Hasta qué punto la decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos sobre el matrimonio homosexual va a cambiar nuestros sentimientos respecto a nuestro país y respecto a nosotros mismos?
No puedo generalizar. Pero sí puedo hablar en nombre de un niño de 12 años.Es un chico que destaca entre sus hermanos porque le falta el optimismo que tienen ellos, incluso su facilidad para sonreír. Tiene una melancolía que no poseen los demás. Siempre está pensativo, huraño. Cohibido. Nunca está a gusto consigo mismo. Quizá sea genético, quizá no. Se ha dado cuenta de que lo que le acelera el corazón no son las chicas sino otros chicos, y es una sensación solitaria, aterradora e intensa.
No sabe qué hacer. Sabe que habrá insultos, porque conoce todos los chistes llenos de prejuicios y los comentarios crueles que hace la gente, a veces sin darse cuenta. Le gustaría tener la seguridad de que que no habrá desprecio ni repugnancia, pero no tiene motivos para confiar.
Puedo hablar por un chico de 16 años. Sabe cómo se llama lo que es —gay, homosexual, o algo peor, según quién hable—, pero no sabe lo que eso va a significar. Una tarde, en un centro comercial, se separa a escondidas de sus amigos y entra en una librería. Busca algo que aplaque sus temores.
Encuentra un estudio sobre “ser gay en Estados Unidos” que se titula Afectos alienados. La expresión le inquieta. Parece un diagnóstico o un mal presagio. Para comprenderla mejor, pasa a toda velocidad las páginas, vigilando para asegurarse de que no le ve nadie y con el oído atento a cualquiera que se aproxime.
Su valor le dura poco; solo le da tiempo a ver una referencia a las drag queens, una explicación de qué es el bondage y una investigación sobre el erotismo homosexual entre los presos.
¿Esas son sus opciones? ¿Plumas, cadenas o la cárcel? Le llama la atención en especial el título de un capítulo: “Más allá de la alegría y la tristeza: las miserias cotidianas”. ¿Tristeza? ¿Miserias?
No está seguro de tener ganas ni fuerza para afrontarlo. Cierra el libro y, con él, un pedazo de su corazón.
Puedo hablar por un universitario de 20 años. Se ha abierto a su familia y a muchos amigos, no porque sea especialmente valiente, sino porque ser sincero causa menos tensión y exige menos esfuerzo que guardar secretos. Y porque quiere conocer a hombres cono él, relacionarse, tal vez incluso enamorarse.
Hasta ahora, no ha pagado ningún precio terrible. Su familia no acaba de comprenderle, pero lo intenta. Por cada amigo que se ha alejado, hay otro que se acerca.
El alivio es inmenso.
Sin embargo, le gustaría poder ser sincero sin tener que ponerse una etiqueta, incluirse en una categoría, sin que le apliquen siempre un adjetivo que le recuerda que no es “normal”.
Como se lo recuerdan las leyes que, en muchas partes de su país, prohíben que dos hombres o dos mujeres mantengan relaciones sexuales y permiten que los despidan por su forma de enamorarse. En el debate público, se lo recuerda el propio lenguaje, cuando se felicita a alguna persona por su “tolerancia” con los gays y las lesbianas.
Tiene que explicar constantemente que no ha escogido este camino, que no es una declaración de intenciones ni un capricho, que ni lo hace por gusto ni lo lamenta, sino que está ahí, una parte esencial, eterna. Y la explicación le agota.
Puedo hablar por un hombre de 30 años que vive en una casa con otro hombre de su edad. Son una pareja. La casa, de ladrillo rojo, tiene una valla blanca de madera rodea que impide que se escape su pastor alemán. El hombre y su pareja no han hablado nunca de tener hijos, porque habría que tomar medidas muy complicadas y porque a la mayoría de la gente no le parece bien. Nunca se han abrazado en el jardín, no se han besado delante de una ventana, porque ¿qué pensarían los vecinos?
Y, aunque no da importancia a esos detalles, que le parecen pequeñas incomodidades, estar tan pendiente de todo eso tiene un precio. Es otra forma de volver a sentirse cohibido. Lo que de verdad le gustaría es que le juzgaran solo por su talento, por las virtudes que tiene y las que le faltan. Que le miraran como a cualquier otra persona.
Puedo hablar por un hombre de 45 años que ve asombrado y agradecido los cambios a su alrededor. Aunque no planea tener hijos —a estas alturas ya tiene pocas energías y demasiadas manías—, ve que muchas parejas de gays y lesbianas están formando familias. En algunos sitios, ya son indistinguibles de los demás.
Pero todavía hay otros sitios en los que no, y todavía hay demasiada libertad para los extremistas religiosos que dicen que las personas como él son despreciables, malvadas, impías. En algunos países, no se limitan a hablar. Matan. En el país de este hombre, no llegan tan lejos y cada vez son más minoritarios, pero son osados e insolentes y están consentidos. Él se pregunta cuándo empezará a haber menos indulgencia. Ya va siendo hora.
En 2015, el último viernes de un mes que se asocia a las bodas y al orgullo gay, llega la ruptura.
Después de varios años extraordinarios en los que el matrimonio entre personas del mismo sexo se ha ido legalizando en un estado detrás de otro, el Tribunal Supremo dictamina que deben hacerlo todos, porque lo exige la Constitución y se trata de tener “igual dignidad ante la ley”, escribe el juez Anthony Kennedy.
Puedo hablar por un hombre de 50 años que soñaba con esto pero aún no acaba de creérselo, porque cuando era joven parecía imposible y luego improbable, y porque ahora todo va a ser distinto.
Mañana, el chico de 12 años no sentirá la misma aprensión que el de entonces. Mañana, el chico de 16 años tendrá menos probabilidades de encontrarse con los tristes estereotipos sobre lo que significa ser gay o lesbiana.
El de 20, el de 30 y el de 45 no tendrán que dar tantas explicaciones ni pedir tantas disculpas, ni estarán tan dispuestos a aceptar límites. No habrá los mismos límites.
Y eso es así porque la decisión del Tribunal Supremo no habla solo de bodas. Habla de dignidad. Desde la instancia más alta del país, con las voces más autorizadas, la mayoría de los magistrados que la componen han dicho a una minoría de estadounidenses que son normales y que tienen el mismo derecho que los demás a celebrarlo con alegría y con una tarta.
Frank Bruni es columnista y editorialista de The New York Times.
© The New York Times
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.