Los pasillos se llenan de hombres semidesnudos. JAVIER TERRÉN
Tarde de un sábado de octubre y lo único que da vueltas en mi cabeza es pensar en el plan estipulado para pasar la noche. No he estado en ningún sitio parecido antes y, por si no estoy ya suficientemente nervioso, repaso una y otra vez las fotos de la fanpage de Facebook de la sesión discotequera a la que iré en unas horas. Mientras tanto, me tranquiliza Juan, mi mejor amigo. He decido que sea él el elegido para acompañarme porque ya conoce la fiesta, no va a sorprenderse por nada, además ha vivido muchos años en Berlín y sabe lo que nos espera en este tipo de garitos.
No sabemos qué ponernos porque en las instantáneas que aparecen en las redes sociales no hay ni dress ni code: la ropa brilla por su ausencia. Yo me decido por algo básico: unos vaqueros, una camiseta negra y una riñonera. En cambio, Juan, de un estilismo más característico, me avisa: “Hay que ir medio porno”. Él ha decidido ataviarse un look común del Berghain, la discoteca más cool de Alemania, aunque más bien parece haber salido de una ruta de senderismo: unas zapatillas de montaña, calcetines altos, shorts amarillos y una básica negra; también acompaña su indumentaria de una riñonera.
Mientras hacemos tiempo, tomo un par de Red Bull -sólo de pensar en lo que se viene encima…- y miramos embobados La 2. Por casualidad están emitiendo un programa de La Noche Temática titulado “Revoluciones Sexuales”. Nos viene que ni pintado. Pasadas las 02:00 de la mañana nos ponemos rumbo hacia la sala, por el camino conseguimos hacernos con el flyer informativo de turno, llave QR para poder obtener “un precio especial”.
El derecho de admisión está reservado exclusivamente a hombres, y nos llama la atención que en la hoja no aparece la palabra “sexo” por ninguna parte; lo disfrazan de atmosfera gay fetish. Nada más lejos de la realidad, al llegar a la entrada, el taquillero nos recibe sin camiseta, nos cobra y nos proporciona preservativos y lubricante gratis. ¿Quién diría que estamos entrando a una discoteca? Pero oye, mejor prevenir que curar. Tras la peculiar bienvenida, bajamos las escaleras y llegamos a la planta principal, la pista. Recibo el primer impacto visual.
Mi amigo viste bermudas deportivas y riñonera: “Hay que ir medio porno”. JAVIER TERRÉN
El dancehall no está del todo lleno; un centenar de hombres medio vestidos y con arnés se mueven -sin romperse demasiado- al ritmo del beat electro-house. Bailan de lejos, y hacen protagonista a un hombre que se contonea solo, en pleno centro del meollo. Está completamente desnudo. Mi amigo no se inmuta pero yo no puedo retirar la mirada. Mi cara de asombro es digna de cámara oculta y nunca se me olvidará la estampa; me pregunto a mí mismo como puede mantener el tipo aquella erección con ese tamaño durante tanto tiempo.
Tardo en asimilar la imagen casi un cuarto de hora y le intento dar normalidad. Desvío la mirada y decidimos ir a la barra. No puedo evitar fijarme en los presentes, la gran mayoría portan botellines de agua. Juan pide una copa y yo -para variar- un Red Bull. Escuchamos a unos chicos jóvenes decir que el precio del agua es levemente inferior al del alcohol, con una diferencia de entre 2 y 3 euros. Nunca el H2O había estado tan cotizado.
Damos una vuelta por la pista y entendemos por qué parece estar medio vacía. Los recovecos de los alrededores, con poca luz, máquinas de humo, y vallas de obra de atrezzo consiguen crear un laberinto artificial y cuarto oscuro donde vislumbramos todo tipo de siluetas; conseguimos esquivarlas sin molestar demasiado. Pasadas las 03:00 percibimos que la intensidad de los focos disminuye y el volumen de la música se eleva, con un ritmo reiterativo y casi hipnótico. El gentío se mueve de aquí para allá. Preguntamos por los baños y los camareros nos derivan a una planta inferior. Como habitualmente la discoteca tiene público heterosexual, por inercia accedemos al aseo masculino.
Los pasillos se llenan de hombres semidesnudos. JAVIER TERRÉN
Empujo la puerta y entre tantos, encuentro a dos hombres de 35-40 años conversando mientras se frotan, en sendos lavabos, sus genitales con agua y jabón. Otro chico, apoyado en la pared, se acopla al diálogo. Mientras contemplo la escena mi amigo Juan consigue hacerse con un cubículo libre. Me produce reparo usar los urinarios y decido pasar al aseo femenino, -pienso que menos concurrido-, así que aviso a mi amigo para darnos encuentro en unos minutos.
Por un momento me alegro y me digo a mí mismo: “Qué poco barullo, las luces no están ni encendidas”. Busco el interruptor pero en cuestión de segundos, antes de encontrarlo, caigo en el juego: otro cuarto oscuro. Efectivamente, la luz no funciona, sólo dentro de los baños. Saco el móvil del bolsillo para iluminar el espacio y me sorprende un chico apoyado en una esquina, quieto, mirando y sin decir nada.
Con el corazón en la garganta y sin soltar el teléfono, busco un váter libre (la pablara “inodoro” no hace justicia). En un cuarto abierto percibo que dos hombres mantienen sexo, están de pie y en un break se preguntan la procedencia; uno es venezolano, el otro de Colombia. Estamos a un metro escaso de distancia, así que cruzo por delante con rapidez. Del siguiente baño -esta vez con bombilla- salen 3 chicos, cada uno con un pequeño frasco, riendo escandalosamente, entro, pongo el pestillo y me tomo mi tiempo. Apesta al olor químico del popper, la droga gay por excelencia, mezclado con el tabaco. Al salir al vestíbulo todo sigue igual.
Mi amigo no está. Me asomo al aseo masculino y tampoco lo veo. Sé que he tardado y pienso que puede estar buscándome, así que investigo un poco por mi cuenta hasta que aparezca. Me dispongo a subir las escaleras que conducen a la pista. No me había fijado antes: frente a los escalones hay una puerta abierta por la que ni sale ni entra apenas gente, una zona semi-oscura que parece estar poco transitada. La curiosidad mató al gato pero allá que voy. Es un poco raro ver a un chico, móvil en mano, completamente vestido, así que me quito la camiseta y hago uso de la riñonera. La poca luz proviene de la planta superior, y es que el suelo de la pista es un grueso cristal translucido, techo de la habitación en la que me ubico, dividida en tres espacios.
La cortina deja entrever las piernas de algunos participantes. JAVIER TERRÉN
Lo que veo allí me marcará para siempre. En el primer espacio (separado de los otros dos por un tabique) un chico -de unos 18-20 años- en cuclillas practica una felación a otro hombre mucho mayor apoyado en la pared. Cerca de ellos, otros dos ocupan un columpio de cuero. Desde una perspectiva lejana sólo alcanzo a verles la zona lumbar, porque el que permanece de pie balancea al otro, tumbado, amarrando las correas mientras le penetra en la postura del misionero.
Paso a las dos zonas colindantes, divididas por una pequeña cortina negra que deja entrever las piernas del público. Un lado está completamente vacío. En cambio, en el otro se atisba una gran orgía. El suelo está pegajoso.
En el centro del área más abarrotada se instala una litera. En la cama inferior, tres hombres arrodillados, totalmente desnudos y con la cabeza agachada. Los acorralan más de una veintena. Rodeo el grupo y consigo convertirme en un mero voyeur. Se reparten a los pasivos como si fuesen cachos de carne. En ese momento me doy cuenta de que no he visto a nadie en toda la noche utilizando preservativos. Se me eriza el bello mientras veo como esos hombres van rotando mientras penetran primero a uno y luego a otro sin ningún tipo de protección. Esas personas receptoras parecen objetos inertes.
Uno de los activos en acción se gira, no me quita ojo. Se separa del compañero y se posiciona frente a mí, apoyándose en la estructura de la litera superior, me da la espalda esperando quizás a que me baje los pantalones y juegue con él. Un escalofrió recorre mi cuerpo. Me dan nauseas sólo de pensar en un posible contacto, por mínimo que sea. Me alejo, me pongo la camiseta y salgo de ese antro dejando al hombre a merced de algún otro. Juan está en el pasillo buscándome. Decidimos irnos, ya es suficiente.
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