Fiesta salvaje o reivindicación, el eterno debate del Orgullo Gay

D:\DATOS\jmendias\aleman\gramatica\hallo!

JAVIER CID

Cada vez que el Orgullo Gay se asoma tras el pomo de la prensa, nos salen las polémicas a espuertas, como níscalos. Es mentar el tiovivo de carrozas, y se arma un zafarrancho a cuenta del mariconismo que viene a durar varios días. El martes mismo, tras publicar servidor la crónica ¿Un Orgullo LGTB sin tangas ni carrozas? Sí, es posible, se me vino arriba el núcleo duro de la homosexualidad combativa. Resumiendo, vine a relatar que el Ayuntamiento de Arona (Tenerife), acaba de celebrar un Pride (Orgullo) alternativo al desfile de carrozas que, Dios mediante, volverá a tomar Madrid el 1 de julio. Un Pride, el tinerfeño, con mesas redondas para agitar el debate y las conciencias, además de una entrega de premios a destacadas personalidades de la cultura, el activismo, la solidaridad, la ciencia, la política, etc.

Resultó que algunas webs de temática gay, que son legión porque los gays somos muy epicéntricos, como ombliguistas, reinterpretaron mis palabras. Me atribuyeron homofobia, elitismo, salvadorsostrismo. Para animar el ruedo, además, publicaron algunas fotos mías que no venían al caso. Y yo les alabo el gusto, pero no el olfato. Me explico: no soy yo quien denuncia la cabalgata bravía que todos los veranos toma Madrid; no soy yo quien abre informativos con el trajín de carnes que sacude la Cibeles y emite de refilón la manifestación de la cabecera, la comprometida, la de Carla Antonelli, la de aquellos que se partieron la mejilla y los huesos por un pedazo de libertad; no soy yo uno de esos gays, pues haberlos haylos, que denuncian que el festín de Madrid no les representa; no soy yo el tertuliano cavernícola que foguea homofobia a cuenta de los kilos de basura y los decibelios, de las boas de colores trepidantes que remiendan Madrid por los costados, del tránsito lujurioso de guiris con arneses, de esto y de aquello y de lo de más allá. No soy yo.

‘Blogback Mountain. Diario de un gay’

Yo me he dejado los cuernos en este periódico por normalizar la realidad homosexual. He publicado decenas de artículos sobre las luces y las sombras del colectivo, columnas de opinión que fueron llamaradas, una novela (Diario de Martín Lobo) y hasta un blog, Blogback Mountain. Diario de un gay, por el que recibí un buen carrusel de insultos, amenazas, vejaciones, caras largas. Poca gente de esta cabecera se ha dejado más kilómetros de tinta que yo para escribir de nosotros los maricones. Así que no me salgáis ahora con la homofobia. A mí no.

La polémica, damiselas y caballeros, no es más que el eterno debate entre el lícito derecho a la fiesta y el desfogue y la reivindicación urgente por la igualdad de gays, lesbianas, transexuales y bisexuales. Un debate abrasador, puro fuego, muy en línea con el enredo de las dos Españas. Yo mismo he cabalgado y bebido y amado en algunas de esas carrozas, muchas veces. Otras me empotré en la cabecera de la manifestación para conseguir un buen artículo. Y otras preferí quedarme en casa.

Y si el Orgullo de Arona (Tenerife), que sólo busca una reivindicación diferente, desata la ira de algunos gays de gatillo fácil, la cosa está peor de lo esperado. 48 años después de aquellos disturbios en el bar Stonewall de Nueva York que catalizaron los derechos LGTB que hoy celebramos, bien triste es que sigamos lanzándonos los armarios a la cabeza. Y aunque ladren -luego cabalgamos-, yo pienso seguir con el empeño.

Por qué una mujer trans no puede ser juzgada por violencia de género

por Andrea Momoitio publicado en EL diario

La noticia en El Correo

Las generalidades nunca han sido buenas aliadas y, sin embargo, las leyes se construyen a partir de ellas. No puede ser de otra manera porque la realidad es poliédrica y cambiante, igual que la ciudadanía para la que se dictan normas jurídicas. El Estado de Derecho, que rara vez hace honor a su nombre, se vuelve del revés ante nuestro mundo, que es tan complejo como quienes lo habitamos.

El periódico más leído de Bizkaia, El Correo, publicaba ayer una noticia, escrita desde la mismísima transfobia, en la que se narraba la encrucijada judicial ante la que se encuentra un abogado: su clienta, una mujer trans, es acusada de haber ejercido violencia contra su expareja, también mujer. Los hechos denunciados se produjeron antes de la transición social de la acusada por lo que la denuncia fue registrada como un caso de violencia de género, que sólo incluye los delitos de violencia ejercidos en el marco de una pareja heterosexual. Esta ley, una de las grandes victorias del movimiento feminista del Estado español, pretendía, por un lado, garantizar medidas punitivas y de protección específicas y, sobre todo, el reconocimiento social de que la violencia que los hombres ejercen contra las mujeres responde a una lógica social, cultural, estructural. Los hombres agreden y asesinan más a sus parejas mujeres porque vivimos en una sociedad que permite y legitima la dominación masculina. Ahora bien, y volviendo al inicio, la realidad nos enfrenta cada día a nuevos retos.

El caso es complejo y abre distintas vías para el debate, pero hay una cuestión ineludible: la acusación de violencia no justifica que se cuestione la identidad de género de la acusada. El respeto a la identidad de género es una cuestión de Derechos Humanos. La noticia de El Correo, firmada por Marta Fdez. Vallejo, evidencia la falta de profesionalidad de muchos periodistas y de medios de comunicación, además de una falta de respeto flagrante a la identidad de género de las personas trans. La autora se refiere en todo momento a la acusada en masculino. Ya en 2013, la Federación de Asociaciones de Periodistas de España instó a rectificar a once medios que nombraron en masculino a una mujer trans víctima de violencia de género.

La ley 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas, recoge requisitos suficientes para que resulte muy poco probable que nadie se enfrente a un proceso de transición como estrategia jurídica. La noticia de El Correo señala que la acusada cumplió con los requisitos para conseguir la rectificación registral de la mención del sexo: haber recibido tratamiento hormonal durante al menos dos años “para acomodar las características físicas al sexo reclamado” (argumenta la ley), haber sido diagnosticada de disforia de género (un criterio patologizante contra el que lucha el movimiento trans), y no mostrar trastornos de personalidad que puedan influir en su deseo de transición.

Una circular de la Fiscalía del Estado español, publicada en 2011, analiza los criterios a tener en cuenta para la actuación del Ministerio Fiscal en materia de violencia contra las mujeres y reconoce a las mujeres trans como posibles víctimas de violencia de género, incluso cuando no hayan accedido a la rectificación registral, una excepción (admito que para mi sorpresa) que busca proteger a las víctimas extranjeras, excluidas por la Ley de Identidad de Género. Este documento evidencia que la ley de violencia de género obvió la existencia de mujeres trans.

El caso que nos ocupa es distinto y no parece que haya jurisprudencia. Una mujer transexual es acusada de ejercer violencia contra su pareja antes de la transición. ¿Cabe sostener que era hombre en la época en la que ejerció presuntamente violencia psicológica contra su pareja? Las vivencias trans son tan dispares como las personas que las viven: algunas personas sienten que habitaban un cuerpo que no les correspondía y otras no describen esa disociación sino una evolución en su identidad. Algunas necesitan que se garantice su derecho a la invisibilidad después del proceso de tránsito, y otras se visibilizan como activistas trans. La mujer acusada de ejercer violencia contra su pareja, según cuenta su abogado en la noticia que publica El Correo, se reconoce como tal desde el nacimiento. No es la única manera de entenderse trans, pero es la suya y, por tanto, en este caso, la única válida.

Pretender que la acusada sea juzgada como hombre, si ella nunca se ha reconocido así, pone de manifiesto la falta de reconocimiento de su identidad y favorece la preocupante distinción entre las mujeres de verdad y las otras, una categorización claramente tránsfoba y, desgraciadamente, muy presente también entre cierto sector del movimiento feminista. Lo cierto es que lo trans cuestiona muchos de nuestros planteamientos y propuestas, que se han basado tradicionalmente en la búsqueda de políticas públicas y propuestas que tratan de subsanar las desigualdades entre hombres y mujeres cisgénero. La sociedad sigue siendo, al menos en los aspectos formales, binaria y simple; pero la ciudadanía es mucho más cambiante y heterogénea que las leyes. La noticia, si pone algo de manifiesto, es también la lentitud de un sistema judicial que siempre es impuntual.

Por otro lado, descartar que se juzgue a una persona que nunca fue hombre por un delito de violencia de género no implica absolverla. Con el Código Penal en la mano, el artículo 153 reconoce como un delito específico cuando la víctima es “su esposa” o una mujer con la que tenga “una análoga relación de afectividad aun sin convivencia. Esta conclusión abre, en todo caso, el debate sobre si la violencia entre parejas del mismo sexo debería tener también un tratamiento específico.

La Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, aprobada en 2004, ha servido para concienciar a la sociedad de la raíz estructural de las violencias machistas en el ámbito de la pareja heterosexual. A nivel formal, lo logramos, pero el número de asesinadas no cesa. La urgencia por evitar que nos sigan matando, sin embargo, no puede evitar que sigamos avanzando para construir leyes y contextos políticos que reconozcan la diversidad de nuestras sociedades pero, sobre todo, esa urgencia no pueden fomentar los discursos de odio contra las personas trans. El titular de la noticia que ha suscitado este análisis decía que “Un acusado de violencia de género se cambia de sexo durante el proceso judicial”. Ese titular sí que es de juzgado. De juzgado de guardia.

Ni Cassandra…

EMILIA LANDALUCE

Durante la Revolución Cultural en China (1966-1976), muchos hijos les pusieron las orejas de burro a sus padres. A algunos, por ejemplo, les obligaban a pasar horas de rodillas sobre cristales rotos; a otros, les paseaban por las calles o les descoyuntaban con el avión.

Ahora, gran parte de esos estudiantes son hombres capitalistas que tratan de olvidar (y sabiamente, nadie habla de ello aunque no falten libros de Historia para recordarlo) la humillación a la que un día sometieron a sus mayores. Por cierto, Mao también se murió en la cama. Es difícil decir exactamente el punto en el que comienza la deriva hacia la barbarie.

Hasta hace relativamente poco, lo políticamente correcto (o PC, como abrevian ya en EEUU) había sido un marco de convivencia formidable. Esencialmente porque implicaba un consenso bastante lógico y mayoritario. Por ejemplo: matar está mal; desobedecer las leyes, también. Ahora incluso eso se cuestiona, por lo que no es de extrañar que también muchos desconfíen de esas nuevas realidades (aunque no lo sean tanto) que incluye lo PC. Ya en 1993, Camille Paglia alertaba de la «guardia roja», y no por militancia menstrual, en la que se estaba transformado el feminismo. «Lo que frecuentemente llaman patriarcado suele ser a veces civilización, un sistema diseñado por hombres pero que ahora también pertenece a las mujeres».

Muchas se sienten hoy ajenas al feminismo. Quizás porque la última tendencia consiste en transformarlo en una teoría del deseo o en un debate de identidades afectivas que traiciona al internacionalismo (en algunos países nacer mujer es un infierno) y a la defensa de la libertad que siempre ha caracterizado al movimiento.

Algo análogo pasa con otro tipo de sensibilidades y, al igual que el cainismo, no es un problema exclusivo de España. Es taan fácil que te llamen facha [o tránsfobo].

Lo malo de las guardias rojas o pardas es que suelen obligar a la mayoría razonable a ponerse del lado de los energúmenos. Ni Cassandra ni Arsuaga merecen tanta atención. Sí, las orejas de burro.

Oídos sordos

Así que no queda sino navegar la contradicción, recordando que la ley es solo el último recurso

Autobús de HazteOir en el Parking de Arjona en la carretera Coslada Vicalvaro. © VÍCTOR SAÍNZ

Una sociedad que escoge la libertad como principio rector expone a sus miembros a cosas que no les gustará ver. Es inevitable, porque dicha elección implica aceptar que todo consenso es parcial y temporal. A veces, ciertas posturas llegan a poner a prueba los límites del sistema. Puede ser en Twitter, en la portada de una revista satírica, en la letra de una canción, o en un autobús que circula por nuestra ciudad.

Hay dos maneras extremas de enfrentar estas situaciones. La primera es prohibir los mensajes que ofendan a una persona, institución o grupo, al considerar que rompen las normas de libre convivencia. El problema de esta aproximación es que abre la puerta a que los ofendidos se aprovechen para eliminar aquellas ideas con las que, sencillamente, no comulgan.

Para evitarlo es posible optar por la solución opuesta, de apertura completa. Pero no resulta práctico permitir la circulación de mensajes que articulan o planean una acción directa contra la libertad. Así que la posición intermedia en la que solemos recaer los espíritus cautos es la de una limitación moderada, circunscrita a los discursos que llamen a la violencia.

Pero ni siquiera esa es zona segura, pues los incitadores del odio emplearán discursos sutiles, y tras el ataque argumentarán que se enfrentan a una caza de brujas. Funciona: en EE UU, la lucha contra lo “políticamente correcto” se ha convertido en un polo de atracción para ideas excluyentes. En Holanda, el apoyo a Wilders se incrementó después de que fuese condenado por ciertas declaraciones xenófobas.

Así que no queda sino navegar la contradicción, recordando que la ley es solo el último recurso. Antes hay otros, más efectivos. La fuerza de la evidencia combinada con un relato ideológico en positivo y atractivo funciona, por ejemplo, cuando el tema en cuestión es poco conocido para la mayoría de la población. Y sí, la transexualidad en la infancia cumple tal requisito. Hay espacio para hilvanar un debate civilizado y, al mismo tiempo, libre. Que se enriquecerá si tiramos del penúltimo recurso, que nos brinda el refranero español: a palabras necias, oídos sordos. @jorgegalindo

Pene y vulva en Beirut

A Líbano, desde donde transmitimos este cable, llega con urgencia la última polémica española. Según los datos de que disponemos, un juzgado de Madrid habría prohibido la circulación de un autobús rotulado con esta advertencia: “Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen”. Sospechamos que semejante autobús circularía por Beirut cosechando la más perfecta indiferencia, pues los árabes son desde Averroes muy aficionados a la lógica y no encontrarían en la tradicional descripción de los atributos sexuales de nuestra especie otro argumento que el de la más tediosa tautología. Sin embargo en España, donde la presencia árabe queda cada vez más lejana en el tiempo, el autobús ha levantado una polvareda considerable, a caballo entre el delito de odio y la lección de anatomía.

Partiendo del tenor literal de la publicidad busera, el escrito del juez no infiere racionalmente el público fomento de odio, discriminación, hostilidad o violencia alguna, ni en forma directa ni indirecta, pero en cambio sí aprecia menosprecio de las personas transexuales, razón que justifica sobradamente su veto. Técnicamente se trata por tanto de un autobús transfóbico, si esto no es llevar muy lejos la figura retórica de la personificación o prosopopeya.

No puede decirse que la noticia haya sido recibida en Beirut con alguna consternación, pues el grito en el cielo es oficio que aquí se reserva a los muecines. No se nos ocurriría imputar a los libaneses insensibilidad LGTB: aquí a nadie se le juzga por su aspecto, quizá porque para juzgar se necesita energía, tiempo libre o ambas cosas. Hay mujeres cubiertas de pies a cabeza por un tela negra y las hay también que visten a la última moda occidental y lanzan turbadoras miradas desde unos ojos grandes de gato invicto. Beirut es una ciudad donde el escombro se toca con el lujo, la parroquia con la mezquita, los palestinos con los israelíes, los chiítas con los maronitas y 15 años de salvaje guerra civil con la nueva fiebre del pelotazo moro, algo como un Puerto Banús con minaretes. En Beirut, ciertamente, hay que forzar la naturaleza de las cosas para llamar un poco la atención, y eso no se consigue atribuyendo pene a los niños y vulva a las niñas. Ni siquiera estoy seguro de que les impresionara mucho invertir tales atribuciones. Aquí los vecinos han pasado de matarse a tiros a agasajar turistas deseosos de comida especiada y vida nocturna. Barrios de boutiques prohibitivas colindan con esqueletos de cemento que enseñan aún en pie las cicatrices de la metralla. Hay intocables y hay nuevos ricos. Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que encontrar clase media en el Líbano, un país del tamaño de Asturias donde por si fuera poco se acaban de establecer millón y medio de refugiados sirios. Sospechamos que el presidente Hariri tiene en estos momentos suficientes distracciones como para ponerse a testar el grado de menosprecio transfóbico de su atribulada nación.

Una estancia en Líbano es una invitación a reflexionar sobre la desigualdad, que sí es un problema real. También a reírse de nuestra admirable España, de sus absurdos soponcios de país pijo que necesita rasgarse las vestiduras de vez en cuando porque languidece de paz y prosperidad desde hace mucho, gracias a Dios. O a Alá.

El ‘odiobús’

Por eso es tan gran noticia que la justicia les haya parado las pezuñas

Autobús de la organización ultracatólica Hazteoir retenido en un aparcamiento de la localidad madrileña de Coslada. © VÍCTOR SAÍNZ

La he visto cambiar de verano en verano, alegrándole la vista al prójimo retozando en la piscina de su barrio. Una criatura llena de gracia y de esa elegancia de dentro afuera que no se vende en las tiendas. La vi de bebé, ricitos de oro, el pañal abultándole el culete bajo el biquini. La vi de niña chicazo, melenita de paje, culotes de colorines y tetillas al aire. La vi de adolescente rebelde con causas, rapado salvaje, calzones largos y banda a presión aplanándole las mamas, dándose unos lotazos de órdago con la novieta de turno. La veo hoy adulta, ser bellísimo vestido como le da la gana, y aún no sé si es o quiere ser chico o chica ni me importa. Porque es ella. O él. O ello. Una persona singular. Única. Como todas. He visto ese cuento de puertas afuera, sí. A saber lo que habrá sufrido ese cuerpo y esa mente y esa casa con esos cambios. Pero también he visto a mujeres con nuez tamaño kiwi y pene de regular calibre enterrado entre las nalgas. Y a hombres con toda la barba, pechos de la 120 tatuados al tórax y ovarios de dos yemas. A todos les he visto, y escuchado. Y son tan mujeres y hombres como Eva y Adán y viceversa.

Estábamos ya en estas cuando sale a la calle un autobús fletado por unos posesos de la verdad absoluta sentenciando que si naces hombre, hombre mueres, y si naces mujer, lo serás por los siglos de los siglos y los demás no existen. Porque lo dicen ellos. Puede que, ojalá, sean estos los últimos bramidos de una especie que ve cómo su mundo se les va de las garras. Pero, mientras, aterrorizan al diferente ninguneándolo. Por eso es tan gran noticia que la justicia les haya parado las pezuñas. Tolerancia cero contra la intolerancia. A veces, en mi infinita sabiduría, colijo que si su Dios misericordioso les mandara un hijo con vagina o una hija con dos cojones, perdón, testículos, sabrían de lo que hablan. Pero luego reculo. Quizá le negaran su naturaleza. Y eso no se lo deseo a nadie.

Hazte Oír y hazte aliado de Jorge Fernández Díaz

El exministro del Interior declaró a este grupo ultracatólico de utilidad pública por su “interés general”

Miembros de Hazte Oír se concentran este miércoles en Cibeles para defender su autobús. JAVIER TORMO EFE

BERNA GONZÁLEZ HARBOUR

Los políticos pueden decir misa, pero la verdadera impronta de sus decisiones está en el Boletín Oficial del Estado. El del 24 de mayo de 2013 recoge la declaración por parte del Ministerio del Interior de la organización Hazte Oír como “asociación de utilidad pública”. Para ello, el entonces ministro Jorge Fernández Díaz consideró que promueve “el interés general”.

¿Hemos dicho interés general?

La organización Hazte Oír ha puesto a circular un autobús con un mensaje que agrede a una minoría, la de unos niños con una identidad diferente a la de su cuerpo, como antes ha hecho feroces campañas contra el aborto y la educación sexual en los colegios. El fiscal superior de la Comunidad de Madrid ha abierto diligencias para investigarlo por posible delito de odio y hasta el presidente de la Conferencia Episcopal, Ricardo Blázquez, que es quien de verdad dice misa, también lo ha condenado.

El debate se ha situado inmediatamente en un territorio que puede ser estimulante y rico para una sociedad que cambia y que incorpora nuevos derechos y reconocimientos a realidades que antes vivían en sombras tenebrosas: ¿Es libertad de expresión lo que hace Hazte Oír o es incitación al odio? La presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, declaró ayer en la sede de EL PAÍS que “la libertad de expresión tiene sus límites en las leyes”.

Vayamos por un momento a otro escenario: el presidente Trump ha revocadouna norma de Obama que permitía a los niños el acceso a vestuarios y baños del género con el que se identificaran, lo que en su momento (2016) fue considerado un avance en los derechos de la comunidad LGTB. Desandar el camino avanzado no cambia nada para la gran mayoría de la gente, pero sí entorpece la de una minoría que hoy se ve obligada a dar un paso atrás. Es por ello un acto de simbolismo cruel.

Hay una escena de Posguerra, el gran libro de Tony Judt, que narra cómo los alemanes miraban hacia atrás, se tapaban los ojos y se reían cuando les ponían imágenes de los campos de exterminio años después del nazismo. Tardaron mucho en querer ver. Y ese fragmento del libro nos coloca ante la evidencia de que empatizar con las minorías es el primer paso para comprender, para rectificar, para legislar y para avanzar.

Cuando las autoridades o agentes sociales son inmunes a los sufrimientos de las minorías, como está ocurriendo con los refugiados sirios (Europa), cuando desandan el camino avanzado en contra de esas minorías (Trump) o fletan un autobús que niega la identidad sexual de una minoría (Hazte Oír) están pecando de un mismo defecto, sea delito o no lo sea: falta de empatía y generosidad. Que además el Gobierno considere a esta organización de utilidad pública por su “interés general” es agotador. Por una vez, hagan caso a Blázquez y respeten a esos niños. Eso sí es de interés general.

El autobús transfóbico

ULISES CULEBRO

RAÚL DEL POZO

Los neoconservadores han tomado el poder y ahora se apoderarán del lenguaje. Vuelven Lynch, el KKK y los generales pentagonales. Desde que eligieron al bisonte imperial, la política es un reality show; The New York Times, el enemigo; y el Papa Francisco, el hereje.

Se levanta la voz contra el niño de Federico García Lorca, que escribía nombre de niña en su almohada, y contra el muchacho que se viste de novia en la oscuridad del ropero. Los perseguidos han vuelto al armario. Los gais y la causa de las mujeres están tan amenazados como el hielo de los polos. Ellas, según los autores de la Enciclopedia, eran tratadas como imbéciles, cargadas con un niño que les cuelga de los pezones y pasaban la vida escuchando al padre, a la madre, al marido: “Hija mía, ten cuidado con tu hoja de parra”. Virginia Woolf las vio así: “Las mujeres han vivido todos estos siglos como esposas, con el poder mágico y delicioso de reflejar la figura del hombre, el doble de su estatura”. Ese canon occidental de los Derechos Humanos está pasado de moda.

“El feminismo es cáncer”, ha dicho Milo Yiannopoulos, que se considera un líder de la nueva libertad de expresión, defiende la primacía blanca y llama “Papi” a Trump. En España, el autobús de Hazte Oír, llamado “autobús transfóbico“, circula con las siguientes palabras en la carrocería: “Los niños tienen pene, las niñas tienen vulva. Que no te engañen. Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás siendo mujer”. La asociación ultraconservadora que ha lanzado el mensaje está en la onda, promueve nuevos valores, lucha contra la dictadura progre que relega a los heterosexuales a ciudadanos de segunda, se subleva contra el aborto y contra el matrimonio homosexual. El autobús fue detenido o bloqueado por orden de no se sabe quién y espera la decisión del juez. Empiezan a surgir en España movimientos ultracatólicos que consideran heresiarca y papa negro a Francisco. Pero este Pontífice pidió disculpas a los homosexuales por la forma cruel con la que han sido tratados por los curas y porque la Iglesia haya permitido que fueran perseguidos.

Lo que ahora parece bárbaro será vanguardia, porque se ha iniciado una guerra mundial contra lo que llaman el integrismo del pensamiento débil, esa inquisición blanda y posmoderna que se había apoderado del mundo. El buenismo, el ecologismo, el feminismo, el socorro socialdemócrata, la Sodoma de la tolerancia están acorralados. Quizás el ajuste de cuentas con lo políticamente correcto tuvo su apoteosis en la victoria de Trump y la venganza surgió, entre otros momentos, en el instante en el que Hillary Clinton dijo: “La mitad de los seguidores de Trump se podría meter en lo que yo llamo ‘la cesta de los deplorables’, ¿verdad? Los racistas, sexistas, homófobos, xenófobos e islamófobos”. Los que estaban metidos en la cesta de las serpientes salieron a votar y probaron que la fiesta del flower power se había acabado y también los serafines de Allen Ginsberg, que se dejaban follar por santos motociclistas.

EL FRENTE TRANS

Hay niñas con pene y niños con vagina». ¡Ya estamos! –pensé yo la primera vez que vi la campaña de Chryasllis Euskal Herria, hace un par de semanas– ¡Otra vez las dualidades absolutas de siempre, esas que inexorablemente aparecen cuando te topas con el activismo trans! (salvo unas pocas excepciones, que las hay).

Que si hombre/mujer, que si pene/vagina, que si cis/trans, que si homo/hetero… Me dije que debería escribir algo al respecto, pero confieso que me pudo la pereza; eso sí, mentalmente repasé todos los argumentos clásicos en estos debates: que las personas no se dividen en compartimentos estancos, que las identidades de cada persona son variables en el tiempo, que si… Que puedes hacer una lista de dos, diez, cien, mil o diez mil características físicas de un cuerpo humano; que puedes clasificar a toda la Humanidad según estas características, y que así podrás formar miles de grupos de personas; y que si a uno de estos grupos le das poder sobre los otros (por ejemplo, al grupo de personas con el ombligo alargado de arriba abajo frente a las demás tipologías de ombligos), automáticamente y en muy poco tiempo aparecerán identidades ligadas a estos rasgos físicos y, con ellas, las relaciones de poder dentro del grupo e intergrupos. Que el hecho de separar a los seres humanos en dos grupos estancos y establecer una relación de poder entre ellos, es un hecho político y no natural, que responde a la necesidad del sistema de perpetuarse a sí mismo, ya que las personas de uno de estos dos grupos tienen necesidad de relacionarse con las del otro, pero los mecanismos para establecer estas relaciones vienen determinados por el sistema, y están controlados por este (he ahí la fuente de su poder). Y, en definitiva, que desde el activismo de liberación sexual debemos dedicar todos nuestros esfuerzos a destruir el sistema de géneros, y no en adaptarnos a él. Nuestra función es ser insumisos del género, ser disidentes sexuales en esta sociedad. Lo de siempre, sin sorpresas: el consabido debate de la identidad.

En estas estaba –o, de hecho, lo tenía ya bastante olvidado por el transcurso de uno o dos días– cuando empecé a ser consciente de la respuesta que esta campaña estaba teniendo entre la población. Reconozco que la enorme agresividad que ha suscitado en su contra me ha sorprendido y conmocionado, y me ha obligado a mirar a mi alrededor. Leía los comentarios a la noticia en los periódicos y no me los podía creer: ¡cuánto odio hacia unos niños! El que Facebook censurara las imágenes entraba dentro de lo esperado, al fin de cuentas son americanos y sabemos lo gilipollas que son para estos temas (no deja de resultar divertido que censuren un dibujo y no les importe el mensaje), y que el cristofascismo hiciera ladrar a sus huestes nacional-católicas tampoco puede sorprender a nadie, a fin de cuentas ahí tienen a sus obispos, sus medios de comunicación, su financiación estatal…, pero que en nuestras ciudades vascas los carteles hayan sido atacados y destruidos no me lo esperaba, sinceramente. Yo creo que de todo, esto es lo que más me ha dolido, porque lo ha hecho gente de nuestro alrededor, personas con las que te cruzas por la calle a diario. ¿Cómo puede herirlas tanto el hecho de recordarles que todavía hay niñas y niños que sufren por nuestro comportamiento, y que ese sufrimiento es fácil de evitar, hasta el punto de obligarlas a reaccionar de un modo tan violento? ¿Qué comportamiento puedes esperar de estas personas si se encuentran con una niña o un niño en estas circunstancias?

Como militante de Ehgam y activista gay que he sido a lo largo de las últimas décadas, soy capaz de reconocer que el frente de nuestra lucha se ha desplazado desde los derechos de gays y lesbianas a los de las personas transexuales. Hace unos 10 años participamos como Ehgam, junto a otros grupos de Euskal Herria, en el inicio en nuestra tierra de la lucha por la despatologización de la transexualidad, en el movimiento que se llamó Stop Trans-Patologización 2012 (entonces hablábamos de que «disforia es homofobia»), pero incluso esas campañas no recibieron una respuesta tan hostil como esta última de Chrysallis EH. Las causas son varias: sin duda, la crisis ha derechizado nuestra sociedad; los reaccionarios se han repuesto ya del shock inicial que les produjo la aprobación de la ley de matrimonio de personas del mismo sexo, y ahora están organizados y activados; el movimiento de liberación sexual está más débil de lo que ha estado nunca en las últimas décadas; poner en duda el género supone un ataque mucho más intenso contra el sistema heteropatriarcal que aceptar la homosexualidad masculina (en relación con esta idea habría que estudiar, en primer lugar, cómo y por qué ha prácticamente desaparecido del imaginario popular la imagen del mariquita plumero, parece como si la aceptación social de la homosexualidad masculina se haya hecho asegurando que esta no pone en jaque los roles de género, y después por qué razón la homosexualidad femenina ni está, ni se la espera). Y por último está el tema de que la campaña de Chrysallis EH va dirigida a niñas y niños, ya que los creyentes se considera los únicos con derecho –divino– a moldear las mentes infantiles a sus intereses.

Sé que aún nos quedan muchos frentes por abrir, y muchas batallas por ganar, porque somos muy ambiciosos con la Humanidad que soñamos, pero hoy la que nos toca afrontar es esta, y la están librando con arrojo y valentía desde Chrysallis y otras organizaciones afines. Y yo, con mis discrepancias ideológicas a cuestas, quiero decir aquí y ahora que me siento muy orgulloso de todas ellas y de todos ellos, y feliz de ser una pequeña parte de ese movimiento de resistencia sexual.

JAIME MENDIA
EHGAM

UNA «FLAPPER» EN ALPARGATAS

ITZIAR ZIGA
ACTIVISTA FEMINISTA

“Sin duda las vascas, poniéndonos los pantalones para conquistar la equidad, hemos sido sobresalientes. Lograda la autoridad, nos falta la liberación de la puta.

A mi amona Susana le perdía tanto bailar que saltaba por la ventana las noches de verbena en Izkue. Era como una flapper en alpargatas, locos años veinte. Nunca le avergonzó encabritarse con la música en la plaza, pero arrastraba ese pudor de no parecer ante nadie una buscona. Su noche de bodas en una pensión de la parte vieja de Donostia, que para ella debió ser como estrenar el Taj Mahal, no se atrevió a ponerse el camisón que le habían cosido a medida, se sintió muy descocada. Es uno de mis tesoros: color hueso, hasta los tobillos, holgado para lo flaca que era ella, con un encaje que cubre los hombros y se adentra en el escote sin trasparentar nada y sus iniciales bordadas, ¡cómo si fuera a perdérsele en una orgía de recién casadas! No hay fiesta en mi casa en que no le demos al camisón el desmadre que se merece y que mi amona deseó en el siglo equivocado.

A las mujeres nos ha costado horrores, a menudo estéticos, llegar a vestir como queramos. La modernidad y el catolicismo extendió para todas nosotras las obligaciones de la mujer del Cesar: no solo hay que ser, hay que parecer. Así cargamos con la hipocresía de la aristocracia sin ostentar ninguno de sus privilegios. Sobre todo, no hay que parecer un hombre ni una puta, porque ni la potestad de los hombres ni la libertad de las putas jamás deben contagiarse a las buenas mujeres. ¡Error de cálculo, patriarcado, parece que no nos quedamos eternamente complacidas en la feminidad subalterna! Trataste de convencernos de que éramos tontas y solo te lo creíste tú.

Sin duda las vascas, poniéndonos los pantalones para conquistar la equidad, hemos sido sobresalientes. Lograda la autoridad, nos falta la liberación de la puta. No solo a nosotras. Últimamente escucho confundir sexismo con sexo y diviso antorchas que ya no queman pero duelen contra mujeres libres que bailan (desnudas, vaporosas, cubiertas de lentejuelas y embutidas en licra) alrededor del fuego. El traje de puta tiene la disparatada capacidad de ser interpretado a la vez como prohibido y autoimpuesto, audaz y sumiso, superado e imposible. Abrazar a la puta es nuestra última batalla contra la misoginia, el camisón de mi amona sigue electrizado. Porque siempre sonará una jota, una copla, incluso un charlestón, que nos arrastre dichosas a la verbena, al akelarre eterno. Y vuelven los locos años veinte, nunca se fueron.