La esclavitud de follar
Constanza Michelson Psicoanalista
¡Somos sexis, somos calientes, somos libres! ¿En serio? ¿En qué momento las mujeres tomamos esa consigna de feminismo peuco y nos convencimos de estar disponibles al follón sin pedir nada a cambio? Los hombres históricamente han estado dispuestos a pagar un precio por acceder a una mujer, con una cita, con palabras de amor, en el extremo con dinero; sin embargo, hoy somos nosotras las que no pedimos ni un mensaje de texto postcoitum.
No pretendo caer en nostalgias reaccionarias, pero hay que reconocer que la situación actual de nuestra transacción sexual es como haberle pedido al empleador que nos tenía con contrato fijo una boleta de honorarios.
Después de tanta lucha que hemos dado para salir de la opresión de la norma macho, nos tropezamos con algo curioso y sintomático: nos hemos transformado en una fantasía masculina, es decir, en un pedazo de culete gratis. Claro, las mujeres no lo llamamos así… Usamos eufemismos como “mujer libre”, multiorgásmicas, lovefree, autogestoras del orgasmo.
Así, muchas veces nos convertimos en esa amiga-amigo que declara ser distinta a sus congéneres. Y que se empeña en buscar cuestiones fálicas, como el poder, la competencia, follar. Lo que no sería problemático si no fuera porque, en la exaltación de esa vía, renegamos de cosas como la palabra, la cercanía y el cuidado. Todo bajo el nombre de liberación.
¿Pero de qué se habla cuando se alude a liberación sexual? Nada más que a la flexibilización de contratos. Más allá de los viejos convenios -que como toda norma siempre fueron transgredidos-, se trata sobre todo de estar libre del otro. El sexo, así, tiene rostro libre pero cuerpo mezquino.
Por otra parte, me pregunto si es posible jugar realmente el juego de los hombres cuando aún no tenemos las mismas condiciones en la cultura. Porque todavía las mujeres valemos menos en el mercado laboral. Aún no somos dueñas del destino de nuestro cuerpo, la natalidad es un asunto de Estado, y la maternidad, un asunto privado con escaso apoyo social. Aún debemos modelar nuestros cuerpos de acuerdo al fetichismo masculino (¿quién no se ha sacado fotos de pedacitos de sus presas para exhibirlas en las redes sociales?). Aún hay feminicidios. Aún existen los juicios clásicos hacia las mujeres: “tontas, locas, maracas”. Entonces ¿por qué tendríamos que estar en las mismas condiciones en la erótica?
Para que esto no parezca -que seguro ya lo parece- un lamento conservador o un gemido de mina histérica, hay que entender que a veces la libertad prometida no es más que una nueva domesticación.
Nos enseñaron a pensar que el único mecanismo de control social era la represión y que, por lo tanto, librarse de las ataduras significaba libertad. Y es cierto que las mujeres hemos tenido que pelear frontalmente con el poder para lograr cierta justicia y dignidad. Sin embargo, olvidamos que la ideología también se instala a través de discursos y prácticas que parecen neutrales. Y es por esta vía que nos hemos construido una autoimagen que tiene mucho de impostura masculina. Calientes, independientes, cabronas.
Estos discursos, que parecen inofensivos, provienen al menos de dos fuentes. Una de ellas es la erótica modelada por la ciencia. Casi cada semana nos encontramos con algún técnico del sexo enseñándonos cómo amar e imponiéndonos distintas puntuaciones en la práctica sexual. La ciencia ha transformado el sexo en un tema sanitario. Ahora se dice que sería bueno para la salud, como hacer deporte o comer fruta. Por el contrario, alguien que no tiene sexo -porque no puede o no quiere- estaría enfermo.
Desde otro frente, las revistas femenina se dirigen a la mujer de vanguardia invitando a la sexualidad tántrica, holística, cuántica… Promocionan juguetes sexuales de diseño para llevar en la cartera por si a una le baja la calentura paseando por ahí. Angustian a las féminas que, con la libido por los suelos, se sienten culpables y frígidas.
Lo que no hemos entendido -como decía Foucault – es que decir “sí” al sexo no significa decirle que “no” al poder. Sin darnos cuenta, nos hemos ido construyendo como mujeres hiperdefensoras de lo masculino, dejando a un lado nuestro gran capital transformador: el campo de las relaciones. Ese tejido social que apunta al cuidado y la cooperación.
No se trata de defender las viejas instituciones de lo amoroso, que también nos aplastaban; pero el simulacro del touch and go crónico deshumaniza. Se trivializa el cuerpo, se mecaniza el sexo y se atenta contra las posibilidades de un encuentro: la amistad, la ternura, la solidaridad, al menos una fraternidad política con el otro.
Por mi parte, aún prefiero las mentiras al oído, la resaca de un encuentro, que un acuerdo de sexo controlado, avaro de la locura de a dos, sobrante de hule.
Este artículo se publicó originalmente en The Clinic.