Vivir deprisa, amar despacio: Feroz y carnal ‘contrametáfora’ del sida

Christophe Honoré completa en su última película una alegoría liberadora, gay, desaforada y triste de los años 80, un tiempo marcado a fuego por el VIH

Pierre Deladonchamps y Vincent Lacoste, en ‘Vivir deprisa, amar despacio’.

Mantenía Susan Sontag que las metáforas, como los mitos, también matan. Y, para demostrarlo, presentaba en sacrificio su propio cuerpo invadido, que no simplemente afectado, en un acto de guerra por células cancerosas. Y seguía: «La enfermedad mortal por excelencia es aquella que roza del modo más escandaloso los límites de la ética. La historia nos permite asociaciones entre la lepra y la pobreza, la peste y la higiene, la sífilis y la promiscuidad de los hombres, la tuberculosis y la reclusión de las mujeres. En todos estos casos, las víctimas han sido confundidas con el verdugo y sobre ellas han recaído las privaciones de la vida civil». Luego vendría el sida y la estigmatización metafórica del homosexual, del drogadicto o de un continente entero, el africano, alcanzó el más sucio y sangrante de los paradigmas. Los tiempos de expansión posmoderna en los 80 y 90 encontraron la respuesta liberal conservadora en la imagen y castigo de una plaga algo más que sólo bíblica.

Vivir deprisa, amar despacio, de Christophe Honoré, se revuelve contra todo este sistema codificado (o no tanto) de dominación. Hace tiempo que el director vive empeñado en construir su propia pauta; en fabricar su intransferible y muy personal respuesta a cada uno de los códigos y hasta lenguajes que prefiguran su condición de homosexual. Si buena parte del arte que convivió con el estigma del sida se empeñó en refutar el cuerpo degradado tal y como lo presentaban los medios y el poder de los medios, Honoré, un paso más allá, se esfuerza en retratar la dinámica de esos mismos cuerpos entregados al fondo mismo del sexo, del amor vivido a flor de piel, del furor de las almas que chocan, se descubren y, finalmente, se incendian. La idea es construir un auténtico y muy carnal tratado sobre el acto de amar alrededor del sida. Pero sin pedagogías, sin convertir cada fotograma en manifiesto político. O, al revés, y como mantendría Godard: «No es decir: ‘Yo cineasta voy a hacer películas políticas’, sino, por el contrario, voy a realizar políticamente películas políticas».

En efecto, lo que cuenta es el desplazamiento de significados, la anulación de todas y cada una de las metáforas que, en efecto, matan. Y eso, aunque parezca lo contrario, es un acto políticamente político. Por furiosa y auténticamente homosexual.

MIRAR A LOS OJOS DEL SIDA

Cuenta Honoré que, a pesar de que en películas anteriores ya se había ocupado de la enfermedad (lo hizo de forma directa o indirecta en Siempre juntos (todos contra Leo), Las canciones de amor, Hombre en el baño o en Métamorphoses), ésta la siente el autor de alguna manera como la primera. Y no tanto por su centralidad en el relato como por el tono, por la forma como aparece a modo de motor mismo de la pasión amorosa. «Creo», reflexionaba Honoré en Cannes donde presentó la película, «que la distancia en el tiempo ha sido necesaria. Es como un trauma que necesita su periodo de incubación. Pertenezco a una generación cuyas primeras experiencias sexuales tuvieron lugar a mediados de los 80. Muchos escapamos del sida, pero estuvo muy presente en nuestras vidas. Fue parte de nuestra existencia y nuestra educación. Vi amigos que enfermaron y otros que murieron, pero no creo que me pudiera considerar un testigo de nada. Estaba demasiado cerca para eso. No tenía la distancia adecuada. Han tenido que pasar 20 años para que pueda mirar a los ojos del sida y de mí mismo sin sentimiento ni de culpa ni de venganza; asumiéndolo como lo que fue». Y en su reflexión, sin duda, queda reflejado el tono a la vez transparente, por objetivo y distante, y apasionado, por perfectamente intransferible. Y autobiográfico incluso.

La película, para situarnos, cuenta la historia de un escritor maduro, además de infectado, padre de un hijo y testigo de demasiado dolor. Él (enorme Pierre Deladonchamps) vive en París. Un buen día se enamora de un joven (Vincent Lacoste) procedente de eso que el tiempo ha dado en llamar las provincias. Los dos están convencidos de que lo mejor de sus vidas está por llegar. Y en este convencimiento viven un amor provocadoramente libre, esencialmente divertido (por gay), carnalmente profundo. Y lo que vale para su romance, sirve exactamente igual para una película que se quiere libre, divertida y profunda. También triste, pero ¿qué historia de amor no es triste? El resultado es con diferencia la mejor película de uno de los autores que más nos ha castigado con su lacerante mismidad.

Por otro lado, la película forma parte de un tríptico tan peculiar como ambicioso. En realidad, la cinta es el segundo trabajo que completa la primera entrega en forma de novela de Ton père (Tu Padre). Aquí narraba en primera persona la historia de un padre homosexual que intenta pasar a limpio su vida entera de la mano de aquellos autores que antes que él escribieron sobre el sida. La tercera parte fue una obra de teatro estrenada en septiembre, Les idoles (Los ídolos), donde, y de la misma manera, el autor regresaba a la generación de artistas de los años de Mitterrand; a aquellos cuya vida quedó marcada por el doble juego del amor y la muerte, de la sensualidad y la enfermedad. Los convocados en el escenario eran todos hombres que se fueron demasiado pronto: Jean-Luc Lagarce, Bernard-Marie Koltès, Herve Guibert, Serge Daney, Cyril Collard y Jacques Demy.

Pero más allá de las resonancias internas, están las otras, las de fuera. La película se presentó un año después de que Robin Campillo estrenara 120 latidos por minuto, también una película sobre el sida en los años de plomo, y también una cinta en la que el sida se levanta como excusa más que como solo consecuencia. Se cuenta el movimiento de los activistas que a principios de los años 90 lucharon por hacer visible el sida. Y la estrategia es recorrer el trayecto que va desde el fragor del movimiento puramente político a un calor mucho más íntimo y cercano. En efecto, esta obra maestra vive exactamente en el reconocimiento y descripción de un sentimiento que empieza exigido únicamente por la necesidad de justicia y acaba en la pudorosa y libre cercanía de, otra vez, la carne. El amor. Por supuesto, es cine social, pero, y esto es lo relevante, construido no como proclama o ofensa sino como celebración.

«Me sorprendió que tuviéramos la misma idea, pero lo comprendí rápido», dice Honoré. Y así es. Las dos películas viven de la necesaria aniquilación de las metáforas. O, mejor, de la sustitución del mito por la carne. Todo lo que aniquila el mito, lo resucita la piel.