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En el camino de Pakistán a Europa dejó las hormonas que la hacían mujer para protegerse
El periplo de Natasha de Pakistán a Grecia EL MUNDO
Los rumores sobre el inminente desalojo del campamento de refugiados de Idomeni, en la frontera entre Grecia y Macedonia, se confirman en la tarde del pasado 23 de mayo. Cientos de policías griegos de paisano peinan todas las tiendas de campaña y comienzan a expulsar a voluntarios y periodistas de la zona. No quieren testigos. Las expulsiones van a tener lugar de madrugada y por la fuerza.
Entre las sombras, un grupo de españoles se mueve a gran velocidad. Intentan sacar de allí, sin ser detectados, a una joven pakistaní que atiende al nombre de Natasha. No pueden dejarla en Idomeni: no tiene dinero, documentación, amigos ni familiares y no domina el inglés; de quedarse, tendría muchas posibilidades de acabar siendo devuelta a Turquía o quizá algo peor.
Sólo 24 horas antes, Natasha había tenido que trasladar su pequeña tienda de campaña a una zona vigilada del improvisado campamento. Durante meses había sufrido abusos, burlas, palizas y robos, principalmente por parte de sus compatriotas, por el único motivo de ser transexual. Casos como el suyo dan sentido a la semana del Orgullo Gay, que se está celebrando estos días en España y otros países para defender el fin de la persecución contra la diversidad sexual y de género. Su situación era límite.
“Tengo miedo, pero también tengo esperanzas”, decía entre lágrimas antes de subirse a un taxi junto a dos voluntarias con las que conseguiría burlar los controles y refugiarse en un piso franco mientras se intentaba tramitar su solicitud de asilo.
Acababa de ser aislada para evitar que siguieran abusando de ella y, sin embargo, no dejaba de sonreír. Cuando uno le preguntaba por sus problemas en Idomeni, señalaba a los chiquillos que correteaban cerca y decía: “Hay muchos niños que sufren y nadie piensa en ellos. Ellos sí que tienen problemas”.
Natasha, maquillada antes de salir de Pakistán, y, a la derecha, en el campo de refugiados de Idomeni, en Grecia. ÁLBUM FAMILIAR / JESÚS BLASCO DE AVELLANEDA
¿Cómo definiría, en una sola palabra, su vida en los campamentos?, le preguntamos. “Soledad. Me siento sola, muy sola. No siento que ésta sea yo“, susurraba con la mirada puesta en la alambrada de una frontera que le cerraron en las narices y que la dejó bloqueada durante meses en el norte de Grecia. Cada noche dormía entre el fango abrazada a sus pocas pertenencias y rezando para que no entraran a pegarle o a intentar violarla, algo que ocurría con demasiada frecuencia.
Generosa, vital y femenina, Natasha no dejaba de sentirse viva y mujer. Se tapaba la cara y se mostraba inquieta ante las cámaras: “Estoy fea. Hace meses que no me tomo las hormonas y no me siento cómoda con mi aspecto”, comentaba entre risas. Para evitar abusos durante el duro viaje, antes de salir de Pakistán se cortó el pelo y suspendió el tratamiento hormonal que había comenzado en 2011.
El viaje más duro
Llora cuando recuerda el viaje, no por lo mucho que ha sufrido sino por lo que ha dejado atrás: “Me acuerdo de mi madre y mi hermana y me siento culpable”, comenta entre sollozos. Y es que para que Natasha esté hoy en Europa, ellas viven esclavizadas hasta pagar la deuda contraída durante el viaje. Un montante que asciende a poco más de 1.000 euros pero que para ellas equivale a ocho años de trabajo.
Tardó dos meses en atravesar Pakistán, Irán y Turquía. Al llegar a Estambul ya habían muerto cinco de los jóvenes que partieron con ella. En la histórica Constantinopla le hicieron trabajar en un taller de costura clandestino durante tres meses sin cobrar. Antes de partir de la costa cercana a la ciudad turca de Esmirna hacia la isla griega de Lesbos, le robaron los últimos 200 euros que tenía, le destruyeron todos sus documentos y le quitaron su tratamiento hormonal para hacerse mujer, que pensaba retomar una vez en Europa.
Ninguno de los que viajaban en la barcaza había visto nunca el mar. No podía dejar de tiritar de frío. Iba tanta gente en el bote que con el movimiento de las olas iban cayendo personas al mar. Muchos murieron antes de alcanzar el puerto de Mitilene, en Lesbos, entre ellos el único chico que quedaba de los que salieron con ella desde su ciudad natal, al noreste de Pakistán.
Ya en la Grecia continental, sola y con lo puesto, fue sometida a explotación sexual y a sistemáticos maltratos físicos por parte de la mafia pakistaní que la controlaba y que la obligaba a trabajar sin recibir contraprestación alguna. Cuando logró fugarse a Idomeni y se encontró con la frontera cerrada y con nuevos abusos y marginación, confiesa que llegó a echar de menos la tierra de donde huyó de todo, hasta de sí misma.
“Pobre como una rata”
En un país como Pakistán, donde la homosexualidad y la transexualidad se consideran graves delitos y pueden estar penadas incluso con la muerte, y donde a los graves problemas de terrorismo, insurgencia, inestabilidad política, corrupción y fracaso institucional se suma una economía abocada, según muchos analistas, al colapso, Natasha no podía ser otra cosa que, según ella misma describe, “transexual y pobre como una rata”.
Nada más nacer su madre la llevaba en brazos cuando salía a pedir por las calles de Gujranwala. A los siete años comenzó a vestirse con ropajes femeninos y a los 12, cuando dejó de mendigar y comenzó a limpiar escaleras, ya había adoptado los atuendos y comportamientos de una mujer. Comenzaba entonces una vida marcada por la constante violencia ejercida sobre ella.
“Mi padre me echó de casa. Mis hermanos me repudiaron, me pegaban. En la calle me han violado, me han llegado a apedrear, a desnudar en plena calle”. Sólo su madre y su hermana pequeña la han apoyado siempre y ayudado a escondidas. Ellas fueron las que sobornaron a la Policía para sacar a Natasha de la cárcel cuando fue detenida por su condición.
Víctima de explotación sexual y laboral, acosada por su familia y perseguida por gran parte de la sociedad, intentó en su desesperación quitarse la vida.
Ahora se alegra de no haber tenido suerte en su intento. No deja de sonreír. Ha vuelto a pintarse y a tomar su tratamiento hormonal y ha recuperado su afición por la peluquería. Tras un mes de dura lucha por parte de voluntarios y organizaciones, Natasha está registrada y es oficialmente potencial demandante de asilo en Grecia. Ya no puede ser detenida ni deportada.
Es libre, pero le cuesta creérselo. Toda una vida de abusos no puede borrarse de un plumazo. Su sueño: poder trabajar en España y saldar la deuda contraída por su madre y su hermana pequeña para su viaje. Siente que ahora sí vuelve a ser ella misma. ¿Cómo definiría en una sola palabra su vida en estos momentos? “Natasha”.