Kasha Jacqueline Nabagesera, activista lesbiana de Uganda. / tadej znidarcic (redux / cordon press)
Incluso cuando ríe apoyando la cabeza y las largas trenzas sobre sus brazos delgados, tirados en la mesa; incluso cuando saca la lengua entre dientes, con los mofletes bien inflados, para burlarse de todo un poco; incluso en ese pequeño instante, la ugandesa Kasha Jacqueline parece de paso. Tuerce el gesto para hablar de lo suyo, observa a un lado y a otro, en alerta, y un poco más tranquila, sigue hablando. “Rezo por ti, Kasha, te he visto en el periódico”, le dice un vecino del barrio de Ntinda, al este del centro de Kampala, capital de Uganda. Jacqueline es lesbiana y su nombre aparece en la lista incriminatoria de 200 homosexuales que el diario radical ugandés Red Pepper publicó tras la aprobación y firma presidencial de la controvertida Ley de Antihomosexualidad.
“Este sitio en el que hemos quedado”, desvela Jacqueline soltando la mochila sobre la mesa, atenta al tintineo frenético de los mensajes de móvil, “es el único al que voy, el único en el que me siento protegida”. El local, a la espalda de un centro comercial, está montando las mesas; no hay nadie más, pero los pocos que están la conocen. “Si vienen a arrestarme”, explica con una mueca de consuelo, “los responsables de seguridad y la gente del barrio llegarían corriendo para evitarlo; harían mucho ruido”. Ofrece un cigarrillo y pilla la cerveza con gusto. “A veces, entre todo esto, es lo que más necesitas, el alcohol, y eso es un riesgo”. Tiene miedo a que la agredan. A que lo hagan de nuevo. La última vez fue hace unos días: unos individuos en coche la hicieron saltar de golpe a la acera. La próxima vez, soltaron por su boca, irían en serio.
Jacqueline es lesbiana y nunca, desde que fue consciente de ello en secundaria —“ya me lo advirtió una profesora cuando tenía siete años, aunque no lo entendí”—, lo guardó en el armario. Quizá por este descaro penado en Uganda, Jacqueline es una de las activistas en la defensa de los derechos de los gais más conocidas —junto a Pepe Onziema y Frank Mugisha, también en la lista de los 200—, por su trabajo en la organización Freedom and Roam Uganda (Libertad y Camino, podría traducirse). “Todo el mundo sabe quién soy; la prensa me ha llegado a perseguir hasta el supermercado”. Ya no sale de casa, no coge su coche, no pasea, solo tira de su boda-boda (mototaxi) para ir de un sitio a otro. Para seguir hablando, al límite de eso que la ley criminaliza por ser “promoción” de la homosexualidad. “Sí, por eso también me pueden detener”, sonríe Jacqueline, “pero no voy a dejar de hacerlo ni voy a abandonar este país”.
Desde que el presidente Yoweri Museveni, con el trasero en la silla de mando desde hace 28 años, firmase la ley, apoyado por un comité médico que defiende que la homosexualidad se aprende y desaprende, se han multiplicado los arrestos, agresiones y el acoso a los homosexuales. 52 ataques desde diciembre, según documentan grupos de activistas. No está en la calle, no se palpa, Kampala es una ciudad abierta, luminosa, con un tráfico terrible y arropada por el verde frondoso que nace a orillas del gigante lago Victoria. La homosexualidad, su condena, no es evidente, como tampoco lo es la expresión de la heterosexualidad. Ya decía Museveni en una declaración dirigida a Obama que incluso él perdería el voto si alguien le viera besarse en la calle con su mujer, Janet, con la que lleva casado 41 años.
El presidente estadounidense había amenazado con un cambio en las relaciones bilaterales si la norma progresaba —Washington envía unos 400 millones de dólares (288 millones de euros) al año a Kampala en asistencia—. No sirvió más que para desatar el discurso más patriótico entre los medios afines al Gobierno. También han lanzado sus advertencias el Banco Mundial, Noruega, Suecia, Dinamarca… Si se corta la ayuda, las previsiones de crecimiento económico de un 6% se irán al traste.
Ser africano y gay no es una elección, dice la pancarta de un manifestante en el Orgullo Gay de Kampala (Uganda) en 2012
La redacción de la norma, conocida también como la ley mata al gay, se ha retocado, no obstante, en los últimos tiempos. De la pena capital que incluía el primer texto del parlamentario David Bahati, conocido por su fervor religioso evangelista, se ha pasado a la cadena perpetua por uniones del mismo sexo y a penas de entre cinco y siete años para la práctica del sexo entre gais, su promoción (incluso a través de los medios), la coacción a terceras personas, la incitación a la prostitución de menores, la gerencia de burdeles para homosexuales… La ley, en cualquier caso, no ha entrado en vigor a falta todavía de una orden ministerial. Pocos en la calle conocen este detalle.
A la carrera y esquivando el atasco de Kampala para atender a un cliente detenido, Nicholas Opiyo, abogado experto en derechos humanos, así lo explica: “Da igual que no esté en vigor, las agresiones y la homofobia ya existían, lo que ha hecho la ley es codificar algo que ya se practicaba, les ha dado más poder”. Muchos de los que aparecieron en la lista de Red Pepper han tenido que dejar sus trabajos o domicilios ante la condena pública y el rechazo de su entorno.
¿Siempre fue así? “No; antes, la homosexualidad no era un tema de debate, era privado, pero desde hace 15 años ha habido un gran cambio, llegó el pentecostalismo e inició una campaña contra los homosexuales”, apunta el abogado.
La religión, las nuevas iglesias en alza, las ramificaciones del evangelismo… Por ahí van unos y otros cuando tratan de dar forma a la vía de penetración del odio visceral al homosexual. “El Gobierno necesita del pentecostalismo para llegar a la gente que va todos los días a la iglesia”, continúa entre semáforos Opiyo, “y el pentecostalismo necesita a los políticos para llegar al poder”. Un detalle para marcar esta diferencia: “Antes, Uganda era un país en el que la política contra el VIH predicaba el uso del condón”, dice el letrado, “ahora eso ha desaparecido”. Algún cartel queda, dicho sea de paso. Y en este cambio muchos ven la mano de Janet Museveni, fiel devota también del evangelismo.
Aparca en el juzgado y aparca la charla. “Mira”, aclara Opiyo, “aquí no hay muchos que sepan siquiera de qué se habla, pero todos rechazan el sexo entre hombres, sobre todo el anal, cuando la mayoría de los heterosexuales lo practican”. Y marcha relatando la historia de un conocido transexual que fue detenido en el aeropuerto tras enseñar la foto de su pasaporte. No casaba con su aspecto y se lo llevaron.
Hablando de religiones, en el distrito de Nzambya, en el centro de la capital, en terreno polvoriento plagado de iglesias de toda creencia, se encuentra la sede de la Conferencia Episcopal Ugandesa. No hay quien no se pregunte qué opina de todo esto el catolicismo. Recibe el padre Philip Odii, quien pronto enseña, vaya por delante, un borrador que tiene sobre la mesa para que los obispos valoren y cierren una opinión única sobre la Ley de Antihomosexualidad. Están en ello, pero no parece fácil, porque acaban de leerse la norma. “Nosotros estamos contra cosas como la fornicación, como es sabido”, comenta el risueño sacerdote, “pero [la homosexualidad] no se resuelve con la condena, sí quizá con ayuda”.
¿Qué dirá ese texto que aún se está cerrando? “Ya hemos dicho que defendemos el principio de no discriminación que señala la Biblia”, responde el padre Odii. Hasta ahí pueden leer, por el momento. Con una salvedad: “No estamos detrás de la ley”, dice con sorna. ¿Y los evangelistas? “Ellos sí han presionado”, admite golpeando su puño contra la palma. El guarda del recinto episcopal abre la puerta para despedir, aunque también tiene ganas de hablar. “Oiga, ¿sabe una cosa? El sexo entre un hombre y otro hombre va contra la naturaleza”, dice con un plato de comistrajo de arroz. Tenía razón entonces el abogado Opiyo: de las mujeres nadie se acuerda. “Eso está prohibido, y Occidente nos dice que discriminamos, ¿cómo es en su país?”.
El hombre blanco ha vuelto a traer la religión. Los ugandeses son testigos, más en las pequeñas localidades que en la gran ciudad, Kampala; pero los misioneros llegados sobre todo de Estados Unidos (Kansas, Atlanta, etcétera) no se esconden. Y el evangelismo en general se lleva la palma, aunque se oigan los nombres de movimientos como Religious Right, International Transformation Network, Born Again… Hasta los hay que preguntan por los illuminati, una suerte de secta del Nuevo Orden con la que se han vinculado a varias celebridades. Aquí, en Uganda, también tienen sus seguidores.
Pero si hay una persona que reúne muchas influencias es el parlamentario David Bahati, el padre de la ley contra los gais, al que el periodista Jeff Sharlet ha ligado a Familia, un grupo de fundamentalistas homófobos de Washington. En un restaurante algo desolado del barrio de Naguru —se puede hablar tranquilo—, al noreste del centro de la capital, aguarda la periodista freelance y consultora Patience Akumu. “Si no podemos cambiar de Gobierno”, dice con burla, “pues cambiamos de religión”. “Una nueva religión”, prosigue para analizar el auge de ciertas iglesias, “es una nueva esperanza, da soluciones”.
La clave, según relata Akumu, está en aportar “moralidad” cuando falta todo lo demás y hacerlo con ese ritmo gospel que va sin duda con el espíritu africano. “Antes la gente se dormía en misa”, señala. “Además”, puntualiza, “tienes que entender que vivimos en el tercer mundo, en un país con un 30% de alfabetización y una clase política ignorante”. Akumu, dicho sea, tiene miedo a escribir sobre la homosexualidad.
Unas Iglesias u otras predican contra los gais por amenazar a la familia tradicional y dedicarse a reclutar a niños para la prostitución. Así, en bruto, es la idea que queda en muchos ciudadanos. Volvemos con Jacqueline. ¿Entiende que la juzguen por ser homosexual? “Es muy difícil de entender, pero pase lo que pase, aunque sea dentro de 15 años, esté yo o no esté, sé que esto que está pasando es para bien”. Y después de todo, en su vida privada, ¿puede tener pareja? “Claro, yo la protejo de esto”, asegura con la mano en el pecho. Jacqueline parece, sin duda, de paso, pero nunca víctima de nada.
El texto
Nada dice la ley sobre ser o no gay, siempre y cuando uno no mantenga forma alguna de relaciones homosexuales, promueve o reconozca este tipo de relaciones o contribuya de un modo u otro a ellas. Todo eso, tan abierto, está prohibido en un texto legal acogido por el colectivo gay como un todo vale para encerrar la homosexualidad para siempre. Estos son algunos de los apartados más significativos de la ley:
. La persona que comita la ofensa de homosexualidad, esto es, tocamiento, penetración o estímulo de boca o ano con el pene o algún artilugio sexual, podrá ser condenado a cadena perpetua.
. También podrá cumplir cadena perpetua el que cometa esta ofensa y su víctima sea un menor de 18 años, una persona discapacitada o tenga el VIH; sea el autor el padre o tutor del ofendido o tenga responsabilidad sobre él, o use drogas o cualquier otra cosa para aturdir a su víctima para cometer actos homosexuales.
. Aquel que intente cometer una ofensa de homosexualidad como las definidas anteriormente podrá ser condenado a siete años de prisión.
. También podrá recaer la sentencia de por vida para aquel que pretenda contraer matrimonio con una persona del mismo sexo. La institución o persona que ampare esta unión podrá cumplir hasta siete años de cárcel.
. Recaerá una pena de hasta siete años para el que ayude o induzca a otro a cometer actos homosexuales; para aquel que conspire en este sentido con falas pretensiones o de modo fraudulento, y para el que mediante amenazas e intimidaciones incite a un hombre a o una mujer a comportamientos carnales indecentes con alguien del mismo sexo.
. La persona que participe en la producción, obtención, marketing, difusión, diseminación o publicación de material pornográfico para promover la homosexualidad; la financie o patrocine; use aparatos eléctricos como Internet, películas, móviles para su promoción, o sea cómplice o intente inducirla podrá recibir una pena de cinco a siete años o multa económica.