PUTAS CON CARA

Artículo publicado en Tiempo de Hoy

 

Son la parte que nunca se cuenta de la prostitución. Eligieron trabajar en el sexo voluntariamente y defienden orgullosas su profesión. Representan, según la ONU, al 85% de quienes se prostituyen, pero rara vez se escucha su voz.

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Las putas estamos hartas de que todo el mundo hable en nuestro nombre sin haberse molestado ni siquiera en preguntar. No les necesitamos. Podemos hablar por nosotras mismas”. Y lo hacen, pero  pocas y en contadas ocasiones. Una de ellas es Natalia Ferrari, barcelonesa de adopción y argentina de nacimiento. Llegó a España a los 10 años, con su familia. Su historia no tiene nada que ver con la marginalidad que se suele asociar a la prostitución. Hace solo dos años era personal de seguridad en las salas de un museo barcelonés. Odiaba su trabajo: “800 euros por lidiar con mucho gilipollas. Ni el trabajo me aportaba nada, ni yo aportaba nada al trabajo”. Lo dejó de forma impulsiva y ya en la calle empezó a pensar en cuál debía ser su siguiente paso. La solución llegó por parte de una amiga, que ya tenía encuentros sexuales a cambio de dinero. Le gustó. Le dio algunas vueltas y decidió probar. “Siempre he sido muy sexual. Me gustaba la idea de acostarme con desconocidos, sin los problemas que conlleva una relación”, explica sonriendo.

Al final dio el paso. Desde hace un año ejerce, completamente por libre. Todo su entorno lo sabe y lo respeta. “Hay quien se preocupa, pero cuando ve que soy mucho más feliz que antes, no le queda más remedio que aceptarlo. Es el trabajo que más encaja conmigo. Soy yo quien decido lo que quiero. Elijo las tarifas, los servicios, los clientes y las vacaciones. Tengo la independencia que necesitaba”. Puede ganar en una semana lo que mucha gente en un mes trabajando a jornada completa. No le falta trabajo. Es ella quien lo gestiona en función de su humor. Nunca más de tres servicios diarios, a 250 euros como mínimo. “Y cuando me canso, no trabajo en un tiempo”.

Natalia no encaja en la idea que se tiene de la prostitución, entre otras cosas por que no forma parte de aquella, minoritaria pero mucho más visible, que se desarrolla en la calle. Ella, como la mayoría de las prostitutas españolas, trabaja bajo techo, en su propio piso. Según un informe de Estudios y Cooperación para el desarrollo (Escode) de 2006, un 59% de las trabajadoras del sexo ejercía en clubes; algo más del 36%, en apartamentos privados, y solo una de cada veinte (el 5%), en la calle. “Yo ofrezco un entorno íntimo y seguro donde disfrutar del sexo sin culpabilidad. A todo el mundo le gusta follar, lo que no les gusta es que se hable de ello”. Y sus clientes responden a ese perfil. No busca ni acepta a alguien que solo quiera un polvo o sentir que domina la relación sexual. En su piso, aunque uno de los dos pague por el tiempo, las relaciones son siempre entre iguales. “Hay oferta para todo, hay quien acepta ese tipo de clientes, pero desde luego, yo no”, señala.

Lo cierto es que el mercado de la prostitución sigue siendo enorme en toda Europa. Solo en España el Instituto Nacional de Estadística calcula que en 2014 movió un total de 3.672 millones de euros, un montante casi similar al de todo el mercado del lujo de nuestro país. Es una de las pocas cifras con autoría clara. Muchas de ellas se repiten machaconamente sin que nadie sepa de dónde vienen. Se llegó a hablar de 600.000 prostitutas y un millón de servicios diarios, algo que supondría algo más de 18.000 millones de euros anuales. La realidad, aunque impresionante, parece estar bastante lejos de esas cifras. El estudio más riguroso hasta la fecha, realizado por la Universidad de Valencia, cifraba en 75.000 las mujeres (y hombres, aunque sean una minoría en el sector, en torno al 0,3%) que trabajan en la industria sexual. Respecto a los clientes, se calcula que unos tres millones de españoles (el 27% de los que tienen entre 18 y 49 años) han pagado por sexo. Las cifras no dejan dudas: resulta casi imposible tanto por la oferta como por la demanda que se alcance un millón de servicios diarios o los 18.000 millones de euros anuales de las primeras estimaciones.

Tampoco parece demasiado afortunada la cifra que repiten algunos políticos y organizaciones de que el 99,9% de las mujeres que ejercen la prostitución son víctimas de la trata. Es, sin embargo, la políticamente correcta y pocos se atreven a contradecirla. Curiosamente, uno de ellos es la ONU. En 2010 Naciones Unidas elaboró un informe sobre la prostitución y la trata en Europa. Su estimación se quedó muy lejos de las cifras anteriores. Según el informe, solo 1 de cada 7 mujeres (algo menos del 15%) ejerce obligada. “La trata es despreciable y hay que combatirla, pero eso no significa que sea la realidad de todas las prostitutas”, argumenta Natalia.

El porcentaje de víctimas de trata es incluso menor entre los hombres. Aday Traum, un sevillano de 24 años, ejerce desde que cumplió la mayoría de edad. Durante años lo compatibilizó con la carrera de Enfermería, que ya ha terminado. Sus clientes son fundamentalmente gais, pero durante un tiempo también se acostó con mujeres por dinero. “Entre los chicos no hay mafias, no existen. Solo los brasileños vienen en condiciones precarias, con deudas que les hacen depender de gente”, explica. No es su caso. Él siempre que ha querido ha abandonado el piso en el que trabajaba. A veces a costa de enfrentarse a la presión de los propietarios, pero nunca ha tenido que llegar a las manos. Empezó en Madrid y Granada, cobrando 30 euros por servicio (más otros 30 para la casa) pero pronto se cansó de compartir su dinero.

Se instaló por libre y subió sus tarifas. “Aquí cobras lo que tú te valoras. Hay clientes que buscan cierto estatus. Conmigo no ha querido venir cobrando 80 euros alguien que sí ha querido con 300. Piensan que por debajo de cierto precio haces demasiados servicios”, subraya. No es su caso. Aunque hubo un tiempo en el que hacía mucho dinero, hasta 6.000 euros con un solo cliente, poco a poco ha bajado el ritmo.

La prostitución es cada vez más un complemento de sus principales vías de ingresos, actuaciones en películas porno y una empresa de casting que montó al poco de entrar en el mundillo del cine de adultos. Tiene cuatro o cinco clientes fijos que le dan la mayor parte de los servicios. A 150 euros la hora con un mínimo de dos (aunque muchos apenas pasan un cuarto de hora en el piso) o 1.000 la noche, sigue siendo, solo esta parte, más de lo que ganan muchos trabajadores. Lo tiene claro. “Yo me niego a estar en un McDonalds cobrando una miseria. Prefiero ser puta a estar puteada”, explica Aday.

Con los años se ha quitado el estigma. “Cuando empecé me habría muerto de la vergüenza si alguien de mi familia se entera, ahora, el día que me pregunten, lo diré”, confiesa. En el mundo de la noche gay, asegura, hay menos presión. No fue así siempre. Hubo un tiempo en el que no le dejaban entrar en algunos clubes. Hoy, cuando le llaman, esos mismos locales le preguntan su caché por ir a tomar una copa. “Quitarte el estigma también depende de uno mismo. De tratar tu profesión con naturalidad. Yo cuando me presento descoloco a la gente: ‘Hola, soy puta y me llamo Aday’. La gente tiene derecho a saberlo y si no quieren hablar conmigo, allá ellos”, zanja.

A su novio lo conoció como cliente y no tiene problemas al respecto. Tienen una relación abierta. “Yo iba a acostarme de todas formas con otros hombres. ¿Por qué va a ser peor si les cobro?”. El perfil de los clientes es muy diverso. Predominan chicos muy jóvenes y mayores de 60 años, pero hay un poco de todo. “Tuve incluso un cliente parisino que nunca me tocó. Venía, me abrazaba y se ponía a llorar. Yo, cuando terminaban las dos horas, le avisaba, dejaba de llorar y se marchaba”, recuerda. También una pareja de ancianos sin hijos que le contrataba cada mes para que cenara con ellos una noche y les contara cómo vivía y qué pensaba la juventud.

Pero también hay historias más turbias. Los estupefacientes son muchas veces compañeros de la prostitución. Muchos clientes quieren drogarse antes o durante el sexo. “Trato de evitarlo. Para eso tienes tus trucos, pero mentiría si dijera que nunca lo he hecho. Lo hago, pero también lo cobro”, confiesa. Como prácticamente todo el que trabaja por libre y en casas, Internet es su vía principal de captación de nuevos clientes. Hay páginas especializadas en difundir perfiles de prostitución heterosexual o gay. La oferta es inmensa. Otros, como Natalia, han desarrollado su propia web en la que no solo se promocionan y captan clientes, sino que cuelgan contenidos relacionados con sexualidad.

La revolución de la Red, sin embargo no ha acabado con la prostitución callejera. Hay muchas prostitutas que prefieren el contacto directo con los clientes, sin ningún intermediario y pudiendo negociar los precios. Una de ellas es Carolina Hernández, prostituta desde hace ya veinte años y una de las más conocidas activistas por la regulación. Trabaja con Hetaira (nombre que tenían las cortesanas en Grecia), una ONG que aboga por el reconocimiento de la industria del sexo como un sector económico más y aboga por su normalización. Desde allí pelea contra un estigma que considera injusto, el de la mujer “mala” que comercia con su dignidad y su cuerpo: “Yo no vendo mi cuerpo. Dedico mi tiempo a dar placer, como quien cocina un manjar o da masajes”.

Desembarcó en Madrid en 1995, procedente de Ecuador y con un visado de turista en su pasaporte. Su intención era establecerse en Italia, pero en Madrid encontró lo que venía buscando. “Nadie me engañó. Las mujeres latinoamericanas que venían de forma ilegal a España solo tenían entonces dos opciones: fregar escaleras o prostituirse. Yo tenía muy claro que no quería limpiar casas”, cuenta abiertamente. Nunca se ha arrepentido. Después no le han faltado oportunidades para cambiar de trabajo, pero no quiere. Carolina reconoce que “existe una gama amplia de trabajos”, pero “barajando las condiciones de cada uno”, ella ha preferido siempre seguir dedicándose a la prostitución. “Era un vida alegre y divertida”, explica: “Ves que a alguien le pagan por ello y piensas ‘yo también soy bonita, me puedo ganar la vida así”. Eso no quita que no haya sentido asco, pero no más que el de “cualquier trabajador en su día a día”. Cuando trajo a sus hermanas de Ecuador estas decidieron trabajar en el campo cogiendo fresas. No duraron ni una semana.

En estas dos décadas Carolina ha trabajado en todos los ambientes imaginables: clubes urbanos y de carretera, pisos y desde hace unos años en la calle. Allí, confiesa, nadie se hace rico. Y menos ahora. Los precios han bajado mucho y la competencia en la calle es feroz. Muchas veces bajan de los 20 euros. Pese a todo, no se imagina desligada de la prostitución: “Incluso cuando me jubile, seguiré tratando de ayudar a mis compañeras. Lo único que pido es tener los mismos derechos que quien ha escogido otra profesión. No creo que eso sea ninguna locura”.