Por un feminismo no sólo hegemónico

El deseo que se esfuma por el camino

Cuando los feminismos se piensan exclusivamente en términos de hegemonía[1], se pierde algo importante que las luchas feministas desde los 60 pusieron sobre la mesa: el deseo como fuerza colectiva, el cuerpo como campo de batalla y la creatividad como posibilidad de inventar mundos. Necesitamos una política de mayorías, pero también una política del deseo que permita desplazar los presupuestos racionalistas-discursivos que prevalecen en la apuesta populista. ¿Cuáles son estos presupuestos? Tienen que ver con tres cuestiones: otorgar prioridad al discurso como campo en el que se disputa lo político; señalar la importancia de las emociones como instrumentos para la movilización social –en lugar de comprenderlos como afectos incalculables e impersonales–; y tomar la demanda –las reivindicaciones de los diferentes actores sociales– como lógica que rige el espacio político.

Chantal Mouffe y Ernesto Laclau publicaron en 1985 un libro clave, Hegemonía y estrategia socialista, en el que elaboraron una contundente crítica al marxismo ortodoxo. En el centro de sus preocupaciones, estaban dos: pensar las luchas sin presuponer una identidad a priori que portaría en sí misma el cambio; y dar cuenta de una multiplicidad de sujetos surgidos al calor de las transformaciones socioeconómicas de un capitalismo que se recomponía velozmente: feminismos, luchas étnicas, nacionales, sexuales y ecológicas. En relación al primer punto, pensaron que el cambio no podía derivarse automáticamente de una determinada posición de clase. Debían contemplarse los complejos procesos en los que se forman las identidades políticas. Esta atención implicó romper con algunas de las certidumbres que ofrecía el relato marxista: la clase obrera, entendida como una esencia con inclinaciones propias, se desvanecía. En relación al segundo, en contra de los pensadores que en el término del siglo XX profetizaban el final de la política, señalaron que la proliferación de nuevos protagonismos no debía conducir al relativismo. Al contrario, constituían la riqueza necesaria para repensar la democracia, siempre que se buscasen formas de articular las diferencias que evitasen la dispersión de las luchas. Como Laclau desarrollará posteriormente, para ello se volvían imprescindibles significantes vacíos como «pueblo» con capacidad para nombrar diversas demandas sin condicionarlas en su contenido ( no tanto por su vaguedad, sino por tratarse de significantes al mismo tiempo necesarios e imposibles –nunca pueden representarlo todo–), y que permitía aglutinarlas a partir de sus equivalencias.

Teniendo en cuenta estas importantes aportaciones, ¿puede afirmarse que una teoría que se reconoce parte de la crítica al esencialismo filosófico y político contenga algo del racionalismo que pretende cuestionar? Para intentar responder a esta pregunta –sacudida por la preocupación de un deseo que se esfuma de la acción política– debemos acercarnos a tres problemas que transitan entre la propuesta teórica de Mouffe y Laclau, y la experimentación real de Podemos en España.

¿Qué política, qué sentido común, qué articulación?

El primer problema surge cuando reducimos lo político a una serie de demandas. La demanda presupone un sujeto que realiza determinadas reivindicaciones, como si el proceso por el que dicho sujeto se forma no fuese político en sí. Pese a que estilos, modos de hacer y construir relaciones son determinantes, pasan a un segundo plano. Si tenemos en cuenta que estos aspectos están implicados en producir subjetividades diferentes, este desplazamiento supone una pérdida fundamental. Gilles Deleuze y Félix Guattari señalaron que lo que sucede en el plano molecular –que tiene que ver con lo que ocurre en el nivel del deseo, no con lo pequeño o individual– es clave para el tipo de procesos revolucionarios que ponemos en marcha. Desde los 60, las revueltas feministas afirmaron que el cambio debe tocar los cuerpos, transformar la vida. Con ello, anticipaban la respuesta a un capitalismo que además de producir desigualdades económicas insiste en lo simbólico, codifica el deseo social. El poder produce formas de vida,  se encarna en la sexualidad, el racismo o el consumo, modula individuos. Si consideramos esto, el desafío que se presenta es revalorizar el proceso de experimentación que permite construir otras culturas políticas, otros modos de habitar el mundo. Los afectos no son emociones individuales que puedan ser conducidas por la razón, sino la materialidad en la que nos constituimos. Dicho de otra forma: el desafío se juega también en una micropolítica de los cuerpos.

Con aquel desplazamiento, también se olvida la existencia de algo más esencial que la demanda: el acto por el que acontece la reapropiación de la potencia colectiva. Antes que la demanda, lo político reclama espacios donde vivenciar la capacidad que tenemos de cambiar las cosas junto a otros, de hacer lo imposible. Espacios donde lo que se pone en juego no es algo calculable, sino la misma intensificación de esa potencia. Precisamente, se trata de una potencia que no siempre puede –ni debe– traducirse en demanda; ésta es en todo caso un efecto de un proceso mucho más amplio. La tensión producida en los últimos meses, al calor de las pasadas elecciones municipales, entre desborde y control, exceso y captura o sociedad en movimiento y movimiento social puede entenderse como una disputa positiva contra el olvido de esta noción amplificada de lo político. Si echamos la vista atrás en busca de referentes que ayuden a orientarnos, encontramos la singular experiencia de institucionalización que vivió el movimiento feminista en los años 80 y 90; experiencia que nos enseñó que la posibilidad de crear nuevos imaginarios está ligada a espacios de autonomía social: en ellos, se inventan mundos diferentes. Y que sin procesos de autonomía que sean capaces de salir más allá de sí mismos lo que se genera es meramente autorreferencial. En el contexto que nos toca, cabe decir que sin experimentación social no podrán crearse instituciones realmente otras. No debe olvidarse que el triunfo en las urnas no fue producto de un movimiento prefigurado, sino de la sociedad en movimiento que de maneras a veces insospechada, desde múltiples focos, ha alimentado una atmósfera de cambio sin precedentes. El 15M sigue siendo la imagen que nos inspira: un movimiento de cuerpos que auto-organiza progresivamente un nuevo sentido de la realidad. Esta imagen la tenemos grabada a fuego lento en la memoria colectiva reciente. Debemos seguir preguntando: ¿Cuánto del 15M es parte del famoso asalto institucional? ¿Cómo mantener viva una política deseante? ¿Puede ser ésta también una política de mayorías?

El segundo problema tiene que ver con la batalla por la hegemonía. Si miramos desde los feminismos, vemos que tenemos una oportunidad ¿histórica? para hacer de nuestras propuestas lugares comunes en los que la sociedad pueda sentirse reconocida. Para ello, se necesitan marcos de sentido compartidos, lenguajes menos codificados que promuevan una participación amplia e ir más allá de posiciones ideológicas, interpelando desde la experiencia llana, cotidiana, en primera persona. En esta tarea, enfrentamos dos peligros: que se confunda este trabajo de conexión de lo particular a lo general con asumir un determinado sentido común presente en la sociedad –presuponiendo su necesidad, olvidando su contingencia–. Y, por otro lado, interpretar la articulación entre diferentes luchas como algo que tiene lugar desde arriba, como un paraguas que nos protege, pero que nos queda grande y no acabamos de sentir propio.

¿Cómo evitar esto? Primero: no puede darse por hecho qué sea el sentido común, pues éste siempre está sujeto a la historia y al lugar en el que se delimita. No está de más señalar que lo que para unos resulta «de sentido común» no lo es para otros. Esto tiene que ver con el hecho fundamental de que el sentido permanece siempre abierto: no puede ser clausurado de manera definitiva. Por ejemplo, pensemos cómo ha cambiado lo que entendemos por «crisis»: de un destino inesquivable a una situación con responsables directos. Si bien, por una parte, el sentido es objeto de disputa, por otra, el sentido también implica un proceso creativo. Y si el sentido se crea es debido a que las palabras no pueden decirlo todo por sí mismas: están inacabadas, y este inacabamiento permite que pueda producirse una novedad; y que protestar, tomar las plazas o parar un desahucio adquieran un significado diferente. Pero, ¿qué es lo que hace entonces que tal sentido y no otro se torne común? Una respuesta tentativa: tiene que ver con la presencia de diversas fuerzas que constituyen lo social (por ejemplo: sin la Plataforma de Afectados por la Hipoteca posiblemente los desahucios no serían considerados como ocurre hoy un problema de todos), así como con la capacidad de nombrar una experiencia compartida –vivida y sentida por muchos– y con no decirlo todo: con expresar algo de su esencia inacabada; con la posibilidad de dibujar una línea de fuga, de crear un significado distinto. El desafío en este caso: no plegarse a un sentido predeterminado, sino insistir en que podemos crear otros compartidos por muchos (¿quién diría hace solo unos pocos años que los mercados –representantes por antonomasia de la lógica capitalista de acumulación– iban a ser reprobados por tantos?).

Por último, debemos preguntarnos: ¿Existe un único modo de construir articulación política o hay diversos? Son fundamentales demandas generales que provean de un marco común a las diferentes luchas, del modo en el que permite hacerlo, por ejemplo, «democracia real». Pero también es importante observar cómo se conforma dicho marco. Existe el peligro de que la articulación se realice desde cierto idealismo del lenguaje: entre diferencias que no tocan, modifican o afectan al conjunto que las reúne y que intenta significarlas desde arriba. Aquí podemos creer estar ante una articulación, pero asistir en realidad a una operación en la que se neutraliza lo diferente. Evitar esto exige girar la mirada hacia las prácticas políticas que encarnan de modos diversos problemas generales (sanidad, vivienda, migración, cuidados). Y que al encarnarse los resignifican. De modo que asistimos a un movimiento en una doble dirección. Por ejemplo: ¿cómo practican los feminismos la democracia? Y, al mismo tiempo, ¿cómo se reinventa la misma idea de democracia a través de dichas prácticas: una democracia no solo de las instituciones, sino también de los hogares y de las relaciones sexuales? Cuando partimos de las vivencias, de las luchas, de las realidades cotidianas, la articulación se produce al nivel de la experiencia, de la composición de los cuerpos, y no solo desde cierta sobredeterminación del discurso. Dicho de otra manera: el desafío en este caso es tejer una política de lo común.

¿Qué supone esto para los feminismos?

Digámoslo de este modo.
Necesitamos algo de la política deseante.
Necesitamos también algo de poesía.
Necesitamos no renunciar a inventar nuevos sentidos sobre el mundo que queremos desde miradas feministas.
No solo demandar. No solo conectar con lo que hay. También atrevernos a imaginar otra cosa diferente. Hacerlo desde la realidad en la que se ensayan transformaciones a escala de las estrategias cotidianas que sostienen un sistema insostenible.
No solo conquista del sentido común: también creación de nuevos mundos. Nadie esperaba el 15M.
Ni que aquello de poner el cuidado en el centro fuese debatido ampliamente.
No hay democracia sin feminismos, pero tampoco hay democracia sin experimentar otras culturas políticas.
Culturas políticas capaces de revolver los cuerpos, que produzcan cercanías e intensidades nuevas.
Culturas del cuidado que no son femeninas, sino feministas.
Que hacen que circulen otras prioridades y otros modos de estar en el espacio político.
No solo articulación discursiva-racional de las demandas feministas, sino también expresión de otras formas de vida que se contagian y expanden sin saber apenas cómo.
No solo tener razones que nos unen, sino componernos y afectarnos.
No solo articular mayorías sociales, sino producir desviaciones, desbordes.
No solo bloques antagónicos, sino diferencias irreductibles, singularidades.
No solo demandas, sino también el gesto artístico. El que trasporta en su esencia apenas sin hablar a lo imposible.
Y es que el sentido se disputa, pero también se crea.

silvia l. gil

 

[1] Este texto parte del reconocimiento explícito a todas las feministas que desde Podemos u otros espacios están dando la enorme batalla por hacer que las ideas feministas estén en el centro de la discusión política actual.