MOIRA WEIGEL/ ENSAYISTA. AUTORA DE LABOR FOR LOVE “Hay que abolir el género. La revolución sexual de los 60 se limitó a destruir normas”

Publicado en CTXT

JONI STERNBACH

JONI STERNBACH

Moira Weigel (Brooklyn, 1984) es una de las ensayistas del momento en Estados Unidos. Escribe sobre cine, cultura, ideología, sexo o tecnología desde una perspectiva feminista en publicaciones de todo tipo. Lo hace aunando la teoría crítica con la historia literaria y la sociología. Su libro Labor for Love (Macmillan) es un análisis multidisciplinar de la historia y presente de las citas románticas. Durante una reciente visita a Brooklyn para ver a sus padres, Weigel se citó con CTXT en una cafetería cercana al Park Slope de Paul Auster para relatar el origen y desarrollo de las citas como forma de cortejo amoroso y sexual, y su relación simbiótica con el capitalismo y la desigualdad de género.

En primer lugar, ¿cómo define el dating, o las citas románticas?

El dating, las citas, es la forma que adquiere el cortejo en una economía basada en el consumo. Para que surja es necesario que la mujer se incorpore al ámbito laboral y por eso no emerge hasta principios del siglo XX. Se trata de una forma de cortejo definida por dinámicas de mercado. Si uno piensa en las novelas de Jane Austen, se entiende que el matrimonio es un contrato financiero y legal, pero el cortejo previo tiene lugar en el hogar, supervisado por la familia o la comunidad, y fuera por tanto de la economía de mercado.

Las citas emergen cuando hombres y mujeres se mezclan libremente en un ambiente urbano. Para que haya citas, tiene que haber cierta actividad de consumo, un elemento transaccional, que habitualmente implica que alguien le compre algo a alguien cuando ambos quedan para salir. Por tanto, la actividad está imbricada en la economía de consumo. Tanto si se trata de los bares, salas de baile y parques de atracciones que surgían en las ciudades estadounidenses de principios del XX como en el caso de las aplicaciones de móvil para citas que abundan en estos días, constantemente surgen formas en las que el cortejo se incorpora en el mercado, o en las que la atracción sexual y el deseo operan como motor del mismo.

La mayor parte del debate público mainstream sobre las citas tiene que ver con cómo la actividad se encuentra en una gran crisis. A menudo, se achaca la crisis del romance a las nuevas tecnologías. Usted, sin embargo, defiende que ha existido desde siempre, que es “una crisis constante”. ¿Por qué hablamos de ello precisamente ahora?

Porque ese discurso de crisis naturaliza y expresa una cierta ansiedad sobre los roles de género. También sirve para naturalizar lo que había antes y presentarlo como ahistórico o bueno. Cuando uno lee un artículo del New York Times en el que se dice “se acabó el cortejo por culpa del teléfono móvil”, eso cumple la función de presentar la anterior forma de cortejo como algo natural y atemporal. Es como si desde los cavernícolas hasta el iPhone 6, los hombres y las mujeres se hubieran dedicado alegremente a las citas y ahora, con la llegada del iPhone 6, estamos todos jodidos.

¿De dónde surgen las citas? ¿Quién las inventó?

Me gusta decir, en broma, que las citas se inventaron, exactamente, en 1896, que es la primera vez que se publica la palabra date.

Hasta ese momento, si fueras mi pretendiente y quisieras venir a verme, yo esperaría en el salón de mis padres durante horas hasta que aparecieras. Pero la palabra cita refleja que tanto la mujer como el hombre trabajan fuera del hogar. Vienes a recogerme de un lugar concreto a una hora determinada.

En la década de 1890, se produce una oleada de inmigración masiva del campo a la ciudad y, a la vez, de Europa a las ciudades de Estados Unidos. La nueva clase obrera urbana vive en apartamentos o habitaciones pequeñas, a menudo compartidas. En esas condiciones, resulta muy difícil tener privacidad. Casi la mitad de las mujeres ya trabajaban fuera de casa para el año 1900. Por primera vez, los hombres y las mujeres se encuentran en el espacio público, y así se inventan las citas. Pero la frontera entre las citas legítimas y el trabajo sexual siempre ha sido muy porosa, ya que en las citas se espera que el hombre compre algo a la mujer, o la invite a algo, a cambio de algo romántico. Cuando surgen las citas, la clase media no las reconoce como tales, y las autoridades arrestan a las mujeres que se citan con hombres. A menudo se les lleva a comisiones para la reforma moral o a lugares en los que se les obliga a coser y a hacer trabajo menial.

Al escribir sobre esta época, menciona el informe de una trabajadora social en 1915, que describe cómo las mujeres de la época se quejaban de que la única manera que tenían de disfrutar del ocio era que los hombres pagasen por él, se sobreentiende que a cambio de algo. ¿Es ahí donde se hace evidente la frontera porosa de la que hablaba?

Exacto. Hay que tener en cuenta que el sexismo estructural que supone la desigualdad salarial está imbuido en el ADN de las citas. Debo decir que soy consciente de que los hombres se citan con otros hombres, igual que las mujeres, y que no pretendo hablar solamente de la gente heterosexual, pero escribo sobre una institución cuya historia hegemónica ha sido heteronormativa. Cuando un hombre y una mujer salen juntos, se presupone que el hombre paga, porque los hombres ganan mucho, mucho más que las mujeres y porque el espacio público siempre les ha pertenecido a ellos.

Cuando las mujeres empiezan a adentrarse en los bares y otros espacios hasta entonces reservados a hombres, surge lo que llamo el complejo de la prostitución, una suerte de ansiedad que nunca ha desaparecido del todo. Incluso hoy, si quedáramos para una cita y me llevaras a un restaurante muy caro, me sentiría incómoda, porque sentiría que te debo algo.

Estos elementos transaccionales surgen porque una persona está pagando, aunque sea de manera indirecta, por el tiempo y la atención de otra, y quizá algo de sexo. Llamémoslo consideración romántica. Es algo parecido a una entrevista.

Hay algo sorprendente en su relato: cuando describe cómo eldating sacó el cortejo del espacio privado al público, añade que eso hizo que las mujeres perdieran poder relativo. ¿Por qué no al revés?

Me alegro mucho de que lo hayas leído así de bien. Hay quien no lo ha entendido. Efectivamente, defiendo que las mujeres perdieron cierto poder sobre sus vidas con esa evolución. Como siempre, nos gusta pensar en el desarrollo capitalista como una historia de avances en el terreno de la libertad a través de la apertura de nuevos mercados. Yo creo que es un arma de doble filo. Por un lado, es positivo que las mujeres puedan desenvolverse en público, que se les permita conocer a gente por sí solas, salir con alguien sin tener que esperar con su madre y su tía a que un tipo aparezca en su casa. Eso permite que las mujeres se expresen con mayor iniciativa. Por otro lado, en la época anterior al dating, las mujeres eran las anfitrionas. La mujer recibía al hombre que venía a verla. Tenía que invitarlo. Hay cierto poder social que va aparejado a eso, una sensación reconfortante de que tu familia se encargará de protegerte. Se juega en tu terreno.

En el libro, rechaza la noción de que los roles de la mujer como ama de casa que se encarga de la familia y el hombre que compite por el trabajo y el dinero en la esfera pública estén programados en nosotros. ¿Cómo se desarrollaron, económica e ideológicamente esos roles?

Me hace gracia, porque mi respuesta es… Por el capitalismo. Si hubiéramos ido a una granja en 1600 y les hubiéramos dicho a los que vivian ahi: ‘Bueno, lo que él hace es trabajo, pero lo que hace ella, matar a la gallina, cocinarla para cenar, tener a los hijos, criarlos y luego acompañar al marido a trabajar en el campo, eso no es trabajo’, su respuesta sería: ‘Menuda estupidez’. Todo forma parte del mismo proceso, del mismo esfuerzo colectivo. Pero al surgir el trabajo asalariado y la industrialización, nacen toda una clase de trabajos que tienen lugar fuera del hogar, reservados para hombres, y con ellos la noción de que las mujeres no trabajan. Como cuenta Silvia Federici, crece en paralelo todo un discurso filosófico que construye la idea de que los hombres y las mujeres son completamente diferentes. Hoy en día, nos resulta muy difícil desnaturalizar esas presunciones, que tienen siglos de vida. Es un producto de la organización del trabajo que surge con el capitalismo industrial y pervive con la sociedad de consumo del siglo XX, aunque empieza a agrietarse. Quizá ahora, con la digitalización y la precarización del trabajo, las cosas cambien. Sinceramente, no lo sé.

Otro aspecto de esa comercialización de la vida, del que habla en el libro, es el desarrollo y socialización del gusto. ¿En qué medida tiene relación la inclinación estética con el desarrollo de las citas?

En los años 20, empiezan a surgir la moda barata y el maquillaje y toda una serie de productos que ayudan a expresar el gusto. Aparecen también las revistas de tirada nacional, lo que contribuye a establecer paradigmas estéticos de buen o mal gusto. De la mano del consumismo, surge una enorme masa de población que se observa y se atrae en la esfera pública. Y surgen también todas estas industrias, que ayudan precisamente a atraer y atraerse. Hoy en día, sucede algo parecido con los me gusta de las redes sociales y las aplicaciones de citas, en las que el gusto sirve para estructurar un protocolo por el que se busca gente con la que salir. Y todo esto tiene mucho que ver con la clasificación de la gente por criterios de clase, y la estratificación de clase de la sociedad.

Si alguien dice, me encanta Wallace Stevens, o David Foster Wallace, esa persona probablemente estudió en una universidad cara y elitista, de artes liberales. Hay un montón de estudios que demuestran que la gente tiende a escoger de manera abrumadora a otra gente de su clase social en as aplicaciones de citas como Tinder, a menudo guiándose sólo por fotografías. Existe toda una semiología visual sobre cómo señalar eso. Si me aparece un chico musculoso y engominado, con el pelo para arriba, sabré automáticamente que pertenece a una clase social diferente a la mía. En Estados Unidos, la calidad de la dentadura es otro barómetro que sirve para determinar la clase de cada uno. De manera subconsciente, telegrafiamos y decodificamos todas esas señales sobre el origen social. Antes, en el mundo anterior a las citas, el rabino elegía a alguien de una familia como la tuya o un hombre adecuado de tu misma clase para que viniera a cortejarte. En ausencia de esas estructuras articuladas explícitamente para emparejar a la gente de acuerdo con su procedencia social, el gusto cobra un papel mucho más importante. Pero es obvio que el gusto no solo refleja la clase, sino también las aspiraciones de clase.

Escribe además acerca de la erortización de la actividad comercial. ¿En qué consiste ese fenómeno, y qué efecto tuvo en la vida amorosa de la gente?

Una vez que se le empieza a vender a la gente cosas que realmente no necesita, se hace imperativo añadir cierto atractivo erótico a esas cosas. Pero lo fascinante es cómo, poco a poco, la cultura va erotizando el trabajo en sí mismo. A partir de los años 50, las mujeres se reincorporan al mercado de trabajo. Tener una carrera se vuelve sexy. La oficina se vuelve sexy. Una se pone toda suerte de atuendos de trabajo, y empieza a flirtear.

En cierto modo, las realidades del dating, el flirteo y las relaciones que se forman en la oficina contribuyen a la idea de que todos debemos amar el trabajo, que es una idea muy esclavizante y que, irónicamente, nos deja sin tiempo para disfrutar del sexo o las relaciones de pareja. Hace poco, entrevisté a una ejecutiva de Silicon Valley para un artículo. Me contó que había contratado a un matchmaker al que pagaba 100.000 dólares al año por encontrarle novio, porque, según me dijo, no tenía tiempo para buscarlo ella. Me tuve que morder la lengua para no preguntarle: ‘Pero, ¿tienes tiempo para una relación de pareja?’ Amamos tanto el trabajo que no tenemos tiempo de hacer nada más que trabajar. Y también tenemos que pensar en todo como si fuera trabajo. Me refiero a la manera en que la gente concibe las dietas, o el ejercicio, o ciertos proyectos como si fueran productivos. No se nos permite limitarnos a pasarlo bien. Todo tiene que quedar subsumido dentro de alguna lógica productiva.

La gente cada vez se casa menos, o más veces, o más tarde, y se divorcia más. ¿Qué le ha sucedido a la cita ahora que el matrimonio no está, necesariamente, al final del camino del romance? ¿Se ha vuelto más casual?

En EEUU, solo los blancos ricos heterosexuales se casan en proporciones significativas. El matrimonio también tiene su estratificación de clase. Si has estudiado en Columbia, o Harvard, y tienes ciertos ingresos, es mucho más probable que te cases, y más improbable que te divorcies que la gente de tu clase hace una generación. Por otro lado, la gente sin estudios superiores ya casi no se casa, lo cual tiene sentido económico, dadas sus circunstancias.

Tiendo a pensar que todos estos supuestos problemas morales son, básicamente, económicos o materiales. Durante décadas, se ha patologizado desde la política a los negros en Estados Unidos por no casarse. Ahora se hace con los blancos pobres. Pero creo que es solo un reflejo de la precariedad e incertidumbre a la que se enfrentan estos grupos. En las citas, igual que en todo lo demás, hay dos Américas.

Estoy de acuerdo en que el hecho de que el matrimonio no esté necesariamente al final del camino genera nuevas posibilidades y libertad, pero también da lugar a ansiedades nuevas. No sé si nos hace más felices.

Escribe que el trabajo influye en nuestras citas, y viceversa. ¿En qué se manifiesta esa relación mutua?

De dos maneras, fundamentalmente. En primer lugar está la más obvia y literal: el tiempo que la gente pasa trabajando, desde dónde lo hace, etc, influye en nuestra vida romántica. Antes la gente decía: ‘Te paso a recoger a las seis’. Ahora, ¿quién sabe cuándo terminará de trabajar? Así que ya nos escribiremos mensajes.

De manera algo más abstracta, las ideas que tenemos sobre el valor económico están imbricadas en cómo nos enfrentamos al sexo y al amor. Hoy en día, está totalmente asentada la noción de que el mercado y sus leyes deben gobernar nuestra vida sexual e íntima. Pero ese concepto hubiera resultado muy alarmante en 1800. Frases como hard to get, o estar en el mercado reflejan cómo aplicamos el lenguaje de la economía a su vida sexual o amorosa. Se habla de optimizar una cita, del coste-beneficio de una relación. Son términos de mercado, cada vez más extendidos, en especial ahora que nos toca negociarlo todo en el terreno romántico. En la universidad, por ejemplo, reina el pánico entre los profesores y padres en torno a la cultura del lío. Lo curioso es que, mientras les decimos a los estudiantes que se preparen para un mundo en el que nada será permanente, en el que siempre habrá opciones y riesgos nuevos, mientras les decimos que sean flexibles en el trabajo y la vida, nos echamos las manos a la cabeza porque no tienen parejas estables y se acuestan todos con todos.

Eso nos lleva directos al argumento central del libro, que es que las citas son, en sí mismas, una forma de trabajo, tanto físico como emocional. ¿Puede explicar a qué se refiere?

Por supuesto. La inspiración vino de la tradición marxista feminista que analiza el trabajo doméstico y los cuidados como actividades económicas no remuneradas. Lo mismo sucede con las citas, que conllevan toda clase de actividades económicas, bien de trabajo o de consumo, como ir de compras, ir al gimnasio, mantener los perfiles de redes sociales o el maquillaje.

Escribe sobre cómo a su generación se le ha enseñado que el feminismo es algo que “ya pasó”. ¿Cómo es posible que las mujeres no sean completamente libres en lo relativo al sexo y al amor, después de la revolución de los 60?

Esa revolución sexual tuvo muchas limitaciones. Creo que fue una revolución negativa, en el sentido de que se centró en destruir ciertas normas sociales. Eso no es malo, pero es insuficiente. Se destruyeron ciertas formas o restricciones que era necesario destruir para avanzar en la libertad de todos, pero no se hizo suficiente hincapié en la persistencia de ciertas dinámicas de género. Dentro del Summer of Love, hubo quien se preguntó: ‘Bueno, ¿y ahora quién limpia la comuna?’ Obviamente, tu novia. Quizá sea yo la anticuada, pero creo que mucho de esto tiene que ver con las condiciones materiales. Las mujeres siguen ganando mucho menos que los hombres. En una sociedad sin apoyo social o del Estado para criar a los hijos, las consecuencias recaen desproporcionadamente en las mujeres. Si te limitas a eliminar todas las reglas del momento, dejando intactas las desigualdades estructurales preexistentes, terminas en una situación en la que todo el mundo tiene la libertad de usar a todo el mundo. Pero, precisamente por las desigualdades preexistentes, eso quiere decir que algunos tienen más libertad para usar a los demás que otros. La generación de los hombres del 68 se limitó a vivir las fantasías Playboy de sus padres reprimidos. Hay que abolir el género.

Ha mencionado que no quería hablar solo de parejas heterosexuales. ¿Qué hay del colectivo LGBT, y en particular la comunidad queer? ¿En qué medida su historia del dating es diferente de la de los heterosexuales? En el libro habla de cómo han abierto camino en muchos ámbitos, y pone de ejemplo la aplicación Grindr.

Siempre han sido pioneros, sí. Lo cierto es que durante el periodo que cubre este libro, que es casi en exclusiva el siglo XX, todo lo que hacían los queer en el terreno romántico o sexual no se tenía en cuenta como dating. No se reconocía ni legalmente, ni tampoco existían instituciones comercialmente orientadas hacia el colectivo gay. Esto ha cambiado algo con el movimiento por el matrimonio gay y sus victorias en los últimos años, pero durante la mayor parte de la historia de las citas románticas, los LGBTQ han estado en la sombra. Lo irónico es que, como apuntabas, la gente LGBTQ siempre ha estado en la vanguardia en lo relativo al sexo y el romance. En los años 20 y 30, desde luego, organizaban las mejores fiestas. Además, se produce un fenómeno de apropiación, de manera que cada vez que hay un grupo queer haciendo algo interesante, en el momento en que el fenómeno crece lo suficiente como para llamar la atención de las corporaciones, y que estas vean una oportunidad de negocio, lo colonizan de alguna u otra manera. Grindr, el precursor gay de Tinder, es un ejemplo. Otro es la cadena, TGI Fridays, en la que un tipo heterosexual tuvo la idea de hacer un bar gay para heteros, y se forró. Hay una gran creatividad y fortaleza crítica en los márgenes del dating.

Si queremos una tercera revolución sexual, o una revolución sexual mejor, la gente más preparada para llevarla a cabo es la de orientación sexual no normativa.

¿Tiene algo que ver el hecho de que dichos colectivos no acarreen la losa de la tradición cultural que llevan consigo los heterosexuales, que coarta a menudo la libertad y resulta esclavizante, como viene describiendo a lo largo de esta charla?

Es muy probable. En el libro analizo cómo muchos de nuestros problemas románticos tienen su raíz en las construcciones de género binarias. Precisamente por eso, observar las citas entre el colectivo queer resulta muy clarificador. A menudo, los consejos para las citas escritos para gente heterosexual son muy abusivos y desagradables, incluso inhumanos. Los hombres juegan a ese juego, y las mujeres siguen las normas. No es el caso de los consejos para gente queer. Y eso deja claro lo destructivos que son los roles de género mercantilizados y fantasiosos que son hegemónicos entre los heteros. Una vez que se sale de ese impasse definido por los roles de género preestablecidos, todo es mucho más fácil, mucho mejor y humano; fluye la comunicación. El problema es, en gran medida, el género. Las distinciones radicales de género son lo que tenemos que abolir, para encontrarnos los unos con los otros como seres humanos.

AUTOR

  • Álvaro Guzmán Bastida

    Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.