Activista gay y diputado, el otro preso de conciencia de Maduro
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Activista gay y diputado, Rosmit es ‘la mariquita’ para sus carceleros.
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Nos lo cuenta desde su celda en la sede del espionaje venezolano, donde lleva ya dos años desde que un anónimo le acusara de sabotaje.
Las palabras llegan desde El Helicoide, sede del servicio de inteligencia venezolano: “Hace dos años me sacaron de mi casa con un dinero sembrado por el Sebin [Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional]. Desde ese momento me di cuenta de que estamos en manos de sicarios con chapas”. Quien habla es Rosmit Mantilla y se comunica con Crónica desde el sitio en el que está recluido desde hace casi dos años.
Es el otro prisionero de conciencia que Amnistía Internacional ha declarado en Venezuela, además de Leopoldo López. Pero, de acuerdo con organizaciones de derechos humanos locales, integra una lista de más de 100 presos políticos que, tras la aprobación esta semana de la Ley de Amnistía y Reconciliación Nacional, están a un paso de la anhelada libertad. Como ellos, otros miles de perseguidos políticos. El presidente Nicolás Maduro ha insistido en que vetará la ley, pero Rosmit tiene fe: “Lo vamos a lograr”.
Su pesadilla comenzó el viernes 2 de mayo de 2014, a las 5.30 de la mañana.Decenas de funcionarios “armados hasta los dientes” lo sacaron esposado de la vivienda de sus abuelos maternos en Caricuao, una zona popular de Caracas. La detención sucedió justo cuando el abuelo se disponía a llevar a su nieto a laUniversidad Santa María, donde Rosmit, entonces de 31 años, estudiaba Comunicación Social.
En su cuarto, supuestamente, consiguieron dos sobres con dinero para financiar protestas contra el Gobierno de Maduro. El dato lo dio un patriota cooperante o lo que Ingrid de Díaz, madre de Rosmit, llama un “sapo [chivato] del régimen” chavista. Esta fuente anónima dijo que Rosmit, del partido de Leopoldo López, recibió el dinero de un general, que le dio instrucciones de entregarlo a líderes de la oposición. Con 20.000 bolívares (entonces 215 euros en el mercado negro, hoy 15), presuntamente adquirirían miguelitos (artefactos con clavos para pinchar los neumáticos) y pólvora.
A pesar de que el dinero no se empleó para ese fin, pues según la versión oficial lo encontraron en el hogar de sus abuelos, a Rosmit, el niño tranquilo y dulce de Ingrid, lo acusaron de seis delitos comunes, siguiendo el modus operandi de la mayoría de los casos de presos políticos en Venezuela. Entre sus supuestos delitosdestacan el de incendio de edificios públicos y privados, obstrucción de vías, instigación a delinquir e intimidación pública. “La instrucción que tenía el fiscal de este caso era adjudicarle los mismos delitos que a Leopoldo López. Por eso a él lo detienen por una cosa y lo acusan por seis cosas distintas”, explican sus abogados, Theresly Malavé y Omar Mora Tosta.
Su audiencia preliminar fue diferida 11 veces en 11 meses. Finalmente se llevó a cabo, con un juez que no era el titular de la causa. En media hora, éste desechó los argumentos de la defensa, admitió la acusación completa y, lo más grave para los abogados de Rosmit: no aceptó los elementos de prueba que presentó la defensa para el juicio, aplazado en tres ocasiones.
Su detención sorprendió a su familia y a sus compañeros de clase y de partido; pero también a su comunidad de LGBTI [Lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans e Intersexuales] y a sus vecinos, tanto los de Caracas como los de Cordero, en Táchira, donde vive su familia. Hasta ese momento, sólo ellos lo conocían. Los medios se referían a él como un estudiante más. No era de los que salían a manifestarse y dentro de Voluntad Popular (VP) no era de las caras visibles. Lo suyo era el movimiento Proinclusión, de la tolda naranja, con el que se defienden los derechos de los sexodiversos.
Pero era y sigue siendo amigo cercano de la ahora diputada Gaby Arellano, una de las dirigentes de la oposición que el Gobierno tiene en la mira. Y también se desempeñaba como community manager de varios de los líderes del partido de López. Esos dos factores podrían ser, a juicio de sus defensores, los que motivaron su detención, considerada arbitraria por la ONU.
Noches de terror
“El sistema penitenciario de Venezuela no son más que centros de tortura, donde se violan los derechos más fundamentales. La sensación de que mi seguridad está en riesgo es mi día a día. No sé cuándo uno de estos sicarios de Maduro vendrá a buscarme para torturarme”, cuenta Rosmit.
Hace dos semanas, uno de sus compañeros de calabozo, también activista de VP, Gilberto Sojo, vivió una noche de terror. El 17 de marzo, en medio de unasituación irregular denunciada por el partido de López, su celda fue desalojada y él presuntamente recibió malos tratos.
Rosmit se salvó. Pero al día siguiente no cumplió con su rutina: organizar sus cosas, escribir y leer. Salió de su celda, donde prefiere permanecer “por seguridad”. Y junto a Gilberto Sojo, el afectado, y Renzo Prieto, otro de los presos políticos, se reunió con el jefe de operaciones del Sebin para pedir que cese el maltrato y se respeten los derechos de los detenidos. De lo contrario, harán huelga de hambre.
Los tres, Rosmit, Gilberto y Renzo, resultaron electos diputados suplentes el pasado 6 de diciembre. Pero en vez de participar en la ahora opositora Asamblea Nacional, están tras las rejas. Esto, dicen sus abogados, pese a que, según el artículo 200 de la Constitución, gozan de inmunidad parlamentaria y debieron haber sido liberados al momento de su proclamación.
Sus causas están en tres tribunales diferentes y ninguno da despacho desde el 29 de enero, cuando el Parlamento les solicitó, mediante oficio, que les liberaran para que pudieran ocupar sus curules o escaños, ante la ausencia de los diputados principales.
Rosmit asegura que al salir de prisión será “un diputado integral”. Para él, la prioridad es atacar la crisis económica “producto del desastre político del gobierno saliente”. Pero también cumplirá con su principal compromiso: reformar el Código Civil para que las familias LGBTI de Venezuela puedan tener un matrimonio “igualitario y digno”. Esto en un país en el que, de acuerdo con el estudio de 2015 de Amnistía Internacional, hay una “arraigada discriminación” y se reciben informes constantes de violencia contra los sexodiversos.
Sin agua ni luz
Rosmit ya no es el joven cachetón rozagante de las fotos. A pesar de que sus familiares le llevan el agua potable que no hay en El Helicoide, las empanadas de queso (pastel relleno), el cochino, el pasticho (lasaña) y hasta las golosinas que tanto le gustan, ha perdido 25 kilos. La gastritis que padecía antes de ser detenido ha empeorado. Su piel ahora es áspera y pálida.
Pero a diferencia de otros presos políticos, su cuerpo no tiene las huellas del maltrato. La tortura de Rosmit estos dos años ha sido psicológica. “Está medicado por la ansiedad, que no lo deja dormir; el temor de que en cualquier momento puedan entrar y voltear todas sus pertenencias o sacarlo de su celda para hacerle preguntas o simplemente para hostigarlo”, cuenta su madre.
“El hecho de estar preso allí, siendo inocente, es una tortura”, dicen sus abogados. Cuando llegó al Sebin, recibió el mismo trato denunciado por los más de 3.300 detenidos entre 2014 y 2015 en las manifestaciones contra Maduro. Los primeros 8 días, relata su madre, durmió sentado con más de 20 personas en un espacio muy reducido.
Justo después se encontraron madre e hijo. Ingrid atravesó junto a su esposo muchas rejas para hallarlo sentado al final del pasillo, con muy poca luz. Rosmit la abrazó. Le pidió perdón y ella, sumida en llanto, le contestó: “¡No tengo que perdonarte por algo que yo te enseñé, amar a tu país!”. La de Rosmit es una familia que se define como demócrata y luchadora: “Siempre nos ha gustado esa política sana de servicio a la comunidad”.
Por ahora Rosmit sigue haciendo lo suyo en El Helicoide, donde se reúne con otros presos para hacer tertulias políticas. El resto del tiempo lo pasa en una celda de 2×3 metros, que comparte con otro reo. No tiene ventanas. El sol lo ve una vez al mes o cuando a los funcionarios “les da la gana” de sacarlos al patio. Cuando tiene la oportunidad, sin embargo, prefiere no salir para evitar humillaciones, y es que, según ha denunciado su madre, en el patio los rodean policías que les toman fotos y los apuntan con armas.
Algunos guardias se refieren a él como “la mariquita”. Nunca se lo han dicho directamente pero lo sabe y no le importa. Ha logrado, por una parte, el cariño de la población penal, a la que defiende, con base en la doctrina de San Ignacio de amar y servir; y, por la otra, el respeto de los funcionarios del Sebin. “Mis lecturas sobre el gran Mandela me dejaron como legado que debía ser amable hasta con el más cruel de mis captores. Los trato con respeto pero no permito que se burlen de mis derechos”, dice.
Echa de menos a su familia. “Es lo que más me afecta. Lo más difícil es estar solo donde hay tanta gente. Ver cómo la maldad camina por la celda. Es muy duro entender que cuentas con gente maravillosa, pero aquí adentro estás solo”. Su sufrimiento, ahora, podría estar próximo a su fin.