Nicol Jecoman en la sede de Acathi en Barcelona. MIRIAM LÀZARO
Nicol Jecoman trabajaba de prostituta en Honduras de siete de la tarde a seis de la mañana. De noche le dieron palizas, abusaron de ella, le obligaron a traficar con drogas, le apuñalaron y se libró de morir solo porque el azar eligió que la muerta fuese su compañera de al lado. Con 23 años ha logrado alejarse de esas noches pero los días aún la persiguen. “En mi país las mujeres trans no somos nadie, no valemos nada: nos golpean, nos tiran pedradas, se ríen, nos insultan; por eso vivía encerrada sin ver la luz del sol”, cuenta. “Todavía no he superado el miedo a salir de día a la calle”.
“El nivel de violencia que sufren es impresionante”, dice el psicólogo Rodrigo Araneda sobre las mujeres trans refugiadas. Como presidente de Acathi -una asociación que ayuda a migrantes y refugiados LGTBI (Lesbianas, Gais, Transexuales, Bisexuales e Intersexuales)- ha escuchado de todo pero aún se conmueve con la dureza de sus relatos. Ellas se acostumbran tanto la violencia que lo viven como si fuese natural. Cuando llegan a España como refugiadas lo que más les cuesta es sentir que se encuentran en un lugar seguro, aunque como apunta Araneda, “no es del todo verdad porque en la práctica no hay inclusión real”.
Carol Murcia, de 25 años, viajó con Jecoman desde Honduras a Madrid el 24 de mayo de 2016, y de ahí fueron trasladadas a Barcelona. Siempre supo que era diferente a los demás chicos pero nunca lo compartió por miedo, ese que tienen tallado a puñetazos e insultos. No solo en la calle; el enemigo también estaba en casa. Ella era la tercera de seis hijos de una madre soltera pero católica, que pensaba que a base de guantazos volvería el varón que parió. Sus hermanas aún la siguen rechazando.
Con nueve años Murcia se puso a limpiar casas, como su madre, para poder estudiar en primaria. Prosperó y empezó a trabajar en una tienda mientras se sacaba la secundaria los fines de semana. Hasta que su jefe la despidió porque su amaneramiento molestaba. Recuerda muy bien ese día pero no se le olvidarán nunca las Navidades de 2014. El 24 de diciembre, cuando las familias se reúnen y se dan un banquete, en la suya solo había una madre enferma que necesitaba medicamentos y nada para comer. “Cogí un falda de mi hermana, maquillaje, salí por la puerta de atrás para que nadie me viese y fui a prostituirme”. Esa noche no lo logró. Solo podía llorar y repertirse: “No vales nada”. Después llegaron las drogas, el maltrato y tres violaciones. “Si denunciaba la policía no me hacía caso, para ellos era el típico travesti, se reían”.
Empujadas a prostituirse
En muchos países a las personas trans las ven como enfermas, trastornadas mentalmente o con defectos morales. “Desde pequeñas son castigadas por lo que van haciendo y mostrando”, explica el psicólogo en una oficina modesta de un antiguo piso señorial barcelonés. El rechazo y la agresión constante les empuja a llevar una doble vida, porque de alguna forma la mujer que son tiene que salir fuera. Y se exponen a situaciones muy difíciles: “Espacios en los que sí son valoradas como mujeres, como puede ser la prostitución”. “Es muy duro lo que estoy diciendo”, señala consciente del peso de esas palabras.
El primo de Nicol Jecoman abusó de ella entre los 10 y los 15 años. Le amenazaba con contarle a su madre “lo que era en realidad”. A la misma madre que le pegaba y que, atosigada por las vecinas -”arréglalo, ahora que está pequeño y hay solución”-, le llevó al psicólogo. Con 13 años empezó a trabajar fregando platos y a los 17 era jefa de cocina. A esa edad, no pudo más: “Me declaré trans. No aguantaba más como chico, quería ser mujer”. Su jefe le despidió el primer día que llegó maquillada y con vestido.
Jecoman tiene una voz y una mirada dulces. La entrevista le ha pillado de sorpresa y apenas le ha dado tiempo a recogerse el pelo rizado en un moño y empolvarse un poco la cara limpia. Buscó trabajo durante un año pero solo encontró rechazo. “A los 18 años, tuve que tomar la calle. Era la única opción”, relata sin detenerse, sin una pausa. (En Athai consiguen que repitan su historia quitándole gradualmente el peso emocional, para que el relato se integre en su futuro, aunque sea doloroso).
Durante su primer año en la calle un hombre intentó atacarle con un machete. Nadie le ayudó y en el hospital público se negaron a atenderle. “Les daba asco y eso que llevaban guantes”. De aquel episodio guarda una cicatriz ancha de 20 centímetros de largo en el brazo derecho. En el izquierdo quedan las huellas de navajazos. “Son recuerdos de la calle, de todo lo que he sufrido”, dice con esa normalidad de la que hablaba el psicólogo. Con la misma naturalidad con la que cuenta que fue testigo de asesinatos de compañeras trans.
Un sábado de Semana Santa, a las cuatro de la mañana, cuando desde una furgoneta que no les gustaba les pidieron un servicio de sexo oral. Aceptaron ella y otra chica. De rodillas notó el casquillo de una bala en el suelo. “Se lo hice sin condón para acabar antes”. Salió pitando del coche y su amiga estaba haciendo lo mismo cuando le dispararon en el cuello. Se desangró sin que nadie le auxiliase. Los asesinos estuvieron buscándola. No la encontraron pero sí dió con ella un proxeneta traficante de drogas que le obligó a trabajar para él. Cuando intentó dejarlo las maras le amenazaron. Como aviso, torturaron y mataron a su hermano.
La muerte de cerca
De las “muchas” muertes de las que ha sido testigo, Murcia cuenta la de una noche en que estaba con tres compañeras en la calle. Llegó un cliente y subió a su coche. Cuando arrancó, apareció otro del que salió el asesino que disparó a bocajarro a las tres mujeres. “Me bajé del coche y las encontré agonizando”. El domingo 24 de julio de 2016 es otra fecha que no olvida. Estaba con una amiga de 48 años. Un coche paró junto a ellas y le disparó a la mujer en la cabeza. Murió al instante. Murcia denunció y detuvieron al asesino. Dos meses después viajaba a España y su demanda de asilo, como la de Jecoman, fue aceptada. Cruz Roja, que se ocupó de ellas en la primera fase de acogida, las envió a Barcelona.
ACNUR, la agencia de la ONU para refugiados, señala que las personas transgénero están “altamente marginadas” y sufren “grave violencia física, psicológica y sexual”. Según recoge, hay un aumento en las demandas de asilo por estas persecuciones. El Ministerio de Interior no ofrece datos de qué porcentaje representan de las 10.250 solicitudes de asilo resueltas el pasado año por el Gobierno, de las que solo al 3,4% concedió el estatuto de refugiado. Acathi atendió a 45 refugiados del colectivo LGTBI en 2016 y en el primer trimestre de este año lleva más de 70. Por su experiencia, hay países de los que llegan pocos casos pero flagrantes, como los de Oriente Medio y Marruecos. Brasil encabeza el ranking por el número de asesinadas, seguido de Estados Unidos y México. Pero por la gravedad de las historias y la relación de crímenes con el número de habitantes, Centroamérica es un agujero negro.
Cruz Roja en Cataluña pone en contacto a los recién llegados con Acathi, donde encuentran un lugar seguro y pueden establecer vínculos que, según su presidente, “son los que curan” y logran la inclusión. Todos los meses se une alguien nuevo, como Joana, una mexicana trans de 25 años que lleva apenas un mes en Barcelona. En su país es posible cambiar de género en el Distrito Federal, pero, como cuenta, “allí no es como en España, que te pueden golpear; en México la agresión es que te matan”. Antes de acabar 2016 habían asesinado a 50 mujeres trans, 10 de ellas en un espacio de 13 días.
El proceso de integración no es sencillo. Durante los primeros seis meses de acogida, el sistema les proporciona alojamiento y les cubre sus necesidades básicas, pero a veces no les da cosas fundamentales para ellas, como el maquillaje. O les mandan a pueblos pequeños, donde su integración puede ser más complicada. Falta sensibilización y formación. Pero lo más difícil llega, como cuenta Beatriz Losa, trabajadora social de Acathi, cuando tienen que buscar trabajo y piso. Su identidad y su nombre no cuadra y cargan también con el estigma de la prostitución.
Murcia, ojos pintados, cabello rubio recogido y grandes pendientes de aros, sonríe cuando habla de su nueva vida en España, aunque ya se ha vivido episodios de discriminación. Intenta mostrarse fuerte, dice que para protegerse, pero una lágrima le recorre la mejilla cuando recuerda la dureza de las cosas que lleva escuchadas. “Son las palabras que duelen las que me ayudan a crecer”, asegura. Nicol se siente libre, capaz de cumplir sus metas, “pero todavía con un poco de miedo, un poco de trauma”. Sobre todo, le sigue costando salir a la calle. Losa lo ha visto: “Yo me muevo mucho con ellas en metro y la gente les mira. Pero son la resiliencia en persona: siguen ahí, se visten cada día para volver a salir a la calle a que que las vuelvan a maltratar. Y no se victimizan”.