La pasión de la igualdad
Pedro Zerolo era un revolucionario, un activista, un hombre que no podía vivir sin sueños
Pedro Javier González Zerolo era un revolucionario, un activista, un hombre que no podía vivir sin sueños. Con su padre, Pedro González, tuvo diferencias y semejanzas; Pedro Javier (que así lo llamaban el padre, la madre, los hermanos) era dulce como la madre, directo como el padre. El padre, Pedro González, uno de los grandes pintores que han dado las islas, y el mundo, fue líder siempre: en la escuela, en la cátedra (de Bellas Artes), entre los amigos del grupo artístico Nuestro Arte. Y Pedro heredó esos rasgos, hasta el final.
Ahora Pedro padre está delicado de salud, y sigue siendo, como fue siempre, un hombre cuya vitalidad se mantiene en los ojos. A Pedro hijo esa luz, la luz de sus ojos negros, le ha durado hasta en los peores momentos, que son los que han precedido a la desaparición de este volcán noble.
Era un hombre delicado pero terminante: no transigía con la descalificación moral (es decir, inmoral) de los que, como él, pero con él al frente, buscaban la igualdad como meta para conseguir la felicidad en sus vidas.
Él fue muy feliz, alcanzó las metas que defendió en la calle, en su partido y en las instituciones a las que regaló el tiempo de su vida. Pero eso no lo hizo para él, ni para Jesús, su marido, ni para sus amigos, ni para los que opinaban como él: él hacía todo eso porque era un republicano, un ser civil que tenía por los valores (la igualdad, la libertad, la fraternidad) el afecto radical del que se crió viviendo entre esas palabras.
La suya fue, también, una familia republicana, progresista hasta en los menores detalles, y ese liderazgo moral que le dio el origen se manifestó en su acción política pero también en la gestión sentimental de la vida cotidiana. Como el padre, era ceñudo cuando se cabreaba; nos reprochaba a los medios la banalidad con la que tratábamos las revindicaciones que protagonizaba, y su lucha no fue para que lo tomáramos en serio sino para que no fuéramos tontos, para que no dejáramos pasar por delante de nuestras narices la oportunidad que se le planteaba a la nueva democracia española: la oportunidad de entender seriamente que la modernidad pasaba por conseguir que todos fuéramos iguales.
Su gran triunfo fue la ley de matrimonio igualitario; él convenció a Zapatero para de que diera esa batalla, y él fue el primer soldado civil de esa guerra feliz. La fotografía en la que él aparece en la escena matrimonial que protagonizó con su marido no es la postal de una conquista personal, sino la expresión de una ambición colectiva que tiene una raíz y una consecuencia emocionantes.
Es difícil encontrar en los periódicos retratos de Zerolo solo, pues nunca fue un hombre solo; fue un ser de cercanías, que diría Umbral, alguien que siempre se apoyó en otros para ejercer su liderazgo natural. Como su padre, de nuevo, él mandaba donde estuviera, en la casa, en el partido y en la calle, pero si no sentía alrededor el calor de los otros se sentía fuera de lugar.
Representaba a una generación que no quiso dilapidar la oportunidad de tener ilusión, y como le daba rabia que su partido hiciera mutis por el foro, dijo en los últimos tiempos y en abierto lo que siempre dijo en las interioridades de esas organizaciones que se olvidan del objetivo final de su costumbre de existir: combatir para hacer mejor la vida de los otros. Eso que dijo acerca de la misión de su partido, hacerse de izquierdas para creerse el cambio, no era consecuencia de su retórica legendaria para crear eslóganes: eso venía de su corazón. De su corazón republicano y socialista.
Era un ser entrañable este líder natural apasionado de la igualdad. Hace un año aún recibía naranjas de alguien que supo que entraba en una fase difícil de su vida. Él, a su vez, agasajaba en secreto también (ella lo reveló ayer) a su íntima amiga Trinidad Jiménez, que pasó por un mal momento. Él recibía naranjas; él le envió a Trini, durante un año, flores frescas. Era un torrente, un volcán ennoblecido por el objetivo de su vida: hacer mejor la vida ajena. Lo logró.
Este martes hubo muchas lágrimas en la capilla ardiente. Muchas eran de personas a las que él les mejoró para siempre el noble ejercicio de vivir en libertad. Puede decirse de él lo que Hemingway contó de uno de sus personajes: “Conoció la angustia y el dolor pero nunca estuvo triste una mañana”. Su volcán sólo podía agotarlo la muerte. Y esta noticia fatal nos llena de rabia a los que nunca pensamos que Pedro Zerolo no iba a ganar también esta lucha.