Zerolo y Maroto. Armarios, luchas y privilegios

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Los parlamentarios del PP Javier Maroto (i), e Iñaki Oyarzábal, el 28 de mayo en el Parlamento vasco. Efe / David Aguilar

Nos hemos despertado con la noticia de la muerte de Pedro Zerolo. No lo conocía más que a través de los medios de comunicación, pero era de los pocos políticos que me inspiraban un mínimo de confianza y simpatía, porque me transmitía vitalidad y compromiso en vez de cinismo.

Zerolo se va cuando se cumple una década de la aprobación de la ley del matrimonio igualitario. Y una semana después de que el alcalde en funciones de Vitoria Gasteiz Javier Maroto, un destacado miembro del Partido Popular, formación que se volcó contra esta ley, anunciase que se casa con su novio.

“Los políticos homosexuales, al menos muchos de ellos, hace tiempo que han salido del armario en este país”, celebraba el pasado domingo Aitor Guenagaen un análisis sobre la boda de Maroto y los pactos que se están fraguando para que no gobierne la capital vasca otros cuatro años. En el artículo cita a otros dirigentes abiertamente homosexuales, como Iñaki Oyarzábal (PP Vasco) e Iñigo Iturrate (PNV).

A menudo  hemos explicado que el uso androcéntrico del lenguaje crea imaginarios igualmente androcéntricos. Que cuando las mujeres no somos nombradas, tampoco somos visualizadas. Guenaga habla de “los políticos homosexuales”. Se supone que en el castellano, el masculino incluye a ambos sexos, por lo que una podría pensar que el enunciado incluye a “las políticas homosexuales”. Lo que ocurre es que, en este y otros tantos temas, la realidad de los hombres y de las mujeres es tan dispar que cuando se utiliza el masculino universal, se está obviando la mitad de la película. No se está dando una proliferación de políticas abiertamente lesbianas que anuncian enlaces con sus novias de toda la vida. No está ocurriendo, ni en el Partido Popular ni en los de izquierda.

¿A qué se debe? La respuesta rápida y trillada es que las lesbianas vivimos una doble discriminación: por ser mujeres y por ser lesbianas. Frente al enfoque aritmético de las dobles discriminaciones, en las ciencias sociales está primado el enfoque complejo de la interseccionalidad: el grado de exclusión que implica ser gay o lesbiana vendrá determinado por un montón de factores. No es lo mismo ser lesbiana en la ciudad que en el campo; siendo una empleada doméstica inmigrante sin papeles o una empresaria hostelera de Chueca; no es lo mismo ser una lesbiana camionera (literal y figuradamente hablando) que una lesbiana top-model; no es lo mismo trabajar en un colegio religioso que en una revista feminista. Cada circunstancia implica tanto discriminaciones específicas como posibilidades diferentes para resistirlas. Y lo mismo ocurre con los gays. Decir que una lesbiana siempre estará más discriminada que un gay es tan simplista como decir que una mujer siempre va a estar más oprimida que un hombre. Sin embargo, está claro que algo tiene que ver la socialización sexista con la casi nula presencia de lesbianas declaradas en la política española.

También se suele decir que las lesbianas somos invisibles. Mientras que ser gay ha estado marcado por el estigma (ser el maricón de la clase, del pueblo…), las lesbianas han tendido a pasar inadvertidas (a ser, por ejemplo, la tía que se mete a monja o la que se queda solterona y se dedica a cuidar a familiares dependientes o vive con una amiga). El movimiento LGTB ha estado liderado, en la mayoría de los casos, por los gays, debido a que el liderazgo es un valor más presente en la socialización de los hombres que de las mujeres. Esto se refleja bien  en la taquillera película Pride: el joven activista es el líder de un colectivo en el que solo hay una lesbiana (irrelevante en la trama). Había otras dos, pero se fueron: en vez de explicar sus legítimas incomodidades con el liderazgo del protagonista, quedan retratadas como locas separatistas, al estilo ‘Frente Popular de Judea’.

Otra respuesta es la misoginia. Y aquí me acuerdo de Beatriz Gimeno, gran amiga de Zerolo.  Gimeno escribió, también en eldiario.es, un artículo en el que explicaba por qué el rey recibía a la FELGTB mientras el PP seguía intentando legislar contra el derecho al aborto; por qué en muchos países avanza el reconocimiento institucional a la diversidad sexual mientras se legisla contra el derecho de las mujeres a decidir sobre nuestro cuerpo y nuestra maternidad. Gimeno afirma que “la homofilia histórica tiene un poso misógino muy grande” (evoco la testosterona que destilaba ese diálogo sobre caracoles y ostras censurado de Espartaco) y señala a esos gays privilegiados que disfrutan de la libertad conquistada por maricas, bolleras y travestis en las calles, mientras defienden que los Estados y las Iglesias sigan colonizando nuestros úteros. En el caso de Maroto, añado, gays privilegiados que utilizan su condición para dar una imagen moderna y liberal a la vez que arremeten contra los derechos de otros sujetos excluidos, por su origen, color de piel o situación administrativa (a esto se le llama  pink-washing o lavado rosa).

La homofobia es el principal instrumento de marcaje de género entre hombres (“marica” sigue siendo el insulto más empleado contra niños en los patios del colegio, y de lo más habitual en grupos de amigos, en campos de fútbol…), mientras que entre mujeres “puta” va antes que “bollera”. Sin embargo, parece que hay una vía de escape: ser homosexual pero no marica.

Si no tienes pluma o la escondes, si reproduces la masculinidad hegemónica, que se relaciona con valores como el liderazgo, la ambición y el poder, pues podrás ser respetado y la gente se esforzará en olvidar lo que ocurre en tu cama. Un hombre de mi familia lo dijo una vez: “Yo no tengo nada en contra de los homosexuales, pero detesto a los maricones”. Aclaró que usaba maricón como sinónimo de hombre que no es tal, no por sus preferencias sexuales sino por cobarde o pusilánime.

La homosexualidad respetable se asocia a masculinidad al cuadrado, sin mariconadas. De ahí que los círculos de poder sean accesibles para hombres homosexuales. ¿Quién va a acusar de ser poco hombre a un juez como Grande Marlaska o a un político como Maroto? Por eso el sociólogo Oscar Guasch -quien habla de la homofobia compleja, esa por la que los hombres que se definen como heterosexuales temen ser acusados de maricas- propone la siguiente receta contra la homofobia y la misoginia: “De la misma forma que hay mujeres que se definen políticamente como putas, podríamos reivindicar ser maricas, cobardes, renunciar a la masculinidad”.

Y sí, como dice Beatriz Gimeno, estos políticos conservadores homosexuales pueden dejar de esconder a sus novios, pueden tener maridos, gracias a los maricas, las bolleras y lxs trans que han dado la batalla en las calles. Gracias también a políticos como Zerolo, que izaron la bandera arcoiris cuando eso no daba votos precisamente. Pero si pueden hacerlo es porque el poder les hace inmunes a muchas cosas, incluida la discriminación.

Zerolo luchó por una ley criticada tanto por los homófobos como por la gente que, desde la izquierda, cuestiona la institución del matrimonio, incluidos los gays y lesbianas que alertan el riesgo de “heteronormativizar” las disidencias sexuales. Recordemos la célebre cita del primer ministro británico David Cameron: “No apoyo el matrimonio gay pese a ser conservador; apoyo el matrimonio gay porque soy conservador”. Como dice nuestra compañera Andrea Momoitio, los conservadores prefieren las bodas gay a los cuartos oscuros. No me quiero extender más: lean este imprescindible artículo de Lucas Platero en el que señala a quién beneficia y a quién no tanto esta conquista social, y qué otras discriminaciones siguen estando mucho más desatendidas.

Así pues, de la misma forma que no podemos pensar que el racismo está superado porque el país más poderoso del mundo esté presidido por un político negro, debemos evitar que la presencia de varones homosexuales entre los representantes del poder político, económico, judicial y religioso de este país nos lleve a lecturas complacientes.

Doy las gracias a Pedro Zerolo y a todas las personas que han hecho posible que las nuevas generaciones crezcan sabiendo que pueden emparejarse y formar familias con personas de su mismo sexo, que sus entornos reaccionarán mejor o peor, pero que el Estado reconoce ese derecho. Pero sirva también el adiós a Zerolo para pensar cómo seguir avanzando hacia un respeto pleno a la diversidad sexual en el que la vergüenza, la culpa, el estigma, la exclusión y la agresión directa desaparezcan de la vida de todas las personas.