Las feministas cantan las bondades del modelo prohibicionista sueco que, supuestamente, ha logrado reducir el número de prostitutas entre un 30% y un 50%, y el de clientes entre un 75% y un 80%. Y han crucificado a los 343 intelectuales franceses alzados en armas contra la ley que penaliza a los clientes de la prostitución. Su provocador manifiesto No toques a mi puta ha sido el toque de rebato que ha unido a feministas y republicanos contra esos “desalmados” que pretenden “disponer del cuerpo de las putas como si fuera su propiedad”. Pero quienes se oponen a las multas critican, posiblemente con razón, la injerencia del Estado en el ámbito privado y su intento de moralizar la vida sexual de los ciudadanos. En China, donde la prostitución es ilegal, la última y recientísima gran redada ha clausurado 12 establecimientos de alterne y detenido a 67 prostitutas y clientes. El Gobierno chino no se anda con chiquitas: algunas prostitutas han sido expuestas públicamente como objeto de escarnio y otras, recluidas en campos de trabajo.
¿Estamos volviendo a los tiempos de la contrarreforma? Abordemos el tema de la prostitución con algo de perspectiva histórica. Incluso una sociedad tan religiosa como la medieval, donde la salvación era el objetivo supremo, toleró el comercio sexual para evitar males mayores como el adulterio y la violación. En España, durante la Edad Media y la edad moderna, se esgrimieron argumentos políticos, teológicos y económicos en favor y en contra de legalizar las mancebías. En el siglo XIII, los que estaban a favor apelaban a algunos textos de san Agustín y santo Tomás para reclamar tolerancia hacia los burdeles; aludían a su utilidad pública y defendían el derecho de las prostitutas a cobrar sus servicios.
Según María Isabel Pérez de Colosía, desde mediados del siglo XIV los concejos o asambleas de vecinos regulaban la prostitución y arrendaban los “meretricios” a los llamados padres de la mancebía, quienes controlaban férreamente a las prostitutas. Les exigían estar solteras, tener buena salud y someterse a periódicas inspecciones sanitarias y de higiene corporal. Eran atendidas por un médico y un sacerdote. A pesar de su sujeción, la mayoría de estas mujeres prefería los prostíbulos a ejercer la prostitución por libre. Las que decidían abandonar ese tipo de vida eran trasladadas a una casa de penitencia, donde permanecían recluidas en clausura a la espera de entrar en un convento o lograr la dote necesaria para contraer matrimonio. Los beneficios de los padres de la mancebía debían ser cuantiosos pues, al decir de Colosía, algunos caballeros de alto rango participaban en el negocio. En el Archivo de Trujillo he podido consultar contratos de tales arrendamientos. En el siglo XVI, con la contrarreforma, la tolerancia se esfumó y se ordenó cerrar los prostíbulos. Como consecuencia, las casas de recogida, cuyo objetivo era “limpiar esta República de gente tan perniciosa”, proliferaron.
En la Inglaterra del siglo XVII, Mandeville, de cuya Fábula de las abejas se conmemora este año el tricentenario, recomendaba establecer un sistema de burdeles para erradicar la prostitución sin control y poner freno al infanticidio y los hijos no deseados. Pero fueron los ilustrados radicales del siglo XVIII los que impulsaron una revolución erótica que podría compararse a la liberación sexual de los años sesenta del siglo pasado. En los salones de la alta sociedad parisiense, donde el matrimonio era un asunto de conveniencia y se desplegaban los rituales de galantería y seducción que reflejan Las amistades peligrosas, el sexo se libera de ataduras. Una nueva cultura del deseo y del erotismo acabó con la estigmatización del acto sexual, ridiculizó la castidad por antinatural, reclamó el divorcio y acogió la homosexualidad y las relaciones sexuales fuera del matrimonio. El máximo portavoz de esa revolución erótica, Diderot, reclamaba que el deseo sexual fuese reconocido como una de las necesidades vitales del ser humano. Pocos años más tarde, en 1792, un teólogo alemán, Carl Friedrich Bahrdt, reivindicaba que el derecho a la satisfacción sexual fuese catalogado como un derecho humano, algo que ni siquiera nuestras actuales declaraciones universales contemplan (John Christian Laursen).
Pero el siglo XIX cortó de raíz toda esa voluptuosidad. Fue, con algunas excepciones, un siglo esencialmente oscurantista que impuso la moral patriarcal y burguesa y el culto a la virginidad, y mantuvo a la mujer de clase media convencida de que el sexo tenía que ver únicamente con la procreación. Solo en aras de la necesaria misión de traer hijos al mundo aceptaba con resignación la mujer de los círculos conservadores el uso de su cuerpo. Porque, conforme al pensamiento platónico y medieval todavía en vigor, el cuerpo simbolizaba el mal, mientras el corazón era la morada de las excelsas cualidades “femeninas” (emoción, sensibilidad, altruismo y espíritu de sacrificio). Esta oposición corría paralela a la veneración del Sagrado Corazón de Jesús, que se propagó por entonces en los países católicos.
El rigor de la ética victoriana condujo al incremento de la prostitución, el infanticidio y la doble moral. Por poner un ejemplo, en Viena, el alarmante cuadro de la prostitución está confirmado por las estadísticas de la policía y de las autoridades sanitarias de la época. Según los datos de 1860, más del 50% de la población vienesa de más de veinte años permanecía soltera. Una gran parte de ese porcentaje eran mujeres que habían visto frustrados sus sueños de casarse y de tener hijos; pero otra parte eran hombres que recurrían a prostitutas, a relaciones con menores y al incesto. Las familias pudientes hacían frente al problema importando a exóticas y sufridas criadas georgianas que aliviaban los apetitos de sus retoños en edad fogosa.
Hasta comienzos del siglo XX, con Freud (y Schnitzler) la ciencia no se interesó por la sexualidad femenina ni por los problemas que su represión acarreaba, ni la mujer reivindicó su cuerpo como fuente de placer. La liberación del cuerpo femenino abrió la caja de los truenos, pues condujo no solo a la libertad sexual sino, más peligrosamente aún, al cuestionamiento del orden patriarcal, de la esfera de poder reservada al varón y de la maternidad, auténtico tabú de la época.
Hoy, a la vez que la Red ofrece la mayor oferta de sexo y pornografía nunca imaginada, se prohíbe paradójicamente o se penaliza la prostitución en la mayoría de los países, lo que da pie a un comercio del sexo opaco, insano y controlado por las mafias. Sería deseable, en aras de la transparencia y la salud pública, legalizar la prostitución lo mismo que se hizo en Estados Unidos con el alcohol y debería de hacerse con las drogas. En enero pasado, un grupo de prostitutas ibicencas dio el primer paso constituyendo una cooperativa que cotiza a la Seguridad Social. Si a los ciudadanos se les considera suficientemente racionales para poder elegir a sus gobernantes, no veo por qué el Estado debe tratarlos en el terreno íntimo como niños incapaces de saber lo que quieren y necesitados de tutela.
María José Villaverde es catedrática de la Universidad Complutense de Madrid.