El autor trae a la época actual la narración que ha sustentado la tesis de la Iglesia católica sobre el «pecado original», y acusa a las religiones monoteístas de haber influido con su relato «machista y chapucero» en el pensamiento político y en el poder de los políticos.
Hace días que pensaba escribir algo sobre el «día de la mujer», sin atreverme a hacerlo. Y es que cuando las instancias internacionales ponen «día» a personas, problemas o enfermedades es que todos los poderes, sean políticos, religiosos o sindicales, quieren hacer ver que se preocupan por el pueblo, pero desean ardientemente, que las cosas continúen como están. Que no protestemos y que lo celebremos, sí, pero callandito.
Esta madrugada me he despertado desasosegado, y han llegado a mi cabeza y corazón una serie de pensamientos y recuerdos de mujeres. El primero ha sido el de Eva; sí, la de «Adán y Eva». ¿Os acordáis? Nos lo enseñaron en la catequesis y nos decían que fueron nuestros primeros padres, que pecaron, y a quienes Dios echó del paraíso. Pero esta madrugada lo he vivido de otra manera. Tal y como sucedió.
Eva estaba emparejada con Adán. Trabajaban juntos en una plantación de árboles frutales. En aquella finca, ellos solos estaban bregando. Eso sí, bien vigilados por media docena de guardias de seguridad. Como civiles o ertzainas… en la actualidad.
El caso es que Adán trabajaba como un bruto, sin detenerse un instante. Eva, como mujer, era más sensata y comedida, lo que le permitía no perder de vista a su compañero, cuya salud le tenía preocupada.
En un momento dado, Eva le vio flaquear, agotado por el trabajo y el hambre. Sin pensarlo dos veces, tomó una manzana -no sé si de un árbol o de los montones que ya habían recogido- y se la dio a su compañero de trabajo para que se sobrepusiera y recuperara.
Después, todo sucedió a una velocidad de relámpago. Adán pegó un enorme mordisco a la manzana, y sin que le diera tiempo a tragar aquel primer bocado, cuatro de los guardias de seguridad de la plantación se abalanzaron sobre los dos y les detuvieron. ¡Claro que Eva y Adán protestaron y se defendieron!, pero inútilmente.
El dueño de la plantación les trató de manera tan inhumana como que les juró y prometió con toda desvergüenza que pasarían hambre, que ella tendría hijos con muchos dolores y que nadie les daría trabajo en ninguna otra plantación.
El dueño y señor les despidió brutalmente. No era lo que Eva y Adán esperaban de un propietario que tanto prestigio tenía entre los vecinos de la aldea. No lo entendían.
Adán enfermó del disgusto, y se dedicó inútilmente a buscar trabajo y a llorar su desgracia, junto a otros compañeros que se encontraban en paro como él.
Mientras tanto, Eva recogía plantas como nabos, cardos o patatas, que hacía hervir en una cazuela de barro que ella misma había enjaretado, para dar de comer a su compañero y a sus dos primeros hijos, puesto que, en cuanto les echaron de la plantación, Adán la fecundó, con verdadero placer y persistencia.
Adán tenía muy claro que cuantos más hijos tuviesen, más fácil les sería trabajar la tierra y vivir de manera más cómoda… No por otra razón -según él- mantenía intensas y pertinaces relaciones íntimas con su compañera.
Los sacerdotes-pensadores de aquellos y subsiguientes tiempos no dejaron de criticar y culpar con énfasis y terquedad la actitud de Eva en la plantación. Era para todos evidente que si ella no hubiese robado lo que no le pertenecía, el hombre, Adán en este caso, no habría podido morder la manzana. ¡Ella le incitó a la desobediencia! Según todas las primeras páginas, era ella, y solamente ella, quien debía haber sido castigada.
Esta narración, contada de forma tan machista como chapucera y embustera, ha sido lo que hasta nuestros días ha sido mantenido por la Iglesia católica como el pecado original.
Las religiones monoteístas, cristianismo, judaísmo e islam, con sus ideas de Dios único y de superioridad del hombre sobre la mujer, han influido en el pensamiento político y en el poder de los políticos en quienes hemos abandonado nuestra capacidad de decisión, permitiendo que ellos se enriquezcan a costa de nuestra miseria. Pero sobre todo ha sido el miedo, el miedo al castigo eterno y a todos ellos, políticos reemplazantes de su dios, que han conseguido el total deterioro de la clase trabajadora, mujeres y hombres.
En el Estado español, para la mayoría de la población hay mucho menos empleo, de peor calidad, de menor duración y con salarios claramente inferiores.
A finales del año 2008, había en el reino unos 19 millones y medio de personas que cotizaban a la Seguridad Social. Hoy la población activa se ha reducido a unos 16 millones 600 mil puestos de trabajo. Los contratos a jornada completa representan solamente el 8% del total, mientras que los desahucios realizados en el mismo reino superan el millón y medio.
No nos vamos a extender en datos sobre la degradación de los servicios sanitarios, incluidas las urgencias, ni en la degeneración total de la enseñanza, incluido el nivel universitario.
Tampoco nuestros ilustres profesores universitarios han entendido que «la tarea primordial de los catedráticos y pedagogos, estos oscuros soldados de la civilización, es la de proporcionar al pueblo los medios intelectuales para ser capaces de rebelarse». Lo escribió en 1881 Louise Michel, luchadora de la Comuna de París. Ella misma añadía: «Porque no se trata de conseguir una miga de pan; es la cosecha del mundo entero la que es necesaria a la raza humana, sin explotadores y explotados».
No es construyendo el infierno en esta vida como se destruye el infierno en la otra.
Flora Tristan, nacida en 1893, fue una de las primeras socialistas que intentó llevar, en un mismo frente, la lucha obrera con la lucha de las mujeres. Su pensamiento fundamental era que «El hombre, el más oprimido, puede oprimir a otro ser, como es su mujer. Ella es la proletaria del mismísimo proletario».
En su libro «Unión Obrera», describe cómo «La mejora de la situación de miseria y de ignorancia de los trabajadores es fundamental, porque todas las desgracias del mundo provienen del olvido y el desprecio que hasta hoy se ha hecho de los derechos naturales e inalienables de la mujer».
«Las mujeres -dice-, en sus múltiples funciones de madre, amante, esposa, hija, etc., lo son todo en la vida del obrero… Y esta situación central no tiene equivalente en la clase alta, donde el dinero puede procurar educadores, sirvientes y cualquier tipo de distracciones». Lo decía también Engels -1884- en «El origen de la familia»: «En la familia, el hombre es burgués; mientras que la mujer juega el papel del proletariado».
En su libro, Flora Tristán adelanta un pensamiento anterior al Manifiesto Comunista de Marx, en el sentido de que pide la unión de los obreros y las mujeres en una única Internacional Obrera.
Y he aquí el llamamiento que nos hace: «La ley que esclaviza a la mujer, y la priva de instrucción, os oprime también a vosotros, varones proletarios (…). En nombre de vuestro propio interés, varones; en nombre de vuestra mejora, la vuestra, varones; en fin, en nombre del bienestar universal de todos y de todas, os apremio a reclamar los derechos para la mujer».
Otra vez entro en nebulosa, y pienso… Si cada sábado, todos los sábados, hombres y mujeres no llenamos las calles de Bilbo, Donostia, Gasteiz e Iruñea reclamando los derechos de las mujeres, que son los nuestros, los de todos los trabajadores… tendremos que concluir que la justicia y el honor no existen, ni siquiera entre nosotros.
Y, frente a este pensamiento negativo, tengo que copiar un verso de Louise Michel, como mujer, más inteligente: «He aquí la lucha universal./ La libertad planea en el aire,/ y el clamor de los indigentes/ nos llama a la batalla».