciones constituyentes (Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte) elija al o a la abanderada británica y se reserva para ella esa decisión.
El tablero geopolítico europeo está repleto de conflictos abiertos y no todas las piezas que hay en él disponen del mismo poder y capacidad de decisión. Por eso, no es de extrañar que aprovechen cualquier oportunidad que se les presente, como la celebración del festival,para poner encima de la mesa su agenda e intereses. Eurovisión nació en 1956 para unir a una Europa devastada y dividida por la Segunda Guerra Mundial. Un certamen cuya naturaleza es tender puentes entre los diferentes estados (y no estados) que lo conforman siempre será político, aunque venga revestido de música y televisión. Eurovisión es una celebración anual y, como señala Paul B. Preciado en Un apartamento en Urano(2019), “una celebración sirve para recordar lo que de otro modo sería olvidado y para olvidar lo que debería recordarse”.