Sus declaraciones sobre su modelo de familia han dejado claro que las opiniones que no sean políticamente correctas arden en la pira de 140 caracteres
Domenico Dolce y Stefano Gabbana, tras un desfile en Milán. / Luca Bruno (AP)
La sinceridad y más en los tiempos que corren, es una medicina peligrosa que debe administrarse con precaución, a resguardo de la luz pública y, sobre todo, una vez filtrada por el tamiz de lo políticamente correcto. Los modistos italianos Stefano Gabbana y Domenico Dolce no lo tuvieron en cuenta.
Hace unos días, los dueños de Dolce&Gabbana concedieron una entrevista a la revista italiana Panorama, editada por Mondadori, y decidieron desnudar sus vidas —desde sus recuerdos de infancia a su larga trayectoria en pareja y su posterior separación— sin encomendarse ni a Dios ni al diablo. El motivo, en principio, era hablar de su último proyecto, #DGfamily. Se trata de construir un mosaico de fotografías —ya han recibido 4.000— para explicar la evolución de la familia en todo el mundo. Pero una cosa fue llevando a la otra y al final Stefano Gabbana y Domenico Dolce terminaron reconociendo que no tuvieron una infancia feliz.
Gabbana ya limpiaba baños a los seis años para ayudar a su madre, Piera, que trabajaba de portera y limpiadora doméstica en Milán. Dolce recuerda que Rosaria, la suya, era tan rígida que lo obligaba desde muy pequeño a trabajar en la sastrería de la familia en un pueblo de Sicilia: “Yo fui viejo ya desde niño”. La autobiografía trazada por el primero, de 56 años, y por el segundo, de 52, no se ahorra un detalle. Gabbana cuenta que su madre se enteró —al menos oficialmente— de su noviazgo con Dolce a través de un telediario, lo llamó por teléfono y le preguntó: “¿Y ahora qué les digo yo a las vecinas?”. Dolce asegura que siempre supo de su homosexualidad, pero que en Polizzi Generosa, un pueblo de apenas 4.000 habitantes en el corazón de Sicilia, no era una cuestión que se pudiera confesar así como así hace medio siglo. De manera que no le quedaba más remedio que fingir: “Llevaba a casa a mis novias, claramente poco agraciadas. Y mi madre las criticaba y se enfadaba porque eran feas. A Stefano, en cambio, lo quiso desde el principio, se entendieron enseguida”.
Y así, poco a poco, casi de forma cronológica, la pareja de modistos con más glamour de Italia va dejando constancia en la entrevista —sin esconder ni un detalle de la esforzada vida de sus padres para salir adelante— de su difícil ascenso al éxito y la fama. Y tal vez porque una vez desnudos ya hay poco que quitarse, los modistos responden con la mano en el corazón a una pregunta delicada para casi todas las parejas sin hijos: ¿habríais querido ser padres? Stefano Gabbana, el milanés, responde claro y conciso: “Sí, yo un hijo lo tendría”. Domenico Dolce, el siciliano, también lo tiene claro, pero justo en el sentido contrario: “Soy gay, no puedo tener un hijo. Creo que no se puede tener todo en la vida. Y es incluso bonito privarse de algo. La vida tiene un recorrido natural, y hay cosas que no deben ser modificadas. Y una de ellas es la familia”.
Y fue partir de ahí —seguro que lo han adivinado— cuando la entrevista, y por ende la paz íntima, social y empresarial de Dolce&Gabbana, se empezó a complicar. Según Gabbana, después de observar las miles de fotografías que desde 2013 les han mandado desde muchos países para construir su proyecto #DGfamily, se han dado cuenta de que “la familia no es una moda pasajera”, sino que tiene “un sentido de pertenencia sobrenatural”. Domenico Dolce, sin percatarse de que aquella vieja advertencia policial —todo lo que diga puede ser utilizado en su contra— ya no es aplicable solo a los detenidos, se explayaba: “No hemos inventado nosotros la familia. La Sagrada Familia la convirtió en un icono, pero no es una cuestión religiosa o social: un niño cuando nace debe tener un padre y una madre. O al menos debería ser así. No me convencen aquellos que yo llamo los hijos de la química, los niños sintéticos. Úteros de alquiler, casi elegidos por catálogo. Y después ve a explicarles a estos niños quién es la madre. ¿Usted?”, le pregunta Dolce a la entrevistadora, “¿aceptaría ser hija de la química? Procrear tiene que ser un acto de amor. Hoy, ni siquiera los psiquiatras son capaces de afrontar los efectos de experimentación”.
Protestas en Londres contra Dolce&Gabbana. / LEON NEAL (AFP)
La que se armó dura todavía. Aquellas frases —“hijos de la química”, “niños sintéticos”, “úteros de alquiler casi elegidos por catálogo”— se convirtieron en bombas de racimo a través de Twitter. Hubo muchos —empezando por Elton John y Courtney Love— que no solo se sintieron ofendidos por las declaraciones de la pareja de diseñadores, sino que llamaron al boicot de la marca Dolce&Gabbana: “¡Cómo os atrevéis a llamar sintéticos a mis preciosos hijos! Os tendría que dar vergüenza haber apuntado con vuestros dedos prejuiciosos a la fecundación in vitro, que ha permitido a legiones de personas que aman, heterosexuales o gais, cumplir su sueño de ser padres”. Además de llamarlos “arcaicos” y de poner en circulación el boicot a sus productos, el cantante británico y la cantante estadounidense han animado a sus seguidores a sacar de sus armarios y tirar a la basura todo lo que lleve la firma italiana, ya sean bolsos o calzoncillos. Incluso Madonna publicó en su Instagram una fotografía protagonizada por ella y un bebé para la firma con el mensaje: “Pensad antes de hablar”.
Los modistos han intentado defenderse reivindicando su libertad de expresión y acusando de intolerantes a quienes, como Elton John, parecen dispuestos a quemarlos en la pira junto a sus creaciones. Lo que ha quedado claro es que cualquier opinión que no se amolde a lo políticamente correcto será sometida de inmediato a público escarnio, y ni la sinceridad ni el contexto actuarán en defensa del infractor, cuya trayectoria, prestigio y hacienda arderán en la universal pira de los 140 caracteres.