De castigos a reconversiones: así fue la barbarie franquista contra las personas LGTBI
“La dictadura nos persiguió porque éramos algo que hubiera debilitado al régimen. Nos alejábamos del modelo social que la cruzada franquista propugnaba. Para ese movimiento hercúleo de hombres forjados en la potencia ‘éramos lo peor’, como decía Pedro Zerolo”. La activista Boti García Rodrigo explica con estas palabras las torturas y la cacería legal que sufrieron las personas LGTBI con la llegada de la dictadura de Francisco Franco, que se instauró en todo el país el 1 de abril de 1939, tras el final de la Guerra Civil hace ya 80 años.
No obstante, la represión había comenzado antes, tal y como remarca Ramón Martínez, historiador especializado en la realidad LGTBI: “El asesinato de Lorca fue un primer aviso importante para mucha gente de lo que se avecinaba con el gobierno ilegítimo”. El poeta granadino fue “fusilado y abandonado” en una cuneta el 18 de agosto de 1936 “por rojo y maricón”, según relataron su delator, Ramón Ruiz Alonso, y su ejecutor, Juan Luis Trescastro. Sus testimonios los ha recogido el periodista Marcos Paradinas en su libro El fin de la homofobia.
“Desde el comienzo, la homosexualidad se consideró una afrenta al régimen franquista. Es aterrador ver cómo las cuatro décadas de dictadura sirvieron para perfeccionar una sanguinaria maquinaria estatal con la que erradicar las heterodoxias”, recalca el historiador. Aun así, durante los primeros 15 años de la dictadura, Franco “estaba bastante ocupado con la aniquilación de los rivales políticos”, señala Pardinas, y no fue hasta pasada “esa purga” que decidió ir a por las personas LGTBI con la modificación en 1954 de la Ley republicana de Vagos y Maleantes.
No obstante, usar estas siglas en el marco de la dictadura no es del todo correcto ya que supone ser infiel a la forma en la que el régimen entendía la diversidad y porque por aquel entonces aún no se había organizado el movimiento LGTBI que conocemos hoy en día. “El denominador común del franquismo es que todos eran maricones. No supo distinguir entre orientación sexual e identidad de género. Las mujeres trans eran consideradas travestis u homosexuales”, incide Raúl Solís, autor del libro La doble transición donde recoge la vida de ocho mujeres trans durante estos años de totalitarismo. “Trans, homosexuales y bisexuales iban al mismo saco conceptual de los ‘desviados’”, apunta Martínez.
Como expuso Fernando Olmeda en su libro El látigo y la pluma, con la dictadura se implementó en la sociedad española una idea muy concreta de masculinidad y de lo que debía ser un hombre. Martínez coincide con el periodista y especifica que al varón se le aplicaba “la versión más férrea de los roles de género. Cualquiera que lo incumpliera no solo era un traidor a su sexo, sino también un traidor a la patria, que necesitaba ‘hombres de verdad’ para fecundar mujeres que dieran a luz a españoles de bien. Hay textos que incluso se plantean si los hombres no heterosexuales son recuperables o no para la causa de la propagación de la raza”. Solís lo sentencia así: “En un sistema patriarcal lo que se privilegia es la copia del patriarca. Las personas LGTBI cuestionaban la columna vertebral del nacionalcatolicismo. Por eso nos perseguían”.
Una condena disfrazada de precaución
La Segunda República había descriminalizado la homosexualidad en el Código Penal de 1932, pero tampoco se puede afirmar que fuera “una buena aliada”: “Solo Gregorio Marañón empatizaba un poco porque consideraba la homosexualidad un problema médico, no un delito. Hoy nos parece algo inaceptable, pero fue posiblemente el mayor avance hasta la fecha. Un jurista como Jiménez de Asúa, que fue presidente de la República en el exilio, protestó firmemente cuando la dictadura de Primo de Rivera persiguió penalmente la homosexualidad y estuvo detrás de la despenalización al llegar la República”.
Si bien es cierto que el régimen franquista tardó tres lustros en legislar contra las personas LGTBI, el Tribunal Superior se pronunció al respecto el 15 de octubre de 1951. En una sentencia que recoge el escritor Arturo Arnalte en su obra Redada de violetas, el órgano judicial dictó que “la homosexualidad es ‘vicio repugnante en lo social, aberración en lo sexual, perversión en lo psicológico y déficit en lo endocrino’”. Tres años más tarde, el 15 de julio de 1954, Franco retocó el texto de la Ley de Vagos y Maleantes para “convertirlo en una norma que perseguía la diversidad y que reconocía a las personas homosexuales como posibles delincuentes”, manifiesta Martínez.
“La idea que subyacía es que alguien por el simple hecho de no ser heterosexual está más cerca de cometer un delito y que, por ello, debe ser detenido”, narra el historiador. Por su parte, Pardinas remarca en El fin de la homofobia que las medidas no se establecían como “penas”, sino como “medidas de seguridad”. “La aberración era triple: se persigue la identidad y no el acto sexual, se establece una persecución ‘preventiva’ y se prescinde la necesidad de prueba alguna para hostigar a los sospechosos”, resalta.
Por culpa de esta Ley “existieron auténticos campos de concentración para homosexuales en nuestro país durante al menos dos décadas. La colonia agrícola de Tefía, en Fuerteventura, es un ejemplo de aquel horror”, cuenta Martínez. Según un informe de Amnistía Internacional de 2015, allí sometían a los presos a “condiciones inhumanas, trabajo hasta el agotamiento, palizas y hambre”. El testimonio más revelador fue el de Octavio García Hernández, que falleció el año pasado.
Un tardofranquismo corrector
Las mujeres lesbianas y bisexuales no llegaron a sufrir esta persecución tan dura porque “legalmente no se las perseguía”, puntualiza Martínez. Boti Garcia Rodrigo lo recuerda así: “Para la dictadura no existíamos. No podían imaginar que hubiera mujeres que prescindieran del varón para hacer su vida. Ellos sufrieron torturas y humillaciones pero nosotras terminábamos en el convento, en matrimonios forzados o en el psiquiatra. No sé si es mejor que te peguen o que ni te vean ni te hagan persona. Estábamos condenadas a la invisibilidad más absoluta, a la no existencia”, explica la que fuera presidenta de la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales (FELGTB).
Sin embargo, las medidas contra las identidades LGTBI se endurecieron con la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970, que Martínez ha descrito en su libro Lo nuestro sí que es mundial como “la barbarie antihomosexual más descarnada”. El objetivo de esta ley era reeducar y reinsertar a los hombres homosexuales con prácticas de reconversión que iban desde los electroshocks y las terapias de psicoanálisis hasta las lobotomías. Con este texto, y según señala Pardinas, “ya no son delincuentes a los que castigar, sino enfermos a los que curar”.
Martínez aclara que aunque en teoría buscaban devolver a los homosexuales (y también a las personas trans) al camino de la sexualidad correcta, el objetivo era otro: “Querían erradicarnos. Nos decían que iban a reeducarnos porque decir que pretendían exterminarnos recordaba a otra cosa, que era precisamente la que intentaban hacer”. Además, se construyó una prisión en Badajoz para los homosexuales pasivos, otra en Huelva para los activos y se destinaron a muchos otros junto con mujeres trans a las cárceles de Carabanchel y de la Modelo (Barcelona).
El ejemplo de la represión más cruel reside en Lorca, pero también fueron víctimas de esta opresión otros nombres como Antonio Ruiz, expreso valenciano que lideró la lucha de la eliminación de las fichas policiales; el cantante de copla Miguel de Molina, que sufrió una paliza casi mortal; la poeta Gloria Fuertes a la que se la encasilló como una escritora para niños; y el dramaturgo Agustín Gómez Arcos que terminó en el exilio.
A pesar de esta barbarie, gais, lesbianas, bi y trans siguieron reuniéndose en la clandestinidad, se armaron para levantar el movimiento LGTBI español y pelear por sus derechos. “Estoy muy orgullosa de mi colectivo porque hemos buscado nuestra libertad como seres humanos. Somos unos resistentes”, concluye García Rodrigo.
Ahora, cuando se cumplen 80 años del final de la Guerra Civil, el Ayuntamiento de Barcelona, gobernado por Ada Colau, interpuso una querella contra varios jueces de la dictadura por sus sentencias homófobas. La Justicia, sin embargo, ha rechazado investigar estos casos ya que se ajustaban al orden legal cuando fueron dictadas.