Si no puedes con tu enemigo, vístete como él. Y así lo hicieron para poder desarrollar su vocación, cumplir su sueño, luchar por una causa o realizarse con un trabajo que les habían prohibido ejercer. Célebres médicos, arqueólogos, conseguidores, soldados, pintores, independentistas, marinos, escritores, abogados, universitarios o botánicos fueron mujeres enfundadas en ropas o uniformes masculinos. Hasta se habló de un papa que en realidad era papisa, aunque la historia ha archivado el sexo de Benedicto III en la categoría de la leyenda, surtida de anécdotas vaticanas de inspiración testicular que tocaremos más adelante.
Como las facultades españolas eran un coto poblado por fauna exclusivamente varonil, la ferrolana Concepción Arenal se disfrazó de hombre a mediados del XIX para asistir como oyente a las clases de Derecho de la Universidad Central de Madrid. A la vuelta de la esquina, en la calle del Pez con San Bernardo, la estatua de una joven estudiante homenajea hoy a la penalista gallega, quien luchó por la mejora de las condiciones de vida de los presos. “Odia el delito y compadece al delincuente”, defendía la escritora, a quien dio vida Blanca Portillo en el telefilme de Laura Mañá Concepción Arenal, la visitadora de cárceles.
Arenal entró por primera vez en el germen de la actual Universidad Complutense a los veintiún años, aunque pronto sería descubierta. De poco le serviría el camuflaje de la levita, el sombrero de copa y la capa, aunque sus esfuerzos por estudiar Derecho al margen de la ley le permitieron seguir recibiendo las enseñanzas ¡escoltada por un hombre! “Acompañada por un familiar, doña Concepción se presentaba en la puerta del claustro, donde era recogida por un bedel que la trasladaba a un cuarto en el que se mantenía sola hasta que el profesor de la materia que iba a impartirse la recogía para las clases”, escribe Amelia Valcárcel en Feminismo en un mundo global (Cátedra).
Hubo mujeres que se vistieron toda su vida como hombres y no fueron descubiertas hasta su muerte. James Miranda Stuart Barry —quizás Margaret Ann Bulkley en la pila bautismal— se hizo pasar por un varón para estudiar Medicina en la Universidad de Edimburgo y ejercer como cirujano del ejército británico en las colonias. Durante 46 años, mejoró las condiciones sanitarias de sus pacientes y practicó una cesárea en la que madre e hijo lograron sobrevivir, según la revista New Scientist. Fallecida de disentería en 1865, una limpiadora que la amortajaba vio sus genitales, pero guardó el secreto y fue enterrada en el cementerio londinense de Kensal Green bajo el nombre de James Barry.
Lo mismo hizo Henriette Faver, que acortó su nombre para estudiar cirugía en París y atender al ejército de Napoleón en su incursión rusa. Instalada en Cuba, se casó con una joven tísica, quien terminó pidiendo la anulación del matrimonio en 1833. Encarcelada, fue sometida a la fuerza a un examen médico para determinar su sexo, a pesar de que previamente había confesado para evitar la humillación. Condenada a diez años en Santiago, apeló al tribunal de Puerto Príncipe, que rebajó la pena a cuatro. El historiador Emilio Roig de Leuchsenring transcribe en Médicos y medicina en Cuba el diálogo entre su abogado defensor y el fiscal:
– Enriqueta Faber no es una criminal. La sociedad es más culpable que ella, desde el momento en que ha negado a las mujeres los derechos civiles y políticos, convirtiéndolas en muebles para los placeres de los hombres. Mi patrocinada obró cuerdamente al vestirse con el traje masculino, no sólo porque las leyes no lo prohíben, sino porque pareciendo hombre podía estudiar, trabajar y tener libertad de acción, en todos los sentidos, para la ejecución de las buenas obras. ¿Qué criminal es ésta que ama y respeta a sus padres, que sigue a su marido por entre los cañonazos de las grandes batallas, que cura a los heridos, recoge y educa a los negros desamparados y se casa nada más que para darle sosiego a una infeliz huérfana enferma? Ella, aunque mujer, no quería aspirar al triste y cómodo recurso de la prostitución…
– Debe de ser una santa —replicó el fiscal.
– O mejor una víctima —concluyó el defensor de la primera mujer que ejerció la medicina en Cuba.
El general Robles
A las armas también fue la periodista inglesa Dorothy Lawrence. Había intentado cubrir la Primera Guerra Mundial enrolada en el Destacamento de Ayuda Voluntaria, si bien su solicitud fue rechazada. Luego se plantó en Francia para empotrarse como corresponsal en el ejército británico, pero fue detenida por la policía gala y obligada a abandonar el país. Dorothy se hizo con un uniforme, se cortó el pelo, ciñó sus pechos, aprendió a desfilar y falsificó la documentación para hacerse pasar por el soldado raso Denis Smith.
Tenía diecinueve años cuando pedaleaba hacia el frente de batalla. Camino de Somme, se encontró con un minero inglés que le echó una mano y le recomendó que se refugiase por las noches en una cabaña. En su libro Sapper Dorothy Lawrence: the only English woman soldier, publicado en 1919 pese a las amenazas de las autoridades militares, asegura que su nuevo amigo le procuró un puesto en la 179 Compañía Tuneladora. Sin embargo, la inteligencia militar matizó después que no había trabajado como zapadora, aunque reconoció que había sufrido los rigores de las trincheras.
Las durísimas condiciones afectaron a su salud y, ante el temor de ser descubierta y de que los soldados que la habían ayudado sufriesen represalias, se entregó al mando. Fue interrogada como si se tratase de una espía, hecha prisionera de guerra y enviada a Inglaterra, donde intentó infructuosamente publicar reportajes sobre la contienda, explica Jennifer Newby en el libro Women’s Lives. Seis años después de su experiencia en el campo de batalla, reveló que un sacristán había abusado de ella cuando era adolescente y fue encerrada en un psiquiátrico.
Otras mujeres, en cambio, fueron honradas por su país a su muerte. Es el caso de Brita Nilsdotter, quien en 1788 siguió los pasos de su marido y luchó en la guerra ruso-sueca. Logró encontrarlo, aunque luego resultó herida y recibió una pensión vitalicia y una medalla al valor, así como un funeral militar.
Tampoco abandonó a su esposo en el fragor de la batalla Malinda Blalock, quien se alistó como Samuel en la guerra de Secesión, en la que también participaron la estadounidense Jennie Irene Hodgers —que desempeñaría otros oficios propios de hombres y sería enterrada con uniforme militar— y la canadiense Sarah Emma Edmonds, autora de The Female Spy of the Union Army. La periodista y arqueóloga Jane Dieulafoy hizo lo propio con su marido durante la guerra franco-prusiana, si bien siguió llevando el pelo corto y usando prendas masculinas en sus viajes a países musulmanes. A su regreso de Oriente Próximo, las autoridades francesas hicieron una excepción con ella, ignoraron la ley y le concedieron un permission de travestissement para pasearse a sus anchas por París.
Alfonsina Strada
Aunque la militar que recibiría mayores honores sería Amelia Robles, protagonista de la revolución mexicana, considerada la primera persona transgénero de su país. Gabriela Cano esboza su figura en el libro Género, poder y política en el México posrevolucionario, donde explica que el general Robles simboliza la trasgresión de la identidad socialmente asignada, pues siguió siendo hombre tras la rebelión zapatista, compartió su vida con una mujer y adoptó a una niña.
“Ponerse un uniforme, además de ponerte a tono con la guerra, facilita la transición de un rol a otro”, escribe Anthony Powell en Faces in My Time. Las hombreras, según él, confieren “anonimato” a su portador, de modo que el hábito —más allá del sexo— hace al soldado. Alison Lurie, autora de El lenguaje de la moda, abunda en la idea: “El uniforme identifica a quien lo lleva como miembro de un grupo y a menudo lo ubica dentro de la jerarquía”. No es una visión exclusiva del soldado, piensen en un médico o en un bombero. “Ponerse la ropa de otro es asumir simbólicamente su personalidad”, concluye Lurie. Y, en ocasiones, su sexo.
La nómina de mujeres que se vistieron de hombres para guerrear es extensa, desde la garibaldina Antonia Marinello hasta la independentista cubana Martina Pierra de Agüero. Otros trajes, en cambio, no ayudan a pasar desapercibido. La costurera Alfonsina Strada difícilmente parecía un hombre embutida en el maillot, pero en 1917 logró correr el Giro de Lombardía porque el reglamento no especificaba nada al respecto. Siete años después, se convirtió en la única mujer en disputar una gran vuelta: aunque no coló el nombre con el que se inscribió —fácil: Alfonsin Strada—, los organizadores del Giro de Italia le permitieron su participación porque estaban ávidos de publicidad después de que las estrellas de la época se negasen a tomar la salida por culpa de las condiciones económicas. Volvió a presentarse al año siguiente, pero no tuvo tanta suerte. Lo cuenta Martiño Suárez en Vestiario do Bestiario, aunque tienen más a mano este reportaje de Marcos Pereda.
Marcela y Elisa, retratadas por José Sellie
Algunas de las hazañas de estas mujeres ya fueron reconocidas en su día, si bien el lenguaje usado por la prensa de la época no era del todo políticamente correcto. La primera boda gay por la iglesia, protagonizada por Marcela y Elisa en 1901, fue considerada por El Suceso Ilustrado como un Matrimonio sin hombre. En vez de poner énfasis en que jamás hasta entonces se habían casado dos mujeres, el titular incidía en la ausencia del varón y, de paso, invisibilizaba a Elisa, quien había adoptado la identidad de Mario Sánchez para poder consumar legalmente su amor con Marcela. Cuando fueron descubiertas, las maestras coruñesas tuvieron que huir a Portugal y, luego, a Buenos Aires. El investigador Narciso de Gabriel, autor de Elisa y Marcela. Más allá de los hombres, especula sobre el trágico destino de Mario: pudo quitarse la vida en el puerto de Veracruz o fallecer de un cáncer terminal en la capital argentina.
Otras publicaciones, como Alrededor del Mundo, también pecan de un lenguaje machista y heterocentrista, de modo que se le atribuyen a las mujeres los rasgos, cualidades, virtudes y defectos propios de un hombre —mejor dicho, del hombre que dictaban las convenciones sociales de la época—. O sea, lo que hoy ha venido a llamarse periodismo cipotudo. No importa que la protagonista sea heterosexual, lesbiana o transgénero, pues todo se limita a una fémina disfrazada o a una marimacho que trae de cabeza a las jovencitas. Sobre el operario Tony Leesa, en un reportaje publicado en 1901: “Trabajaba en una gran fábrica de Jonkers, donde traía revueltas y enamoradas de ella, creyéndole él, a todas las operarias, hasta que un día sucumbió ella también al amor, y habiéndose enamorado de un hombre volvió a vestirse como mujer, y se casó con él con gran sorpresa y desesperación de los centenares de enamoradas que la Tony tenía”.
El mismo texto se hace eco del conseguidor demócrata Murray Hall, quien comenzó como buscador de oro en California y terminó como propietario de una agencia de colocaciones y de una agencia de apuestas mutuas en Nueva York. Un prenda: “No sólo era un gran muñidor electoral, sino que hacía todas las cosas de los hombres: fumaba, mascaba tabaco, bebía, juraba como un carretero, bailaba y corría como los hombres; conocía el boxeo y reñía con frecuencia, y hasta buscaba quimeras cuando la molestaban”.
Alrededor del mundo lo acusa de “conquistar a una muchacha muy bonita y de muy buena familia, haciéndole creer que era inmensamente rico”. También de tener una doble vida, lo que le llevaba a enviar periódicamente remesas a una mujer con la que se había casado en primeras nupcias. La segunda murió “créese de tristeza”, supuestamente causada por los quebraderos de cabeza que le proporcionaba“tan extraño individuo o individua”. Según la revista ilustrada fundada por Manuel Alhama Monte, “el dominio de Murray Hall sobre su mujer era tan absoluto que se apoderó por completo de la fortuna de ella”.
La anarquista Luisa Capetillo, en la prensa de la época
No vamos a extendernos aquí en las mujeres que vistieron su firma de hombre, desde Fernán Caballero hasta Víctor Catalá, aunque algunas escritoras también usaron ropas masculinas para moverse con libertad y acceder a rincones vetados. Es el caso de George Sand o de Flora Tristán, quien no dudó en recurrir a la indumentaria masculina para denunciar la explotación de los obreros ingleses o la “atroz esclavitud” de las mujeres, cimentada por las leyes y los prejuicios.
En Paseos en Londres, publicado en 1839, la autora francesa critica que le prohíban la entrada a la Cámara de los Comunes, lo que aumenta su deseo de acceder al Parlamento valiéndose de la ayuda de un diputado tory: “Le propuse, como cosa muy natural, que me prestara traje de hombre y que me llevara con él a la sesión. ¡Mi proposición hizo sobre él el efecto que hacía, en otro tiempo, el agua bendita sobre el demonio! ¡Prestar los vestidos de hombre a una mujer para introducirla en el santuario del poder masculino! ¡Oh qué abominable escándalo, qué desvergüenza, qué horrible blasfemia!”.
Tras pedir ayuda a varias embajadas, al final consiguió entrar vestida con un traje turco que le facilitó un “personaje eminente venido a Londres en misión”. Inmune a los chascarrillos y las mofas de los parlamentarios —al contrario que los comunes, considera a los lores “verdaderos gentlemen, indulgentes con el capricho de las damas y haciendo un asunto de honor el respetarlas”—, Tristán pone a caldo la forma y el fondo de la alta política. “Salí de las dos Cámaras muy poco confortada por el espectáculo que ellas me habían presentado y, muy ciertamente, más escandalizada de los hábitos de los señores de las Cámaras que lo que ellos lo habían sido de mi vestido”.
En fin, algunas mujeres se vistieron como hombres para poder desempeñar un oficio, como la botánica Jeanne Baret, la primera mujer que dio la vuelta al mundo en barco allá por 1766; y otras, para transgredir y subvertir los roles de género, como Luisa Capetillo, libertaria portorriqueña que organizó huelgas, defendió el sufragismo, luchó por la liberación femenina y causó conmoción con su ideario progresista, plasmado en cuatro libros. “El actual sistema social, con todos sus errores, es sostenido por la ignorancia y esclavitud de las mujeres”, escribió esta anarquista autodidacta y teórica del amor libre. Lucía traje chaqueta blanco y sombrero de ala, motivo suficiente para sentarla en el banquillo de los acusados durante una estancia en Cuba. “Yo siempre uso pantalones, señor juez, y en la noche de autos, en vez de llevarlos por dentro, los llevaba a semejanza de los hombres —y en uso de un perfecto y libérrimo derecho—, por fuera”. Fue absuelta.
La sedia stercoraria, en los Museos Vaticanos
De blanco también vestiría hoy la papisa Juana, aunque en el año 855 el sumo pontífice todavía usaba una túnica púrpura. Su historia es tan loca que cabe incluirla en el capítulo de las leyendas: dos años después de comenzar su pontificado —bajo el nombre de Benedicto III o Juan VIII—, dio a luz en medio de una procesión al fruto del embajador Lamberto de Sajonia, por lo que fue lapidada allí mismo. Menos gore es la versión que apunta a su muerte durante el parto. Sea como fuere, el historión de la mujer que quiso suceder a Pedro como santo padre motivó la creación de un oficio inédito hasta entonces: sexador de papas. Mito o realidad, el candidato a obispo de Roma tuvo que someterse a partir de entonces, por culpa del atrevimiento de la papisa Juana, al escrutinio de sus genitales.
El proceso, que supuestamente fue abolido por Adriano VI en el siglo XVI —una pena: ¡quién vería a Ratzinger!—, consistía en sentar en una silla agujereada al nominado, quien previamente se había despojado de su ropa interior. Luego, un cura comprobaba que todo estuviese en su sitio, bien echándole un ojo, bien estirando la mano. Las versiones difieren al respecto, de la misma manera que hay quien dice que el afortunado examinador podía ser un diácono o un cardenal joven. El caso es que, tras pasar por la sedia stercoraria, el sexador de papas pronunciaba la frase duos habet et bene pendentes —que podría traducirse como “con un par” o, en cristiano, como “tiene dos y cuelgan bien”—, a la que los presentes respondían con alivio deo gratias. “Menos mal” o, si lo prefieren, “gracias a dios”.