Ponga un marica sobre el televisor

toro gay

JAIME G. TRECEÑO

SIEMPRE me ha fascinado el ‘enganche’ que ha tenido este país con la homosexualidad. Nunca entendí que lo que hiciesen dos señores o dos señoras con su intimidad les penalizase, les convirtiese en ‘tullidos sociales’.

-No, usted no puede casarse o adoptar. ¡Lo debería saber! Es marica. Les decían hasta hace cuatro amanecidas. Me llamaba la atención que si la propiedad privada nos hizo, supuestamente, ciudadanos libres e iguales, que no se le bajaran los impuestos al tipo que le comía la boca a otro por sufrir la mutilación de sus derechos. No lo entendí nunca. Sí, claro, la sociedad siempre ha tirado de lapidario -de lápida- para meterle sordina al asunto.

-No, es que las cosas son así. Es como si a alguien por montar en bicicleta, rezar a un Dios, orinar en la ducha o comer chocolate le impidiesen alquilar o comprar un piso. Absurdo. Nuestro Estado Social de Derecho siempre lo fue más para unos que para otros pese a que nos refugiásemos bajo el mismo paraguas constitucional. Nunca lo he comprendido.

Me crié en una sociedad en la que llamar maricón al que llenaba de plumas la pantalla del televisor estaba tan bien visto como perseguir a perros y gatos por las calles. Nunca entré en ese juego, aunque sí, claro que he hecho chistes hirientes sobre homosexuales…, y ellos también. ¡Somos españoles! Me resultaba curioso ver en mi círculo cómo los mismos que adoptaban esa pose, esa convención de lanzar un reproche al homosexual desde la distancia, lo trataban con la misma deferencia en la intimidad de su casa que a cualquier otra persona cuando tomaban contacto con él a través de amigos de hijos, vecinos o familiares. Todos somos mucho más normales de lo que damos a entender. Pero, a estas alturas de curso, aún me sigo removiendo en mis pantalones cuando escucho a los mismos que dicen abrazar el ‘Dios es amor’, lanzar las más lacerantes ofensas contra los gays. ¿Qué les hace pensar que son mejores que su creador?

Cumplimos una década del reconocimiento por ley del matrimonio homosexual y hemos tenido que esperar hasta este año para ver a las principales instituciones madrileñas, Ayuntamiento y Comunidad, apoyar oficialmente la lucha por los derechos civiles de lesbianas, gays, transexuales y bisexuales. Ha habido que cambiar el signo de los gobiernos, de los equipos que estaban al frente de los madrileños para ver ondear la bandera arcoíris en sus fachadas. Un amigo mío que tiene las piernas ‘chungas’ de nacimiento me decía el otro día que esta a favor del sistema de cuotas. «Si no las hubiese habido, nosotros, los pobres ‘destrozados’, seguiríamos vendiendo limones por los mercados». No se trata de emprender una campaña de: «Ponga un marica encima del televisor de su casa», pero no está de más que la Administración reconozca la existencia de ‘muñón social’ autoinfligido y que se conjure para solucionarlo.

Los tiempos están cambiando, afortunadamente. Ahora, sólo nos queda apuñalar con saña al amiguismo caciquil como valor social; sustituirlo por la capacidad y el mérito, y comenzaremos a parecernos a lo que queremos ser: una sociedad de personas libres e iguales. Pero eso no será ni hoy ni mañana. El ejemplo más claro lo tenemos en nuestros partidos políticos, los que nos gobiernan. Sólo dejo un ejemplo actual. El pasado viernes juntaban a los cuatro que pintan algo en el Partido Socialista de Madrid para ser informados de los planes a corto plazo del líder del PSOE para la federación. A Pedro Sánchez le habían entrado las prisas y quería que se celebrase un congreso extraordinario cuanto antes, en julio, para que se designe una nueva dirección regional que sustituya a la gestora que echó aTomás Gómez. En el encuentro se les informó de ello y del reparto de papeles: una sería la secretaria general, otro el presidente, otro el vicesecretario general… Todo atado y bien atado. El objetivo, dar la imagen de que los militantes han elegido a sus líderes y de paso mantener controlada la federación para lo que pueda pasar tras las elecciones generales. Un paripé con las hechuras de la vieja política.

Estamos lejos de ser un país ejemplar en muchas cosas pero en otras damos sopas con ondas a más de uno y de dos. Es un punto de partida y, además, nos queda toda la eternidad para mejorar. Nunca es tarde para cambiar las cosas.