Pride, dirigida por Matthew Warchus, comienza con el desfile del Día del Orgullo Gay celebrado en Londres en 1984 y termina en el del año siguiente. En ese lapso de 12 meses, los mineros en huelga se rindieron a la intransigencia de Margaret Thatcher, que dio un golpe de muerte a los sindicatos. No todo fueron derrotas porque, en esa lucha desigual contra el cierre de numerosos pozos que dejarían sin trabajo a comunidades enteras, los huelguistas tuvieron, sobre todo en Gales, un aliado con el que no contaban: el movimiento LGSM (Lesbianas y Gais Apoyan a los Mineros), fundado en Londres ese año por Mark Ashton y Michael Jackson.
La película recoge aquella singular convergencia de intereses basada en la necesidad de combatir a enemigos comunes: la policía que reprimía protestas y marchas pacíficas con brutalidad, tabloides homófobos y de derechas que manipulaban la información y, por supuesto, la política ultraliberal del Gobierno conservador de la Dama de Hierro, que entendía el patriotismo como la exigencia de machacar el movimiento obrero.
Era una época en la que la homosexualidad, que ni siquiera hacía dos décadas que había sido despenalizada, era vista todavía por amplios sectores de la sociedad como una enfermedad, una perversión o hasta un delito. La mayoría de los gais y lesbianas ocultaban sus tendencias incluso a sus padres –o sobre todo a ellos- sin atreverse a salir del armario, por temor a la exclusión social e incluso la violencia física. Huelga decir que en un entorno de gente ruda como el de los mineros, la homofobia estaba muy extendida, aunque el porcentaje de homosexuales no tenía por qué ser inferior al de cualquier otro colectivo… sin que casi ningún minero osara admitirlo.
Por fortuna, por lógica y por justicia las cosas han cambiado mucho desde entonces, aunque no todo lo que deberían. La irracional intolerancia sigue viva en este campo como en tantos otros. Sin embargo, crece la percepción de que unos padres que rechacen a su hijo/a por ser gay/lesbiana, o que lo consideren una tragedia que destruye sus vidas, no merecen ser llamados padres. Son ellos, no sus hijos, los que tienen un grave problema o, si se prefiere, una enfermedad o una perversión.
No obstante, cualquiera que tenga ya un buen puñado de años a sus espaldas sabe que las convenciones sociales cambian a veces de forma gan radical que lo que hoy se ve como absolutamente normal –porque lo es- no lo pareciese tanto en los ochenta, la época en la que se desarrolla Pride.
Se trata de una película comprometida, con lo que antaño se llamaba mensaje, pero también comercial, quizás en exceso, y eso hace que el ternurismo que busca la lágrima fácil, orientado de forma descarada al éxito en taquilla, vaya en detrimento de su eficacia como denuncia. Para entendernos: el efecto que produce se acerca más al de Billy Elliot o Full Monty que al de Mi nombre es Harvey Milk. Lo más injustificable es quizá que, en aras de no alienarse el favor de los espectadores norteamericanos, se haya ocultado que Mark Ashton era comunista, una condición que –una eternidad después de la caza de brujas de McCarthy– sigue siendo en Estados Unidos el segundo nombre de Lucifer.
Ashton murió de sida en 1987.El filme refleja que la plaga iba extendiendo sin freno en esa época sus tentáculos, sobre todo entre el colectivo gay, lo que era considerado en amplios sectores conservadores como poco menos que un castigo divino. Otro personaje de Pride, Jonathan Blake, fue uno de los primeros infectados por el VIH en el Reino Unido aunque, cumplidos ya los 65, sigue vivo.
Quien sí murió, mientras se rodaba su película, fue la activista galesa Hefina Headon, que jugó un papel crucial en el estrechamiento de los lazos entre mineros y homosexuales. Su compañera de lucha Sîan James, esposa de minero, casada a los 16 y madre por dos veces a los 20, se concienció durante la huelga y la convivencia con los miembros de LGSM. Eso le llevó a mejorar su educación y reforzar su compromiso político. Hoy es diputada laborista por el distrito galés de Swansea Este.
Matthew Warchus ha sabido convertir en buen cine comercial una historia real que, pese a su indudable interés, había caído en el olvido. El guion exigió un escrupuloso proceso de documentación con entrevistas a muchos de sus protagonistas, quienes, según un amplio reportaje publicado en The Observer (http://www.theguardian.com/film/2014/aug/31/pride-film-gay-activists-miners-strike-interview),están en términos generales satisfechos de su traslación a la pantalla.
El LGSM –como otros grupos en el Reino Unido- se rebeló contra el bloqueo por Thatcher de los fondos del sindicato minero, so pretexto de que no pagaba las multas impuestas consecuencia de las protestas. Los huelguistas tuvieron que recurrir a donativos privados. Gais y lesbianas se mostraron muy eficaces en esta misión y los integrantes del colectivo de Londres se trasladaron para expresar su solidaridad a una zona de Gales brutalmente castigada por los planes del Gobierno.
Parte de los habitantes y de los miembros del comité de huelga y del organismo que coordinaba la recogida de fondos rechazaban esa ayuda, no solo por machismo y homofobia –que también- sino, sobre todo, para evitar ser objeto de descalificaciones o a ser manipulados por quienes tenían intereses muy diferentes a los suyos. La convivencia entre los dos grupos, tan opuestos en principio, resultó muy difícil y debió derribar muchas barreras mentales, pero al final se impuso el espíritu de solidaridad y la convicción de que había que luchar todos a una contra el enemigo común.
Un momento crítico, que casi derriba el edificio trabajosamente construido durante meses, fue cuando el sensacionalista The Sun publicó con honores de primera página una información en la que se denunciaba la alianza entre mineros ypervertidos. Sin embargo, al tabloide manipulador –y a sus aliados en el Gobierno- les salió el tiro por la culata, porque eso dio a LGSM una gran visibilidad, que se reforzó con la celebración exitosa de un concierto multitudinario, Pits and Perverts(algo así como Minas y Pervertidos), en el que se recaudaron miles de libras para los huelguistas. A la postre, el paro fracasaría, pero esa lucha quedaría como uno de los principales ejemplos de la nefasta política social de Thatcher.
Pride tiene un final feliz. En el Día del Desfile Gay de 1985, los derrotados mineros se suman con sus estandartes en agradecimiento por el apoyo recibido. Marchan en cabeza del desfile entre el entusiasmo de los asistentes. Mientras suena la fanfarria, unos rótulos en pantalla informan del destino de los personajes principales y explican que en la conferencia laborista de ese mismo año se aprobó una declaración que comprometía el apoyo del partido a la igualdad de derechos de gais y lesbianas. Con el respaldo unánime, por supuesto, del sindicato de mineros.