TERESA DOMÍNGUEZ VALENCIA
Smail Larouhni tenía 36 años. Su cadáver, desmadejado, travestido y abrasado por el fuego, fue encontrado un martes por la mañana, tirado en un camino sin apenas tránsito en la parte trasera del cementerio nuevo de Aldaia; un camposanto en las afueras del municipio, flanqueado por alguna nave industrial, muchos vertidos ilegales y el habitual entramado de caminos que atestigua que esta zona fue un día tierra de huertos.
Smail, una transexual aún a caballo entre la depilación y la hormonación, se ganaba la vida prostituyéndose bajo la máscara del nombre de Cristina, con clientes que, en su mayoría, la recogían en una parada del autobús en la calle Joaquín Ballester, cercana a La Fe.
De origen marroquí y carácter difícil, su muerte conmovió a su círculo más próximo, desplazó a su familia desde el Magreb y amedrentó a las transexuales que ejercen en las calles de Valencia. También puso en marcha la maquinaria policial, pero poco más.
A los cinco meses, los agentes de Homicidios de la Guardia Civil detuvieron a cinco personas, entre ellas a los únicos tres hombres que habían tenido móvil y ocasión para acabar con la existencia de Smail/Cristina. Pero la investigación, salpicada de mala suerte y poca colaboración de aquí y allá, acabó por flojear donde más tenía que aportar: en las pruebas. Indicios y sospechas fueron acumulados sobre la mesa de un juez al que la entrega de los detenidos pilló de vacaciones de verano. La conjunción de tanto factor negativo ha terminado por instalar el caso en la vía muerta del fracaso: la Fiscalía ha solicitado ya que se concluya el sumario sin procesamiento. Esto es, sin sospechosos oficiales. La muerte de Cristina se queda, pues, sin culpables.
Nada más producirse el hallazgo del cadáver, acudió una patrulla de la Policía Local de Aldaia. Precintaron la entrada y la salida del camino, no sin antes dar una vuelta por los alrededores del cuerpo. Así lo confirma la inspección ocular realizada por el laboratorio de criminalística de la Guardia Civil, que aisló huellas de botas en el área. Pero nada de interés policial. Ninguno de los restos y objetos que fueron recogidos en el entorno más próximo al cadáver de Smail ha servido para incriminar a los sospechosos. Ni rastro de su ADN. Ni objetos personales. Una inspección baldía.
La autopsia tampoco iba a ayudar mucho. El cuerpo estaba completamente vestido, incluidos los zapatos. Llevaba incluso restos de maquillaje y su bolso con la cartera y la documentación dentro, pero no su peluca, que nunca apareció. En ese escenario, lo más probable es que a Cristina la hubiesen matado de noche, cuando iba arreglada para trabajar, y que el cuerpo hubiese sido trasladado y quemado inmediatamente después de su fallecimiento, sobrevenido por un único golpe en la cabeza.
Primer escollo
El primer escollo fue fijar la hora de la muerte, un dato esencial en este caso. A los pocos minutos de hallar el cuerpo, los agentes ya conocían la identidad probable de la víctima ya que había un documento en la cartera. Un marroquí llegado a España unos años antes y con antecedentes por riñas que, dado el atuendo, debía prostituirse. Costó poco comprobarlo. Lo más probable, por tanto, es que el crimen hubiese sido cometido en fin de semana y de noche, pero la Policía Local se emperró inicialmente en que una patrulla había pasado el lunes por la mañana por el camino y allí no había cadáver alguno. El dato distorsionó incluso el dictamen forense: la hora de la muerte estaba claramente determinada: 48 horas antes del hallazgo (a primeras horas del domingo), pero, al hilo del dato policial, el informe preliminar decía que el cuerpo había sido quemado 12 horas antes de ser encontrado. ¿Alguien había asesinado a Cristina en la mañana del domingo y había conservado su cadáver hasta la noche del lunes? Entonces, ¿dónde? Eso implicaba el uso de un coche, de un piso; abría muchas más incógnitas.
Ésa fue la tesis de la investigación hasta que se comprobó que nadie había visto el cadáver de la víctima antes de la mañana del martes por la simple razón de que nadie había pasado por el camino entre el domingo y el martes. Por tanto, era más que razonable pensar que el cuerpo calcinado permaneció ahí desde las primeras horas de la mañana del domingo hasta las nueve de la mañana del martes. ¿Nadie la había echado de menos?
Para entonces, la Guardia Civil ya había localizado a sus compañeras de piso -dos mujeres transexuales que también ejercían la prostitución- y a las que hacían la calle codo con codo con ella. En la primera semana, los investigadores ya habían reunido unos cuantos datos sobre la vida nocturna de Smail. Era de las que le gustaba tomarse una copa, o las que hiciera falta, al final de cada jornada laboral. Y tenía muy mal beber.
El abanico de sospechosos, por tanto, podía ser tan amplio como su cartera de clientes sumada al elenco de parroquianos de cualquiera de los after que salpican el callejero nocturno de la ciudad de Valencia. Sin embargo, el testimonio de una transexual les iba a poner en lo que parecía el buen camino. La noche del sábado 21 de marzo de 2009, Smail dejó la calle sobre las cuatro y se apuntó a dar una vuelta por una sala de fiestas de la avenida del Cid, en la que, a partir de determinada hora, no es extraño toparse con prostitutas -en su mayoría transexuales-, y delincuentes. La investigación prometía, pero las cosas volvieron a torcerse.
Los agentes tuvieron que armarse de paciencia y recursos antes para estimular la memoria del personal del local. Cuando, por fin comenzó la colaboración, los sospechosos comenzaron a brillar con luz propia de entre la cartera de posibles homicidas. Los investigadores averiguaron que Cristina entró en el local con otras compañeras entre las tres y las cuatro. “Yo le perdí la pista pasadas las cinco de la mañana”, explicó una de ellas a Levante-EMV en aquél momento.
Varios camareros declararían en las semanas siguientes al crimen que habían visto a Cristina pelearse con dos hombres en la planta de arriba del local. Más tarde, el portero la vio salir por la puerta con esos mismos hombres, a quienes reconoció fotográficamente en dependencias policiales. El asunto empezaba a tomar color.
La Guardia Civil averiguó la identidad de ambos. Se trataba de dos vecinos de la Pobla de Vallbona sin oficio conocido. Uno de ellos se dedicaba a traficar con cocaína y el otro ingresó en prisión apenas una semana después de la muerte de Símil por otro delito. Un comienzo prometedor para llegar a la resolución del caso.
De los testimonios de ambos terminó saliendo un tercer nombre, el de un eslovaco asentado en Valencia y vinculado también a ambientes delictivos a quien, ¡oh casualidad!, los camareros de la sala de fiestas habían visto la misma noche en la planta baja del local. Es más, el hermano del eslovaco se gana la vida como camionero y, de nuevo casualidad o no, aparca el tráiler en una base muy cercana al lugar donde apareció el cuerpo quemado de la víctima. Y el tercer sospechoso frecuentaba ese aparcamiento de camiones porque solía ayudar a su hermano en más de una ocasión. Más indicios para el atestado policial, pero las pruebas seguían sin aparecer.
A lo largo de la investigación, el juez instructor, titular del Juzgado de Instrucción número 1 de Torrent, autorizó la intervención telefónica de los móviles de los sospechosos. Según las diligencias, ninguno de ellos habló del crimen, pero sí trataron de ponerse de acuerdo para fijar una coartada. Sospechosamente indiciario, pero no probatorio. Los análisis de ADN fueron llegando en los meses siguientes. Ni uno sólo de ellos probaba la presencia de los sospechosos en el lugar del crimen. Tampoco fue hallado rastro genético alguno de la víctima ni en los coches usados por los sospechosos, ni en los domicilios. En los registros, ni rastro de la peluca de Cristina. Nada físico que vinculase a víctima y sospechosos salvo la salida de los tres por la puerta de la discoteca. Ni siquiera el arma homicida: cualquier objeto contundente que sirvió para darle muerte de un golpe seco en la cabeza.
Aún así, y agotadas todas las vías de investigación pero con la convicción de su implicación en los hechos, la Benemérita detenía en agosto de 2009 a los tres hombres, a la novia de uno de ellos y a un hombre mayor que compartía casa con el traficante. Los últimos dos, por colaborar en el tejido de la coartada. Ninguno permaneció en prisión más de mes y medio.
Ahora, y con ese panorama desolador para afrontar una acusación con garantías de condena, la fiscal del caso ha optado por pedir al juez que cierre el caso sin procesar a nadie. En un par de meses, el instructor elevará el sumario a la Audiencia Nacional y el siguiente fiscal pedirá el sobreseimiento provisional de la causa. Un vuelco, una confesión podría reabrirlo. Y poco más.
Muerta por equivocación
Cuando los investigadores se pusieron a escarbar en los motivos que desencadenaron la pelea de Smail con los dos vecinos de la Pobla de Vallbona la noche de su muerte, llegaron a la esencia del móvil del crimen. O, al menos, eso parecía. El principal sospechoso solía utilizar los servicios sexuales de mujeres como Cristina. De hecho, quince días antes del asesinato, ese hombre había estado con otra prostituta transexual en un discreto motel de Riba-roja, escenario habitual de encuentros sexuales con y sin dinero de por medio, que goza de fama, entre otras razones , porque cuenta con un aparcamiento subterráneo que permite acceder a las habitaciones directamente, a salvo de miradas curiosas.
Los empleados reconocieron a este hombre y declararon que había estado en el hotel con su coche y había hecho uso del garaje. Ese encuentro acabó como el rosario de la aurora, ya que la prostituta le robó 800 euros procedentes, al parecer, de la venta de cocaína. Así figura en las declaraciones recogidas por los investigadores. Y, al parecer, el cliente había jurado venganza. El sospechoso acusó en varias ocasiones a Cristina de ser quien le había robado. Pero se equivocaba.