“España me pide pruebas de los ataques en Marruecos por ser lesbiana, pero cuando huyes no piensas”
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Cerca de 50 hombres y mujeres marroquíes llevan hasta seis meses atrapados en Melilla a la espera de que se resuelva su petición de asilo por motivos de orientación sexual.
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Aseguran huir de las palizas, el escarnio y el Código Penal de su país, que castiga la homosexualidad con penas de prisión.
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“Cuando te conocen en tu pueblo te vas a Casablanca, cuando te conocen en Casablanca tienes que cambiar a Rabat, cuando te conocen en Rabat tienes que cambiar a… y al final sólo te queda esto”
Algunos viven a escasos kilómetros de las personas de las que aseguran huir. Escaparon a Melilla con una aspiración: “Nos gustaría poder tomar un café con nuestro novio, comer juntos, cenar juntos, ir a la discoteca… y casarnos”, comenta una de las cerca de 50 personas que residen en la ciudad fronteriza desde hace cerca de 6 meses mientras esperan a que se resuelva su petición de asilo por motivos de orientación sexual.
“Una vez conocí a alguien. Pensaba que era gay. Pero cuando llegamos a su casa me pegó y me tuvo tres días encerrado. Llamaba a sus amigos: “Trae whisky, que tengo al maricón”. Me engañó. Me robó toda la ropa y el móvil. Pero si denuncio, lo primero que harán será meterme en la cárcel por gay”, corre a explicar uno de ellos.
Ninguno quiere aparecer con su verdadero nombre en este reportaje, excepto quien lo empezó todo. Driss El Arkoubi fue, asegura él, el primer marroquí que pidió asilo en España por ser homosexual en Marruecos. Llegó a Melilla en 2013, pero al cabo de nueve meses su solicitud fue denegada y él, expulsado. El 23 de diciembre de 2015 volvió a Melilla. Acababa de recibir una nueva paliza y sufrir una violación, por lo que volvió a presentar su petición.
El estigma social se traduce en represión y brutalidad y muchos de estos chicos relatan episodios de abusos, palizas, robos y extorsión. “Es común que te graben y amenacen con enviar el vídeo o a las fotos a la familia. Casi todos hemos pasado por eso. A mí me han grabado en una cámara de vigilancia y han enviado el vídeo a casa de mis padres. Mi padre se enteró de que era gay por ese vídeo. Me pegó y tuve que irme a Rabat”, relata Abdullah.
Rida se levanta la camiseta y muestra un torso con varias marcas porque quiere contar su historia. Las cicatrices son el recuerdo de una visita a Casablanca, donde vive su familia. “Conocí a un chico y nos veíamos casi a diario. Un día quedamos a solas en un sitio apartado. Cuando miré había seis personas alrededor y empezaron a pegarme. El chico consiguió escapar pero yo no. Desperté en el hospital. Me preguntaban, pero yo no sé quién me pegó. No pude contarlo a mis padres, sólo les dije que me asaltaron en el camino”.
Sólo algunos han encontrado en sus madres la complicidad del silencio. Cuando no sufren violencia reciben desprecio: “Yo no puedo salir de casa con mi familia, porque me insultarán delante de ellos”.
El artículo 489 del Código Penal de Marruecos dice: “Se castiga con pena de prisión de seis meses a tres años y una multa de 200 a 1.000 dirhams, a menos que el hecho constituya una infracción más grave, a cualquiera que cometa un acto impúdico o contra natura con un individuo de su mismo sexo”.
“Tres meses en un prisión marroquí, más largos que 30 años”
Karim (nombre ficticio), de 28 años, asegura que ha pasado por la cárcel en tres ocasiones de tres meses cada una. Su proceso consistió, explica, en un juicio público, sometido a las miradas de desprecio de su familia y sus vecinos y a la decisión de un juez que le dijo: “Tú no hables, que pareces una mujer”. A la condena inicial, de dos meses, el juez sumó otro mes porque, dice, quiso mostrar en la sala la herida provocada supuestamente por los policías. “Tres meses en una cárcel de Marruecos son más largos que 30 años”.
Desde entonces no ha vuelto a casa. “Pero a mí me gustan los hombres, no las mujeres. No puedo hacer nada”. Karim, que sufrió los abusos de un profesor cuando era un niño, tenía una peluquería que tuvo que cerrar. Una tarde destrozaron el local y rociaron el suelo de gasolina, relata.
El caso de los dos hombres de Beni Mellal condenados tras sufrir una brutal paliza tuvo un notable eco mediático dentro y fuera de Marruecos. Fueron exhibidos desnudos y grabados en vídeo después de ser golpeados por cinco hombres que entraron en una vivienda privada.
El juicio movilizó a decenas de manifestantes a favor de los agresores, pero también mostró un problema que, según explica Samir Bargachi, lleva desde los años 60 sin evolucionar. En los últimos años han aparecido nuevas asociaciones, se editan nuevas revistas y activistas con relevancia pública han aparecido en los medios generalistas para exigir avances.
“Es de esperar que esto genere algún tipo de violencia como reacción. Lo que vivimos ahora es resultado de la mayor visibilidad” , opina Bargachi, portavoz en España de Kifkik, una de las asociaciones por la integración del colectivo LGBT pioneras en Marruecos. La cobertura del caso de Beni Mellal ha sido “neutral, incluso positiva en algunos casos”, y esto es muestra de una mejora en el discurso público, según Bargachi.
En julio del año pasado el ministro de Comunicación, ejerciendo como portavoz del Gobierno marroquí, condenó una agresión homófoba sufrida por un hombre en Fez. Mustapha El Khalfi dijo entonces que en lugar de “tomarse la justicia por su mano”, los ciudadanos debían dejar que los jueces se ocupen de esos casos. El artículo 459 no parece estar en cuestión, y a esto se añaden los linchamientos y el escarnio, incómodos también para el gobierno marroquí por cuanto ponen en tela de juicio la capacidad del Estado para aplicar la ley, opina Bargachi.
Seis meses de espera en el CETI y hasta cuatro entrevistas
En este contexto, decenas de marroquíes han llegado a Melilla buscando el amparo de Europa. Algunos vienen de Nador, apenas a una decena de kilómetros. Por eso no quieren ver sus rostros en el periódico. El hermano de Hakima, la única mujer que se atreve a hablar, ha pasado más de una vez por la puerta del CETI mostrando su foto y preguntando por ella. Hakima tuvo su primera novia con catorce y su hermano las descubrió en la misma habitación. A la novia la echó a patadas y a ella la atacó con un cuchillo. La única prueba son unas cicatrices: “Me han pedido que dé pruebas de todo esto, pero cuando alguien huye no piensa en traer nada”.
Como Hakima, algunos dicen tener familiares en pueblos cercanos. Se sienten encarcelados apenas a kilómetros de aquellos a quienes temen. La mayoría lleva entre cinco y seis meses en el CETI, se impacientan y se quejan del traslado a la península de un residente que no figuraba en la lista que se anuncia a principios de semana.
La Oficina de Asilo y Refugio, encargada de ordenar las salidas, realizará entrevistas telemáticas con el fin de agilizar los trámites, aunque ellos explican que ya han pasado por esto muchas veces y relatan hasta cuatro entrevistas presenciales en las que se les formulan cuestiones para contrastar su relato, algunas de ellas muy personales. Quienes no obtengan el asilo serán devueltos a Marruecos con una orden de expulsión válida por cinco años, les han advertido. Se trata de disuadir las solicitudes falsas.
¿Creen que algún día Marruecos cambiará? “No creo, porque hay que cambiar al pueblo. Y no puedes cambiar 30 millones de personas”, contesta Abdullah, antes de traducir la pregunta y que se forme el alboroto. “No estaría aquí si pudiera vivir en Marruecos”, insisten.
Rida, el chico que se despertó en el hospital después de una agresión salvaje, se justifica por pedir asilo: “Yo no sabía qué es esto del asilo. No he estudiado. Ahora cuando paseo por la calle, en mi pueblo, la gente me señala. Cuando te conocen en tu pueblo te vas a Casablanca; cuando te conocen en Casablanca tienes que cambiar a Rabat, cuando te conocen en Rabat tienes que cambiar a… y al final sólo te queda esto”.