Las familias que no quiere la Iglesia
“¡Tu madre es bollera!”, le espetó una niña a otra en un colegio de Santiago de Compostela. “No, mi madre es lesbiana. Y es feliz. ¿Y la tuya?”, contraatacó Helena, de 12 años, hija de una mujer que, tras divorciarse de su marido, se casó con otra mujer. “Para mí, yo sigo teniendo una familia”, cuenta Guillermina Domínguez, de 58 años y casada desde hace cinco con Stela.
Estas dos mujeres conforman una de esas familias que no tienen en cuenta la Iglesia ni el Foro Español de la Familia cuando en las manifestaciones que encabezan gritan eso de ” la familia sí importa”. Precisamente las familias homoparentales fueron las protagonistas de muchos de los carteles y carrozas de la manifestación del Orgullo Gay, que se celebró en Madrid el día 2 de julio. “La ley del matrimonio gay y todas las leyes siempre son maravillosas, pero en la calle aún hay mucha discriminación”, afirma Guillermina, que no entiende cómo “una situación de amor puede producir rechazo”.
A ella se lo advirtieron, pero decidió ser coherente con sus sentimientos y dejar de engañarse a ella misma y a sus hijas. “Un día me miré al espejo y me pregunté ‘¿quién es esta mujer?’. Me di cuenta de que no me conocía”, recuerda Guillermina. En esa época llevaba 18 años casada. Atrás quedaban esos tiempos de juventud en los que ni siquiera sabía poner nombre a lo que sentía, cuando decidió hacer “lo correcto, lo sano, lo digno”, cuenta esta profesora de Historia criada en una familia católica. “De repente, dejé de ser mujer, madre, amiga y profesional y me convertí únicamente en lesbiana”, recuerda Guillermina .
De su decisión “personal e intransferible”, siempre quiso “salvar” a sus tres hijas, que se han criado con ella y Stela durante los últimos 13 años. “Por ellas se ha hecho y se hace todo en esta casa. Son lo más importante”, asevera Guillermina.
El mismo amor a los hijos fue el que hizo que Cati Pastor aprendiera, a los 47 años, “a entender a todo el mundo, a ver que no todos somos iguales”, explica esta madre, cuyo hijo pequeño, Álex, le dijo con 14 años que era homosexual. “Se te desmonta el mundo. Mi marido y yo nos pasamos 15 días llorando”, recuerda Cati, “sobre todo por la impotencia de no habernos dado cuenta de que Álex había sufrido tanto”.
El chico, que ahora tiene 20 años, pasó tres amenazado en el colegio y si tardó en contárselo a sus padres fue por miedo al rechazo. “Me dijo que él no quería ser así y que pensaba que lo dejaríamos de querer”, explica su madre, quien reconoce que no sabía realmente qué era la homosexualidad: “Llegué a preguntarle a mi hijo si quería ser una mujer”.
En una búsqueda desesperada en internet, Cati dio con la Asociación de Madres y Padres de Gays y Lesbianas
(AMPGIL), formada por más de 50 familias que, con la empatía como único método, convierten la desorientación de los padres en un aprendizaje vital. “Por muy modernos que seamos, el conocimiento que tenemos de la homosexualidad no nos sirve para gestionar lo que nos pasa”, cuenta José Mellinas, presidente de la asociación.
“No se trata de aceptar a tu hijo, como dicen algunos, sino de compartir la vida con él”, remarca Cati, quien añade que, a pesar de la ley del matrimonio gay, los homosexuales “aún no son personas libres”. “Mi hijo no puede expresar sus sentimientos por la calle. Cuando va de la mano de su novio, a veces lo
insultan”, explica.
Por eso, los activistas LGTB (Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales) no se cansan de repetir que tan importante como la legalidad es la visibilidad. Este es, precisamente, uno de los objetivos del colectivo, que pide al PP que retire el recurso contra el matrimonio gay interpuesto ante el Tribunal Constitucional. Más de 23.000 parejas del mismo sexo se han casado en España desde que en 2005 el Gobierno socialista aprobó la Ley del Matrimonio Homosexual.
Una sociedad sin miedo
Rubén Lodi y Gabriel Aranda, que llevan nueve años viviendo juntos, creen que esa es la clave para que “la sociedad pierda el miedo a los tipos de familia que no conoce”. Ni ellos mismos los concebían años atrás, antes de que, a Rubén (31 años), por ejemplo, lo sacaran “a empujones del armario”, cuenta. Este
ingeniero de telecomunicaciones, catequista en la adolescencia y ahora “agnóstico, laico y laicista”, dice que no entiende a la Iglesia: “Se llena la boca hablando de amor, pero el nuestro no vale”.
Esta pareja, miembro del colectivo universitario LGTB Arcópoli, tiene previsto casarse el año que viene. “Antes de que Rajoy, si gana las elecciones, tumbe la ley”, apunta Gabriel, informático de 29 años. Sobre la propuesta del PP de cambiar el nombre al matrimonio gay, la pareja lo tiene claro: “Estaríamos perdiendo derechos. Una misma institución no puede llamarse de dos maneras”, insiste Rubén, que equipara ese cambio a que “el voto masculino se llamara voto y el femenino, papelillo”.
El matrimonio “es una cuestión de dignidad”, añade Gabriel.El PP y la Iglesia han dicho en repetidas ocasiones que la familia está en peligro, pero en realidad, afirma la pareja, están en contra de que haya familias diferentes a las que ellos conciben “por pura homofobia”. “Somos nosotros los que estamos en peligro”, concluyen.