Una política feminista para el trabajo sexual – Josué González

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El trabajo sexual se articula como un medio de supervivencia para muchas mujeres, la mayoría procedentes de los dos tercios del mundo-utilizando un término de Mohanty-, pese a su desarrollo en condiciones realmente denigrantes. Igualmente sabemos que no se trata de un trabajo cualquiera, sino que se trata una actividad estigmatizada debido a la configuración hegemónica y normativa de la sexualidad femenina, esto es, del deber ser de las mujeres como mujeres. Entre otras cosas, tal injuria prepara al sujeto en cuestión para la deshumanización, ergo para la violencia de género. En adelante, abordaremos la forma en que la construcción estigmatizante de las trabajadoras del sexo como “víctimas”, “mujeres caídas”, o “delincuentes”, supone un obstáculo tanto en la lucha contra la violencia sexista como para que puedan gozar de una vida que merezca la pena ser vivida. 
Según Raquel Osborne (2009), la violencia contra las mujeres es un fenómeno de carácter estructural que supone, por un lado, una praxis de control y, por otro lado, un ejercicio de intimidación cuando manifiesta que todas, en algún momento y de algún modo, pueden convertirse en sus víctimas. En efecto, se trata de una de las expresiones de la dominación masculina que más vidas sin identificar destruye por todo el mundo; vidas que nunca han contado como tal, jamás “hubo nada humano, nunca hubo una vida y, por tanto, no ha ocurrido ningún asesinato” (Butler, 2006b:183). Una determinada censura de lo político entraña la normalización de estas relaciones, ergode esta injusticia global.
Históricamente, la construcción de marcos cognitivos de la mano de la pluralidad feminista ha tenido sus efectos sobre la realidad de la violencia. De una parte, presentada como necesaria acaba siendo desvelada  en lo que siempre: un producto histórico. Descubierta su contingencia constitutiva, ha pasado a ser conceptualizada desde lo político –en el sentido de Mouffe por supuesto, como seno de posibles relaciones de antagonismo- en el marco de una praxis feminista que patrocina un nuevo sentido común en conflicto con el propiamente misógino. En esta reyerta por los sentidos, por la hegemonía – por utilizar un vocablo que se torna vox populi– , el término violencia de género operaría como un punto nodal que arrastraría una cadena de significantes que conectan diferentes formas de agresión que presionan a las mujeres como mujeres.  Tanto la desnaturalización de la violencia como su denuncia política en el ámbito público, vienen siendo el leiv motiv de estos “marcos de interpretación” (De Miguel Álvarez, 2005). Con mayor o menos éxito, buena parte de la ideología patriarcal se ha visto agrietada y ya no  resulta tan fácil justificar una serie de atropellos contra las mujeres.
Mutatis Mutandis, cabe preguntarse ¿son las mujeres únicamente víctimas en este sistema? ¿Ocupan siempre la misma posición independientemente del contexto histórico? ¿Son capaces de tomar decisiones racionales de manera responsable en beneficio propio o semejante hazaña resulta irrealizable en condiciones de dominación masculina?

 

195 x 130 cm; Öl auf Leinwand; Inv. G 1967.12

195 x 130 cm; Öl auf Leinwand; Inv. G 1967.12

Tanto hombres como mujeres, como también todos los sujetos varios – como l*s trans* o las “maricas”-, se encuentran insertos en un entramado de relaciones de poder con múltiples formas de resistencia al mismo y que, en lo que sigue, apodaremosheteropatriarcado. En consecuencia, desechamos cualquier enfoque que reniegue de las “posiciones de sujeto” para agarrarse a la supuesta existencia de algún tipo de esencia de las mujeres como mujeres, de la misma forma que aceptamos un tratamiento de la subjetividad como resultado de determinadas relaciones socio-históricas, de distinguidas prácticas discursivas, significadas de muy diferentes formas (Alcoff, 2002). Lejos de ocupar una posición pasiva, inmanente, las mujeres participan activamente en el meollo patriarcal y que así siga siendo ya que, por paradójico que resulte, es la condición de posibilidad de su liberación (Jónasdóttir, 1993: 307). Como sujetos activos, intervienen con interés propio en sus realidades concretas, haciendo uso de ese margen de maniobra conocido como “agencia”:
“Esto no significa que yo pueda rehacer el mundo de manera que me convierta en su hacedor.  Esta fantasía de un poder absoluto como el de Dios solo niega los modos en que somos constituidos, invariablemente y desde el principio, por lo que es externo a nosotros y nos precede. Mi agencia no consiste en negar la condición de tal constitución.  Si tengo alguna agencia es la que se deriva del hecho de que soy constituida por un mundo social que nunca escogí” (Butler, 2006ª:16)
Una vez nos hemos librado de inapetentes críticas de “liberales” o de “posmodernas sin sujeto”, retomemos la cuestión de la violencia. Además de la física, cobra importancia la acuñada como “violencia simbólica”. Tan hermética como efectiva, Bourdieu (2000, 2007) señala que permite un abonado terreno para las agresiones físicas, siempre y cuando la población diana haya asumido el desprecio y la minusvaloración. En ningún caso se trata de un ejercicio consciente y deliberado, sino más bien de una operación apriorística– que bien se podría asemejar con lahegemonía– que reproduce las estructuras de dominación. El empoderamiento en este plano significaría una toma de conciencia de esas estructuras interiorizadas y significadas como necesarias.
Lo anterior es muy importante para entender el funcionamiento del estigma que sufren las trabajadoras del sexo. En “Estigma”, Goffman (2006) arguye que se trata de un atributo profundamente desacreditador  que prepara a la persona que lo encarna para la exclusión y la deshumanización. Puede ser asumido a través discursos externos que constituyen y redefinen la identidad, configurando el famoso habitus del que habló Bourdieu, a saber: una encarnación de toda una serie de disposiciones históricas que proporcionan esquemas mentales y corporales ad hoc de percepción y acción.

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En el caso de las mujeres, esta marca tiene su germen en una hegemonía sexual que encorseta la sexualidad femenina. El riesgo de ser marcada por la injuria impulsa la articulación de fronteras políticas que imprimen una relación de desapego, de repudio, frente a las “putas”. Si bien la inestabilidad y precariedad son características constitutivas de estas barreras, el riesgo de que su “decencia” se encuentre cuestionada señala la naturaleza antagonistas de unas relaciones susceptibles de ser subvertida. En realidad, todas las mujeres se han percatado de que unas siempre pueden ser las otras y viceversa, siendo una suerte de constante en sus vidas que acompaña al encasillamiento de su sexualidad. Huelga decir que la sexualidad per se poco tiene de natural y demasiado de artefacto político destinado a significar y regular diferencialmente los cuerpos, los deseos y los placeres de la población en un contexto histórico determinado. Lo sexual se encuentra saturado de efectos de poder que son siempre desbordados y subvertidos.
Pretendidamente heterosexual y marital, este modelo se presenta como de obligado cumplimiento. De alguna manera, las lesbianas, las madres solteras o las  propias feministas han desafiado el proyecto “dignificado” no sin ciertas consecuencias –como la pobreza entre lesbianas mayores-. Ellas, sobre seguro putas en algún momento, poseen el mérito de haberse enfrentado al poder masculino y a su guión para la vida de las mujeres (González Pérez,2013:46). En consecuencia, cuando se estigmatiza a las trabajadoras del sexo se impulsan una política de control dirigida a crear nuevas fronteras que dan lugar a divisiones entre mujeres, entre buenas/malas- decentes/indecentes, con el heteropatriarcado como único agraciado. Ahora bien, habrá quien argumente que ambas posiciones son funcionales al dominio masculino o que la precariedad de sus fronteras está más inflada que nunca por lahipersexualización dominante. En efecto, no se trata de ningún absurdo si a la vez se admite que no existen posiciones que transciendan las estructuras patriarcales y que cualquiera de ellas es un locus tanto de opresión como de resistencia. Paradójicamente, aquellos lugares creados para la subordinación son los mismos que permiten la liberación o las resistencias – políticas o no-. Por lo demás, la hipersexualización heterosexual en alza no desbarata nada de lo anterior si aprobamos que no nos encontramos ante una cuestión de la cual las prostitutas son responsables. Más bien, la historia se repite porque la expresión del performance de feminidad hipersexuado no figura siempre como un arma para apuntalar al dominio masculino, más bien no es más que otro invento que niega una sexualidad femenina para sí, más allá de lo comercial o marital. 
Admitiendo desde el primer momento tanto el carácter político del heteropatriarcado que habitan las mujeres –como categoría fantasma que se encarna desde múltiples posiciones-, ahora remarcamos la ausencia de deliberación en la incorporación de esedeber ser que pretende instituir su subjetividad e imponer la culpa como ritornellovital. Actuar como lo haría un hombre heterosexual con su sexualidad, para las mujeres supone cargar con una culpabilidad que colabora con la endémica  auto-afirmación negativa de sí. Pocas dudas caben sobre el obstáculo que entraña para el empoderamiento y enunciación como trabajadoras del sexo. Vale la pena, en cualquier caso, una mayor reflexión sobre la forma en que ese frecuente incumplimiento es experimentado, más si se trata de una acción en el marco de las facultades de la mencionada agencia. Sin más rodeos, lo que pretendo advertir es que parece evidente que ese dolor sentido sugiere una práctica desde una agencia que de igual forma también puede abordar formas de reinterpretación, objetivación y el enjuiciamiento de las impuestas normas de regulación del género y la sexualidad femenina. Ratificando la importancia de esto último para el empowerment, Celia Amorós (2008:30)
“Es esta capacidad la que posibilita que nunca nos identifiquemos por completo con nuestra identidad, que estemos permanentemente reinterpretándola y redefiniéndola. Esta posibilidad (…) es absolutamente fundamental para dar cuenta de la práctica feminista como práctica emancipatoria”.
Aprehender lo anterior nos permite ex post el desarrollo de otras estrategias que, por ejemplo, funcionen para empoderar a las trabajadoras del sexo, disminuyendo su vulnerabilidad ante una violencia y una estigmatización de corte estructural que tolera formas de deshumanización que colocan al sujeto en posiciones de alta vulnerabilidad ante las agresiones. La butleriana idea de “precariedad política” (Butler,2009) se hace presente cuando el colectivo de trabajadoras sexuales se encuentra privado de cualquier tipo de protección y seguridad gubernamental frente al daño, algo que es propio de la mayoría de paises de la Unión Europea. El estudio sobre prostitución trans femme en Madrid, elaborado por Fundación Triángulo, incluye un excelente ejemplo que corrobora el alegato. Entre sus páginas se constata que más de un 90% de las mujeres participantes afirmaron haber sufrido algún tipo de discriminación, siendo más de la mitad las que han sufrido ataques físicos (Rojas, D. Zaro, I.  & Navazo, T. 2009:57).
Las políticas públicas dominantes, hegemónicas, ahondan en la estigmatización. La victimización y la criminalización son su raison d´être. Si bien parecen objetivos un tanto contradictorios, realmente son perfectamente compatibles. En un plano estatal, las prostitutas son relegadas a un tercer estado, excluidas de los derechos de ciudadanía. Mientras ocurre tal veto incompatible con la democracia, igualmente son el blanco de múltiples políticas de represión, siendo el caso de las migrantes irregulares el más evidente. La actual racionalidad migratoria regula los flujos humanos omitiendo los Derechos Humanos, reservando la libertad solo para los flujos financieros de un sistema económico que empobrece a las capas populares del planeta. Construye el sujeto “inmigrante” como un otro, articulando nuevas fronteras entre nacionales y extranjeros. Luego, la categoría “inmigración” se presenta como punto nodal de una cadena de significantes negativos que construyen una determinada realidad migratoria securitaria. El imaginario social resultante ampara un particular subtexto de género distinguido por la construcción mediática, con efectosperformativos, de las mujeres migrantes a partir de una victimización exacerbada: son “víctimas sin proyectos migratorios” que deben ser “salvadas”. Pero ¿hasta qué punto ocurre así? ¿No hallamos aquí un cierto tufillo patriarcal al encasillar a estas mujeres en posiciones de víctimas a priori, negando las evidencias históricas que acreditan las autorías femeninas en innumerables cadenas migratorias? (Juliano, 2004; Gregorio Gil, 2007)
Desgraciadamente tan habitual resulta “la política de la expulsión por la puerta trasera”, de aquellas en situación administrativa irregular, como el relato que construye esta realidad como parte de la lucha contra la “trata de blancas”. La desprotección legal se convierte en norma y acentúa su vulnerabilidad frente a múltiples violencias. Más triste si cabe es que todos aquellos sectores alarmados ante la prostitución migrante rara vez, por no decir nunca, ponen el grito en el cielo ante estos atropellos. Fácilmente encontramos agresivas manifestaciones de grupos feministas, habitualmente asociados a grupos de poder afines al PSOE, ante cualquier intento de reconocer la prostitución como un trabajo en un marco de derechos y obligaciones, pero jamás ocurre igual ante este tipo de atropellos. Las voces mediáticas que rotulan la prostitución, en todas sus expresiones, como una forma extrema de violencia de género optan por el silencio cuando existen leyes estatales contra la violencia de género que excluyen las agresiones contra las trabajadoras sexuales. Sobre esto último, no resulta descabellado afirmar que se trata de una “tecnología de género” que protege un modelo de buena mujer en perjuicio de lasmalas mujeres, las prostitutas, que no cuentan con ninguna garantía ex lege. Como víctimas o como sujetos repudiables, en ambos casos se rehúsa el reconocimiento de estas mujeres, por un lado, como ciudadanas y, por otro lado, como sujetos políticos capaces de disputar la subordinación hegemónica del establishment.
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En un plano más local, asistimos a una proliferación de ordenanzas municipales que inciden en control y represión hacia las mujeres en el espacio público. En el caso de la ciudad de Madrid, hasta hace poco histórico feudo municipal del PP, las políticas abolicionistas han sido presentadas como ejemplo de lucha “contra la explotación sexual”. Bajo el mando de Gallardón y luego de Ana Botella -con la complicidad del PSOE y de algunos grupos feministas asistencialistas- la violencia ha estado servida. En efecto, con estas normas se han generado las condiciones de posibilidad para incontables agresiones sexistas hacia las mujeres por parte de la policía (Corbalán, 2012:298; González Pérez, 2013:250).
Foucault (1995) mantuvo que allá donde hay relaciones de poder también hay espacio para resistirse al mismo por medio de múltiples estrategias que lo resisten y redefinen. Todo orden social es el resultado de una determinada configuración de esas relaciones, así como su existencia siempre será posible gracias a la exclusión de otras posibilidades. En su seno existen determinada relaciones de subordinación que, ipso facto, no son articuladas como relaciones de antagonismo. Para que esto sea posible, Mouffe y Laclau (1987:202) arguyen la necesaria presencia de un “exterior discursivo”- el movimiento feminista en este caso- que impida la estabilización del sometimiento y su articulación como diferencia, desvelando a su vez su contingencia constitutiva. Hetaira (Madrid), Licit y Genera (Barcelona) asumen este papel con el impulso de políticas con las trabajadoras sexuales como protagonistas. En ambas ciudades el antagonismo –“la presencia de otro me impide ser yo  mismoha sido apoteósico. Desatado el conflicto emanado de la política entendida como gestión de lo existente por unas élites políticas municipales, las trabajadoras del sexo responden desde lo político, a partir del conflicto y el rearme en polarizado tablero de juego. Semejante batalla es posible a través de la creación de identidades políticas colectivas opuestas, de un “nosotras” frente a un “ellos” como “exterior constitutivo”. Ese “nosotras” de las trabajadoras sexuales mantiene relaciones de antagonismo ante una violencia institucional que ataca su integridad y su propia existencia. En efecto, se resisten a ser las subalternas pretendidas desde lo institucional, estallando al mismo tiempo el victimismo de una parte del feminismo que, con sus fracasadas interpelaciones, no sólo no consigue mejorar su situación sino que brinda continuidad, sin pretenderlo a priori, a unas relaciones sociales opresivas, a causa de su imprudencia y ceguera ante las múltiples realidades de unas mujeres que pueden subvertir dicho orden.
Todas estas políticas, sin diferencias sustanciales, mantienen una oposición común ante cualquier posible reconocimiento de estas mujeres como sujetos con agencia propia. Sin embargo, su historial de lucha impugna lo anterior sobre todo desde los años setenta, con las manifestaciones y encierros de trabajadoras sexuales francesas, y más adelante con sus diferentes congresos en EEUU y en Europa. Esta genealogía, tristemente maltratada, constata algunas prácticas políticas con las que han apuntalado las estructuras de opresión y dominación. ¿Acaso lo anterior no es parte de ese empoderamiento feminista tan deseable para todas las mujeres, sin exclusión, como frecuentemente se admite? Más allá de la respuesta que se pueda obtener de cada cual, lo cierto es que han desmoronando el tratamiento que reciben desde algunos sectores que insisten en que ellas “no tienen poder para desestabilizar nada” (Gimeno, 2012:205) por el mero hecho de la estigmatización y por realizar una actividad que, como cualquier otra, es funcional al heteropatriarcado.

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Enlazando con lo anterior, los discursos hegemónicos desvelan un convencimiento sobre la necesidad de duros castigos sobre los clientes o los “puteros”, según la gramática abolicionista. Esta demanda manifiesta que, a diferencia de las prostitutas, ellos sí que disfrutan, para no variar, de posiciones de sujeto que autoriza un rendimientos de cuentas. Únicamente si se les reconoce responsabilidad y racionalidad –ergo, se les aprehende como sujetos-  entonces pueden ser juzgados, a diferencia de las denigradas mujeres, que permanecen atrapadas en la inmanencia de una posición de objeto o de víctima de la dominación masculina. Honestamente, esta posición  del abolicionismo es apenas digerible si asumimos sus consecuencias. Al reservar en exclusiva la posición de sujeto a los clientes y la posición de objeto a las mujeres, ciertamente se está admitiendo que los propios verdugos son, a la vez, los liberadores, desde el momento en que solo a través de una reconocida posición de sujeto en el entramado de relaciones de poder se puede transformar y subvertir las mismas (Jónasdóttir,1993). Lo cierto es que tanto hombres como mujeres ocupan posiciones de sujeto y de objeto – las prostitutas, de sujeto, al poner un precio por un servicio por ejemplo- siendo esto un axioma irrecusable si se pretende una transformación de las estructuras de dominación masculina o  si simplemente se procura un análisis sensato de las relaciones entre géneros en el patriarcado del siglo XXI.
Podemos reconocer, sin ningún inconveniente, que la presencia del estigma convierte la organización y el empoderamiento en un asunto complejo. Asumir tal no implica declararse en la derrota, máxime si las aludidas hazañas históricas se mantienen presentes. El movimiento LGTBI, por ejemplo, han sido capaz de subvertir los efectos performativos de la injuria, aprovechando que el lenguaje siempre puede ser explotado en un sentido opuesto a sus propósitos originales (Butler,2004:35). Con la utilización de  categorías denostadas como “bollera” o “marica” se ha podido invertir sus hirientes propósitos originales, de igual forma que con la reapropiación del término “puta” cuya ocupación del mismo ha permitido una resignificación que desbarata las pretensiones de control de la sexualidad de las mujeres.

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Indudablemente, se trata de prácticas políticas que ahondan en la toma de conciencia de las posiciones de las mujeres al mismo tiempo que amplían las posibilidades de una vida más habitable. Al fin y al cabo, como ha insistido Amelia Valcárcel, los feminismos, pero también otros movimientos sociales democráticos, siempre impulsan una práctica política de subversión de los valores dominantes que ahora constriñen. Las alianzas históricas entre personas trans y trabajadoras del sexo, o aquellas entre lesbianas, maricas y prostitutas, aparte de ilustrar lo anterior, también nos recuerdan ciertas lealtades que aún deben formar parte de nuestras agendas.
En definitiva, por todo lo esgrimido, no podemos ser complacientes con aquellas políticas que presumen a las trabajadoras del sexo como un “no-sujeto”, que niegan su capacidad para tomar las riendas de su vida. Claro está que todo se complica con la enorme estigmatización y exclusión que sufren en sus propias carnes, pero es igualmente cierto que la situación empeora si ahondamos en dichos procesos por un error de posición política. Pocas veces la historia nos engaña y hay pruebas suficientes de que su empoderamiento político no solo es deseable sino posible. Las políticas hegemónicas deben perder el apoyo que ahora mismo reciben por parte de sectores que pretenden la transformación social. La violencia contra todas las mujeres es disputada con éxito desde el momento en el que desechamos una victimización que impide cualquier maniobra de cambio. Con todo, se trata de otro reto más que, aunque no se presente ni como sencillo ni como imposible, se espera que cuente con algunas herramientas y clarificaciones más procedentes de este comprometido alegato.
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