A la caza del mariquita
Hace poco discutía con mi novia y una amiga que la homofobia sigue a la orden del día y me dijeron que en qué país vivía. Hoy, jueves, en uno en que un homínido italiano, para defender el juego duro del Atlético de Madrid, se cuelga él solo la etiqueta de orangután, dicho sea sin ánimo de ofender a los orangutanes, que son animales delicados y sensibles que, como tantos otros mamíferos, también practican la sodomía y el lesbianismo en sus ratos libres. El mismo país donde un empleado de seguridad del metro de Madrid insta a aumentar la vigilancia sobre diversos colectivos, a saber, mendigos, músicos y gays. Los dos primeros son fácilmente reconocibles: los mendigos, por la miseria de sus atuendos y la fea costumbre que tienen de sacar a pasear su hambre en los subterráneos; y los músicos por la tendencia a cargar de vagón en vagón con guitarras, micrófonos, acordeones y amplificadores.
Ahora bien, lo de vigilar a los gays ya me parece más difícil, porque no todos son unas locazas que van por ahí como en las películas de Almódovar ni tampoco visten siempre como entrenadores de fútbol. “Mendigos, músicos y gays” es un cartel de búsqueda policial que recordaría los mejores tiempos del franquismo si no fuese porque, lamentablemente, la homofobia sigue instalada a sus anchas en el imaginario de la cultura cristiana (no digamos ya en la musulmana) a lo largo y ancho de varios continentes. En la Rusia de Putin la costumbre de perseguir, torturar e incluso matar a los homosexuales ha llegado el punto de intentar repintar la biografía de Tchaikovski, una de las cumbres más altas de la música occidental y un compositor gay hasta el último pelo de su bendita barba.
Hace apenas un mes, cuando fui a ver a Shangay Lily en su espectáculo Palabra de artivista, comentamos la tragedia de Alan Turing, uno de los grandes genios del pasado siglo, padre de la inteligencia artificial y responsable del desciframiento del código Enigma, que permitió la victoria aliada en el Atlántico. La muy civilizada Gran Bretaña pagó el esfuerzo a este héroe de guerra (según algunos especialistas, la contribución de Turing a la derrota alemana fue tan grande como la del general Eisenhower) sometiéndolo a un juicio por conducta inmoral y dándole a escoger entre la cárcel o la castración química. Turing eligió el tratamiento hormonal, engordó como una bestia, perdió su físico de maratoniano, cayó en una depresión terrible y acabó suicidándose. Ahora hay una película en los cines conmemorando su martirio y hace sólo unos años que Su Muy Graciosa Majestad (hay que ver la gracia que tiene) le concedió el perdón a Turing, cuando su único delito fue acostarse con un ladronzuelo. Tiene razón Capello, el macho alfalfa: ni el fútbol es para mariquitas ni este mundo tampoco. Por eso habría que ir pensando en cambiarlo.