DEIA: Mi vida con vih: “No caí, me pudieron las ganas de vivir”
SE sumergió a fondo en el mar de la droga, pero salió a flote. Naufragó entre la enfermedad y un bicho que le comía por dentro, pero se levantó. Se llama Ricardo Marín, tiene 53 años y es bilbaino, de Cantarranas. En el Día Mundial del Sida se hace visible para ayudar a evitar la enfermedad social, la que infecta a los ciudadanos de a pie, esos que tienen miedo a los sidosos, esa palabra horrible. “Porque el estigma social del VIH existe. Se ha avanzado mucho en eso de tener el bicho, como se dice en la calle, pero la sociedad todavía lo ve de forma muy negativa”. “Y ya es bastante jodido que tengas que luchar contra la enfermedad para que ese problema, a nivel social, te machaque la vida”, reconoce Marín, quien admite que “a veces te olvidas del VIH y parece que lo importante es que no se sepa. Así lo he vivido yo”, dice en un testimonio lleno de coraje.
Cuando se lo diagnosticaron, en 1997, eran otros tiempos. Y tuvo que enfrentarse a muchas cosas, incluidos sus propios fantasmas. “Al principio nos consideraban casi apestados, hasta se llamaba la peste rosa. Porque siempre se ha asociado a putas, maricones y drogadictos, aunque se haya comprobado que también ha habido infectados por otras vías”, relata este bilbaino que reconoce que toma su tratamiento a rajatabla, tres pastillas por la mañana y dos por la noche.
el primer mazazo
“Soy un muerto andante, pensé cuando me lo diagnosticaron”
“Cuando me diagnosticaron, la primera impresión fue ya estoy muerto. Iba para casa andando y pensé ¡mira el muerto andante! Y me vinieron a la memoria flashes de todos los de mi cuadrilla”, describe con gravedad. “Yo tenía seis colegas que se infectaron antes porque yo me marché con 20 años a la mili y me tiré once años navegando. Ellos empezaron a drogarse antes y, por desgracia, no hay ni uno vivo. Todos de aquí de Bilbao. También muchos conocidos se fueron quedando por el camino”, rememora con nostalgia.
El diagnóstico de VIH es demoledor. “Es una espada de Damocles que tienes colgando. Me lo dijo el médico de cabecera en la calle Bailén, después de hacerme una analítica porque me veía flojo, y van y me endiñan las dos marías, el VIH y la hepatitis C”. Sin embargo, también fue algo liberador. “Yo me drogaba y tenía poco aprecio por mi vida. Así que emprendí una huida hacia delante; si antes me drogaba, ahora más. Ya que no voy a vivir, -pensé- me muero a mi manera”.
Se adentró entonces en una espiral todavía más descontrolada. “Era un desparrame, me saltaba el tratamiento. Iba a buscar mi dosis de droga para poder funcionar. Todo lo demás, incluido el VIH, el sida… era secundario. Yo tenía esa adicción, me pinchaba heroína y cocaína y me jugaba la vida todos los días. No sabía si iba a salir de eso o no pero te pinchas porque eres un maldito enfermo”. Su estado se fue deteriorando tanto que Marín se vio obligado a ingresar en una residencia en 2009. “Estaba muy malito. La enfermedad había hecho presa en mí. No me alimentaba y lo único que hacía era drogarme como un bestia”. “Llegué a pesar cuarenta y tantos kilos. Me miraba en el espejo y me daba miedo porque veía un cadáver”, expone con crudeza.
A eso se unió la pérdida de una compañera, de su padres… y el bajón fue terrible. Un día apareció su hermano y le salvó de aquel infierno. “El me llevó al hospital, estaba fatal y cuando salí hice la promesa de hacer algo”. Incluido superar su problema de hepatitis C que es “el hermano pobre del VIH”, subraya.
Fue en la residencia donde empezó a mirar al VIH de tú a tú. “Comencé a verlo desde otro prisma, había grupos de apoyo que me enseñaron cómo abordarlo, y me fui asentando más como afectado, al preguntarme qué puedo hacer yo para mejorar mi calidad de vida”. Y mientras intentaba atacar el virus, también atacó sus adicciones y se desenganchó de la droga.
“No caí porque me pudieron las ganas de vivir”, dice con fiereza Ricardo al recordar aquel periodo. “Y he estado cuatro o cinco años recuperándome, haciéndolo todo a la vez”. Es entonces cuando Marín desgrana su lista de agradecimientos. “Tuve la suerte de conocer a los de la residencia, luego a Odiarraga y Claudia, de Itxarobide, a los de la plataforma antisida T4”. Son su otra chispa de la vida. De hecho hoy trabaja con ellos como voluntario, asiste a grupos de apoyo y es tratado por un psicólogo. “Todo eso me reafirma como persona y me ayuda a vivir con mi VIH. Yo he pasado mucho en esta enfermedad pero he logrado comprenderla, me he entendido a mi mismo y he mejorado personalmente”, sentencia.
la lipodistrofia
“La cara te delata y en la calle te señalan con el dedo”
Incapaz de escapar de la jaula del bicho, Ricardo debía luchar contra otro enemigo, la lipodistrofia, una dolencia que se caracteriza por una pérdida descontrolada del tejido adiposo. “Eso te delata y en la calle te señalan con el dedo. Ven a la gente con las mejillas chupadas y automáticamente estás marcado. Pero lo más importante es que te sientes señalado. En mis peores tiempos, cuando estaba con la cara completamente demacrada, ya me identificaban con un sidoso, esa palabra que suena tan mal. No es lo que la gente haga o diga, sino las miradas indiscretas cuando entras a un local, miradas como de hostia cuidado, miradas que te echan para atrás”, cuenta triste. “Después he empezado a coger kilos, se me ha rellenado bastante la cara, pero yo todavía me noto en el espejo ciertas zonas muy demacradas”.
La lipodistrofia tiene tratamiento con una cirugía plástica que practica la Seguridad Social. “Intenté recurrir a ella pero en el hospital me han dicho que está paralizada y que hay una lista de espera muy amplia. Yo ya llevo esperando tres años. Y tiene que quedar claro que esto no es la cirugía del famoso de turno. Esto es para que la gente no te mire por la calle y que tú te veas en el espejo como una persona, no como un enfermo”.
el rechazo social de primera mano
“No entraba a las tías para no tener que decir lo del VIH”
Ahora es un hombre nuevo. “No diría que me ha costado porque los resultados merecen la pena pero hay que currárselo. Aunque fumo, no bebo, ni hago excesos, me cuido, voy al gimnasio, al monte, paseo”. Todo eso con 53 tacos recién cumplido. Es fiel a sus citas médicas. “Me hago dos analíticas al año. Y por cierto quiero nombrar al doctor Juan Miguel Santamaria del hospital de Basurto, un médico maravilloso”.
Marín reconoce los avances gracias al activismo y las ganas de los afectados. “Antes había miedo y mucha desinformación y se vivía emocionalmente muy mal”. Vivió en sus carnes el rechazo. “Me ha pasado el no entrar a las tías para no tener que decirlo. Para mí era y es importante llevar esa enfermedad con dignidad, que pueda ir a ligar y decir tengo VIH, pero no se acepta. Y eso que no se contagia por el Espíritu Santo ni por el aire”, aclara escéptico.
Su presente es, sin embargo, radicalmente distinto. “Lo pasé muy mal, pero después de haberme involucrado y haber hecho los deberes, a nivel psicológico, mi estado emocional es más que aceptable”. Aunque la incomprensión sigue planeando. “A veces me pregunto por qué con el cáncer la gente reacciona con pena y no ocurre eso con el VIH. Está estigmatizado por ser una enfermedad de colectivos rechazados, prostitutas, homosexuales y drogadictos, pero la sociedad debe saber que es una enfermedad crónica controlable”, precisa.
Hoy reivindica la normalización de la enfermedad. “Una persona seropositiva llevando un tratamiento vigilado, y con una buena adherencia, tomando lo prescrito a sus horas, hace vida completamente normal. Aunque quedan cosas por hacer a nivel de inclusión social. El futuro pasa por el milagro de una vacuna que erradicara completamente esta enfermedad igual que ocurrió en su día con la peste o la viruela”. Es su esperanza.