Viajaba en el autobús delante de una niña acompañada por dos mujeres; pongamos que eran su madre y su abuela. Le estaban preguntando si Eneko es su novio. Y ella contestó: “No, Eneko es mi amigo. Leire es mi novia”. Y las adultas, rápidamente, la intentaron sacar de su error: “¿Cómo va a ser eso? Eneko es tu NOVIO. Leire es tu AMIGA”. Y la niña: “No, no. Eneko es mi AMIGO, Leire es mi NOVIA”. Me tuve que bajar, no sé cuánto más duraría el toma y daca ni si a esas mujeres se les llegó a pasar por la cabeza que su niñita, efectivamente, identificaba conscientemente como su novia a una niña y como su amigo a un niño.
El pasado fin de semana, unos homófobos agredieron físicamente al grito de “maricones” a cuatro chicos gays que paseaban por el centro de Madrid. El pasado 7 de abril, los periódicos vascos se hicieron eco de una agresión similar en Getxo: un activista gay estaba tomando algo en una terraza con su novio ( se estaban besando, dice Deia) y un individuo decidió insultarle y golpearle con una silla. Pocos días después de leer esa noticia, me contaron que un grupo de hombres había perseguido de noche por las calles de un barrio de Bilbao a un conocido mío gritándole (adivinad) maricón.
La gente progre se ha escandalizado mucho con la noticia de que la justicia europea avala poder excluir a los homosexuales como donantes de sangre, “siempre que haya evidencia científica y que la decisión sea proporcionada”. Las redes sociales se han inundado de personas que lo califican de “increíble”.
La prensa, incluso hasta el ABC, se escandaliza también con que haya “personas intolerantes” que reaccionan con violencia ante un beso entre dos hombres. Ajá, qué increíble, qué sorprendente que en pleno siglo XXI pasen estas cosas. Parece mentira.
Pues a mí, en cambio, estos episodios me revuelven, me entristecen, me indignan, pero no me sorprenden. No me parecen mentira, sé que son verdad. Sé que la homofobia y la lesbofobia no son sucesos puntuales cometidos por individuos inadaptados, no. La vivimos todo el rato. La vivimos cuando vamos de la mano con nuestra pareja por la calle y sentimos miradas y sentimos miedo de cruzarnos con alguien que decida insultarnos o golpearnos. La vivimos en cada comida familiar, en la que ya no nos preguntan si salimos con alguien porque no quieren escuchar la respuesta. La vivimos cada vez que alguien, incluso de nuestro grupo de amistades, dice cosas como “yo no soy homófoba, pero tampoco entiendo por qué algunos tienen que llevar un letrero luminoso”. Como si ella, acompañada de su marido y su bebé, no llevase un letrero luminoso, ese que le permite expresar su amor en cualquier lugar sin miedo a que la insulten o la golpeen.
A los gays y a las lesbianas, a los maricas y a las bolleras, nos duele cuando un homófobo insulta o golpea. Pero también nos duele que personas “tolerantes” nos digan cosas como (me pasó recientemente): “Pues chica, yo es que no entiendo a quién le tiene que importar con quién te acuestas”, como si la cosa se redujera a eso. Como si ser lesbiana fuera un vicio privado, como si fuera solo cuestión de preferencias sexuales, comparable a que te gusten los juguetes eróticos o los azotes. No es con quién me acuesto. Es quién soy (entre otras cosas). Es con quién (o quienes) decido compartir mi vida. Es cómo la lesbofobia afecta a mi identidad, a mi autoestima, a mi derecho al placer. A vivir tranquila, vaya.
Y si te desahogas con tus amigas hetero “tolerantes” después de una charla en la que tu madre te ha dicho que, ella que te ha parido, sabe que no eres lesbiana, que estás equivocada y que no tiene interés en conocer a tu pareja porque es una mujer, puedes recibir consejos biempensantes como “Pues explícales que tú te enamoras de las personas”. Qué bonito, de las personas. Claro, mucho más digerible que asumir que tu hija es BO-LLE-RA.
Y al ABC le escandaliza que haya gente que llama “maricones” a los gays por la calle, al mismo tiempo que mantiene una línea editorial contraria a la diversidad sexual. Nos extrañamos de que, en una sociedad en la que se sigue considerando que la heterosexualidad es lo normal, algunas personas agredan a los diferentes. Hasta el más macho estará de acuerdo en que está mal perseguir a un gay por la calle llamándolo maricón. Ese mismo macho, en cambio, te llamará exagerada si le afeas por llamar “maricón” a su colega que no quiere beber más chupitos o que se le acerca para darle un abrazo. Son bromas entre amigos, ese “maricón” es cariñoso. Y cuando el “maricón” se dirige al árbitro o al jugador del equipo que detesta, ya no es cariñoso, pero es irrelevante, es un decir, como “gilipollas”, como cualquier cosa. Eres una exagerada si dices que eso es homofobia.
Y luego está la invisibilidad. Ya sabes, cuando nadie te insulta ni te hostia porque la cuestión es que ni te ve. Las lesbianas sabemos mucho de esto. Y por eso gritamos cosas como “No somos amigas, nos comemos el coño”. Y por eso no nos agreden por ir de la mano pero sí cuando empezamos a morrearnos en una plaza.
Las personas bisexuales también saben de invisibilidad. Lo sabe mi amigo B., cuyos colegas se llaman “marica” entre ellos o hacen bromitas sobre el sexo anal sin dase cuenta de que le están ofendiendo. Lo sabe mi amiga C., madre y emparejada con un hombre, que asiste a los comentarios homófobos de su familia sin atreverse a decirles que a ella le gustan las mujeres, que también se ha enamorado de mujeres y se ha acostado con ellas porque, entre otras cosas, no la tomarían en serio.
Las noticias sobre las transfusiones de sangre hablan de “los homosexuales”. A las feministas se nos trata de convencer de que en castellano el masculino se puede utilizar como genérico. Pero claro, luego nos damos cuenta de que no siempre es genérico. Que a veces “los homosexuales” incluye a las lesbianas y a veces no. Esta vez parece que no. Que solo los gays son estigmatizados como población de riesgo. Las lesbianas no contraemos el VIH. O eso creemos, porque no parece que sea prioritario (ni en las campañas de prevención del sida) aclarar si es que podemos estar tranquilas o es que siempre se olvidan de nosotras. En el imaginario colectivo, tampoco follamos, o solo en pelis porno pensadas para inspirar las pajas de los hombres hetero.
Ni siquiera las activistas que defendemos los derechos sexuales y reproductivos tenemos información clara y fiable sobre el riesgo real de contagio de enfermedades de transmisión sexual entre mujeres. Nos hemos encontrado con ginecólogas que nos han metido miedo y nos han dicho que usemos parches de látex para todo, nos hemos encontrado con ginecólogas que nos han llamado neuróticas por pedir pruebas de ITS siendo lesbianas y nos hemos encontrado con ginecólogas que se cortocircuitaban cuando les decíamos que no usamos ningún método anticonceptivo porque nos acostamos con mujeres.
Al menos según las noticias sobre la decisión europea, no se habla de “hombres que tienen sexo con hombres” (lo que incluiría a bisexuales o a gente que se define de otras maneras o de ninguna) y no se habla de prácticas sexuales concretas (por ejemplo, si el sexo anal implica mayo riesgo, ya sea entre gays o heteros). Al hablar de (varones) “homosexuales”, se delimita que existe un grupo concreto al que se le atribuyen cualidades de riesgo; interpreto que la promiscuidad. No se señalan las prácticas sino a las personas. Si te defines como gay, eres un peligro. Puro estereotipo, puro estigma. Por ser “los diferentes”. Nunca jamás me he encontrado con una política pública que señale a los heterosexuales como población de riesgo de nada. ¿Qué extraño, no? ¿No era que ser hetero o homosexual son simples opciones sexuales, igual de respetables? ¿Hay un colectivo heterosexual, como hay un colectivo LGTB? ¿Funcionan en comunidad? ¿Tienen guetos?
Incluso en círculos feministas resulta muy difícil explicar que la heterosexualidad no es simplemente una opción sexual, sino una norma social que oprime a quienes la incumplimos. Como dice Brigitte Vasallo, “la heterosexualidad es el mundo”:
Es la medida de lo correcto, lo aceptable, lo moral, lo sano. En ningún lugar del planeta se mata a personas por ser heterosexuales ni se aplican terapias de correción a su orientación sexual. No se debate si la crianza en el seno de una familia hetero afecta negativamente a las criaturas. No han sido necesarias luchas y manifestaciones para el matrimonio heterosexual, ni para las pensiones de viudedad heteros, ni para la desgravación en la declaración de la renta de las ganancias comunes. Nadie interpela, insulta, o recrimina a las personas heterosexuales por ir cogidas de la mano por la calle, o por besarse en el transporte público.
Cuando la ginecóloga te pregunta si usas anticonceptivos o es que quieres quedarte embarazada, la respuesta es muy simple si eres hetero. Si no, una triste citología se convierte en todo un acto de activismo y visibilización. Las criaturas de las parejas heteros no tienen que lidiar con el profesorado y con sus compañeros y compañeras de clase que narran incansablemente un tipo de familia que no es la suya. Los padres y madres heteros no tienen que inventar estrategias para que sus hijos e hijas vivan su especificidad con alegría, a pesar de la homolesbotransfobia imperante. Por ser hetero no te echan de los trabajos, ni te dejan de hablar tus amistades, ni te apalizan tus padres. No tienes que salir del armario, porque no hay armario. No te preguntas en la adolescencia qué narices te pasa, porque siendo hetero, no te pasa nada, simplemente. Eres «normal» y tienes todas las narraciones del mundo, todas las películas, todas las novelas, todas las canciones hablando de ti, confirmándote. No hay un símil hetero para los términos «marica», «bollera» o «travelo». No hay insulto asociado a la heterosexualidad.
No existe la «heterofobia» como no existe la «hombrefobia», porque las fobias explican algo más grande que las simples manías personales. Cuando hablamos de homolesbotransfobia nos estamos refiriendo a unas inclinaciones que vienen legitimadas por toda una maquinaria de producción de conocimiento y de discurso respaldada por todas las instituciones: desde la academia y el sistema educativo, que sigue narrando las prácticas e identidades sexuales en términos de normalidad (hetero) y excepción, hasta el sistema legal y judicial, con infinidad de leyes discriminatorias, hasta los productos culturales que estigmatizan la diferencias sexual y de género, pasando por la cotidianidad del lenguaje homolesbotránsfobo que se perpetúa en expresiones de apariencia anodinas y fondo discriminador.
Vaya, que cuando la niña del autobús no sea corregida si dice su novia es Leire, cuando haya protagonistas de Disney que se enamoran de personajes de su mismo sexo, cuando el bullying escolar homolesbotránsfobo sea excepción y no norma, cuando las familias de intentarnos convencer de que lo que nos pasa es una fase, cuando una actriz no tenga que salir del armario porque simplemente va con su novia a la alfombra roja con total normalidad, cuando no nos entren sudores fríos al decir el nombre de nuestra pareja a alguien que acabamos de conocer, cuando no nos dé miedo que nuestro jefe o nuestra casera “se entere”, cuando nos podamos morrear tranquilamente en la calle sin que una señora diga “qué vergüenza” y un señor nos diga que qué sexy, que si queremos un trío… Cuando todas esas cosas dejen de pasar, igual podemos pensar que la homolesbotransfobia es cosa de tres o cuatro intolerantes. Mientras tanto, querida lectora o lector hetero tolerante, la próxima vez que te escandalices por una noticia sobre homofobia, pregúntate qué estáis haciendo en tu día a día para que lo normal sea la diversidad.