Un arcoíris sobre Madrid
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Una multitud tomó ayer Madrid, de Atocha a Colón, en la marcha del Orgullo.
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La principal reclamación de los organizadores fue ‘Leyes por la igualdad real ¡ya!’
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La fiesta duró hasta la madrugada.
Un caballero, elegante, fornido, entra en el backstage de la primera carroza de la marcha, en pleno centro de Madrid, un rato antes de que comience el recorrido. Es cuestión de dos minutos: se volatiliza el traje y aparece una malla ceñida silueteando las nalgas. El ojo, de súbito, contorneado de negro. Y las pestañas largas inician su cortejo con el mundo como dos pavos reales poco discretos. Entonces el zapato ya es tacón estratosférico aunque las piernas continúen velludas. Es cuestión de dos minutos, o tal vez de ninguno, parecer uno u otra mientras se es hondamente lo mismo. Gira una cabeza sin peluca, sube las escaleras del furgón y se exhibe a la ciudad, híbrido, hermoso y sin complejos.
La manifestación del Orgullo de este año, bajo el lema «Leyes por la igualdad real, ¡ya!», trató el sábado por la tarde de subrayar el protagonismo del colectivo transexual, más maltratado que otros no sólo en el ámbito social, sino también en el jurídico. De Atocha a Colón, el multitudinario desfile trascendió la juerga y dejó una estela de exigencias: entre ellas, una Ley Integral de Transexualidad. «Estamos agradecidos a la Ley de Identidad de Género, pero falta protección, por ejemplo, para los menores y la crueldad de los institutos», explica Santiago Rivero, miembro de COGAM [Colectivo de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales de Madrid]. «Por no hablar de los adultos, que presentan una tasa de paro altísima. También a los inmigrantes transexuales, perseguidos en sus países de origen, se les niega aquí asilo político». Rivero asegura que la incomprensión de la causa ya se evidencia en el nombre del equipo de apoyo: «La UTIG [Unidad de Trastornos de Identidad de Género] sigue considerándolos enfermos», asevera, recordando que la «despatologización» se les hace urgente.
Otra de las batallas prorrogadas de la marcha fue la aprobación estatal de una Ley antiLGTBfobia, «que nos cuide de los delitos de odio no sólo físicos, sino, además, del acoso o insulto por redes sociales», sentencia Rivero.
Entre las banderas arcoíris anudadas al cuello y las pecheras desnudas supurando purpurina -al estilo paladín de la libertad sexual- cojea Manolo, sobrio alicantino de 61 años, que vuelve al Orgullo después de ocho, pero «no tanto por la fiesta como por la reivindicación». Asegura que, como «chico de pueblo» que es, ha sufrido persecuciones y agresiones -«¡pues claro!»-, pero, sobre todo, mucha «hipocresía»: «Delante de la gente me han dicho ‘Quita, maricón’, y detrás ‘Ven, guapo’», cuenta, con dolor. Pero se repone al instante: «Estoy curado de espanto. Se creen que me han utilizado, pero los he utilizado yo a ellos». Sonríe y sigue paseando su pierna herida y las memorias de sus viejas fiestas de pueblo.
Desde una carroza que luce un «Orgullosos de formar familias» -publicitada por una clínica de reproducción asistida-, saludan niños vivarachos. A pie de manifestación, Aina, de 33 años, asidua a las fiestas desde hace siete, las celebra por primera vez con su hija. «Nos quedamos embarazadas al tercer intento», sonríe, señalando a su pareja. Una cabeza diminuta nos observa desde el carrito. «Qué te voy a decir: mírala, es lo mejor que me ha pasado en la vida». Y parece que nunca existió el junio del 77 en Barcelona; no, no hubo jamás una protesta primeriza por el sexo libre contra la que cargaron los grises. Chueca jamás fue un gueto. Nunca rabia, cuándo miedo. Aina abraza a su esposa y el mundo gira, inmaculado, en el sentido correcto.
La reivindicación política acabó dejando paso a la estética. Sergio, de 23 años, viene al Orgullo con un par de amigos de Toledo y rúbrica de chulazos: pequeña tropa de cristianos ronaldos bramando -como en permanente celebración de un gol- y reclamando el culto ajeno a su cuerpo. «Nosotros no somos gays ni nada, eh, eso apúntalo», insiste. «Venimos aquí a lucirnos. Estamos metidos en el mundo del cuerpo y buscamos llamar la atención».
Cristina nació en Ecuador y se pinta la raya del ojo muy larga, casi aledaña a las raíces del pelo. Aún no ha pasado por la operación genital que edificará la vagina con la que fantasea, pero «¿cuántos culos tan perfectos has visto, reina?» Lleva a sus espaldas 15 Orgullos y luce «excesiva, ya lo sé, pero una vez al año no hace daño». «No me digas que no me vas a sacar foto», lamenta. Y más música, y más laca, y más pistola de agua, y más carcajada ardiente desembocando en Colón. Fue un constante abrir de cremalleras, un «ésta es la verdadera piel, la que hay detrás, ¿o es que es la misma?» Cuestión de dos minutos de probador secreto. O tal vez de ninguno.