RECONOCER LAS VICTORIAS Y ACTUAR EN CONSECUENCIA, UN RETO

Efectivamente, se han hecho oir. El autobús con mensajes contra la diversidad sexual infantil inmovilizado primero por la policía municipal madrileña y después por un juez se ha convertido en el tema estrella de esta semana. Parece casi lógico en esta época de frivolidad viral en la que resulta cada vez más difícil contextualizar polémicas, jerarquizar los temas de interés público y entablar debates estratégicos que permitan abrir puertas a nuevas victorias y salgan de la lógica reactiva.

Existen niñas con pene y niños con vulva. Es más, existen personas que, más allá de sus genitales, no se identifican con ningún género, construcción social de la que un recién nacido, más allá de las condiciones biológicas de su sexo, no tiene la menor idea. Precisamente por eso, porque son construcciones sociales. A eso se refirió hace más de medio siglo Simone de Beauvoir cuando dejó escrito que «no se nace mujer, se llega a serlo». Quedan muchas batallas por dar en el camino hacia la normalización de la cultura trans, desde las más simbólicas, como la posibilidad de marcar una tercera casilla neutral en los formularios oficiales en los que se nos obliga a definirnos como hombres o mujeres –así ocurre en Australia–, a las más palpables, como la inclusión del cambio de sexo dentro de la sanidad pública, pasando por la imprescindible labor pedagógica que requiere la inclusión de la transexualidad, en toda su globalidad, en los marcos mentales de la sociedad. Porque la cultura trans va mucho más allá del esquema binario marcado por unos genitales u otros; contiene en su seno un gran potencial transformador que desmonta los roles que inconscientemente seguimos asignando a cada género.

Lo positivo de la polémica de esta semana ha sido constatar que solo unos pocos ultras están dispuestos a arremeter contra el derecho de los niños a decidir sobre su sexualidad. En este sentido, han sido reveladoras las declaraciones de altos cargos del PP, que han criticado la campaña tránsfoba. Socialmente, la batalla está ganada ahora mismo –lo cual no quiere decir que lo esté para siempre, es cierto–. Lo negativo es que esos pocos ultras han conseguido un eco con el que no soñaban y que el libro homófobo sobre las que denominan «leyes de adoctrinamiento sexual» va ya por su segunda edición. En términos generales, se ha reaccionado contra el autobús como si fuese la posición tránsfoba la que ocupase una posición de poder, cuando en este caso –y en este momento– es a la inversa. Es el grupúsculo ultra el que reacciona ante la eficaz campaña de Chrysallis. Una posición hegemónica que no hay que dar por ganada para siempre, pero que para consolidar quizá lo más efectivo no sea mantener lógicas reactivas, sino plantear iniciativas que marquen el ritmo del debate y abran puertas a nuevos avances. Pasos adelante que pasen de las campañas de concienciación a la toma de decisiones concretas, empezando por protocolos claros que garanticen la libertad de los menores a la hora de desarrollar su sexualidad y que, de paso, dejen en segundo plano las pataletas de los ultras. Se dice que el poder primero te ignora, luego te ridiculiza y finalmente te ataca. Ser consciente de tener una posición de poder y aprender a ignorar sigue siendo probablemente una asignatura pendiente.

No hay batalla entre derechos
Junto a la necesaria reflexión de fondo sobre la transexualidad y la infancia –ausente estos días–, se impone una referencia a la magnitud que adquieren los fenómenos virales. Es un autobús naranja con una rabieta inscrita y sin embargo ha marcado la actualidad en una semana en la que se ha conseguido que Sara Majarenas e Izar permanezcan juntas, en las que las relaciones entre Lakua y Moncloa se han mostrado más lubricadas que nunca a cuenta del TAV, o en la que un cargo político catalán ha sido juzgado por poner las urnas. Solo son algunos de los hechos relevantes arrollados por el autobús, cuya prohibición ha sido reclamada automáticamente desde muchos estamentos, sin pararse a pensar probablemente en la contradicción que supone reclamar al mismo tiempo la libertad de expresión en otros ámbitos. Por odiosa que sea la campaña, que lo es, y por doloroso que resulte, la honestidad obliga a reconocer que ese autobús infecto debería poder circular, sin que eso menoscabe el derecho de los menores a desarrollar su sexualidad y sin que signifique que no se puedan desarrollar todo tipo de iniciativas contra la campaña. No debe haber colisión entre el derecho a la libre expresión de unos y los derechos de los transexuales.