PUBLICO: LIDIA FALCON – Libertad de amar
El 28 de junio se celebra en todo el mundo el Día del Orgullo Gay. El término tomado del inglés no puede ser más contradictorio con el hecho que motiva la celebración –la muerte de un muchacho homosexual al caer de un edificio, perseguido por la policía en Nueva York- y la trágica trayectoria de los homosexuales a través de la historia. Gay significa divertido, y nada puede ser menos divertido que haber sido perseguido socialmente, encarcelado, torturado, sometido a tratamientos psiquiátricos y de electroshock, castrado, sufrido la lobotomía y finalmente ejecutado bajo los más diversos y crueles sistemas: empalado, ahorcado, guillotinado y hasta quemado vivo. Teniendo en cuenta que hasta 1986 la OMS no eliminó la homosexualidad del catálogo de enfermedades mentales, ciertamente no corresponde el término divertido a quien era víctima de semejante estigma.
Las lesbianas sufrieron menos persecución generalizada por la situación social y familiar que viven las mujeres. Encerradas en gineceos, reducidas al papel pasivo del ama de casa, imposibilitadas de escoger su destino, se vieron sometidas al poder masculino sin opción alguna. Violadas sistemáticamente por el marido que les tocara en suerte, poco podían rebelarse. Mientras las relaciones heterosexuales se perseguían con especial saña, las amistades femeninas eran perfectamente toleradas.
Pero en nuestro país, y en parte de occidente, ciertamente no hay peligro de que tales horrores se repitan contra los homosexuales ni las lesbianas. Tras algunas décadas de lucha, la legislación española ampara cualquier clase de relación sexual y reconoce, incluso, el derecho a contraer matrimonio y a adoptar hijos a las parejas de hombres y de mujeres.
En ganar esa batalla fue decisivo el apoyo que el Movimiento Feminista prestó a las reivindicaciones gays, lideradas mayoritariamente por hombres. Porque, al menos al principio, las lesbianas estaban perfectamente insertadas en el Movimiento. De la misma forma que se luchaba por alcanzar el divorcio y el aborto se planteaba el derecho a elegir la opción sexual. Mayoritariamente, además, las militantes del MF eran lesbianas y recuerdo el desprecio con el que miraban a las heterosexuales, espetándoles a la menor oportunidad, “tú duermes con el enemigo”. Lo cierto es que sin el feminismo el camino de los LGTB hubiera sido mucho más largo y difícil. Pero, como tantas otras veces, no nos lo agradecen.
Conseguida la máxima reivindicación: la legalización del matrimonio, los colectivos de homosexuales jamás han vuelto a recordar que la situación de la mujer sigue siendo la de una clase oprimida y que el Movimiento Feminista continúa luchando solo, y acosado. No solamente no se les ve en las manifestaciones del 8 de Marzo –el Día Internacional de la Mujer- ni del 25 de Noviembre, sino que jamás acuden, como organización, a los actos que programamos en denuncia de las agresiones, explotaciones y opresiones que las mujeres seguimos sufriendo, en una involución actual profundamente preocupante. Alcanzada la “victoria”, no hay que acordarse de quienes aportaron esfuerzos, solidaridad, armas y bagajes, a su lucha.
Siendo hombres los principales dirigentes del Movimiento Gay, y casi los únicos conocidos, fue para ellos mucho más fácil obtener concesiones de los diversos poderes, que siendo mujeres. Y además no se recatan en demostrar que las mujeres les fastidian. Si ni siquiera despertamos en ellos deseo sexual, ¿para qué nos necesitan? Si además observamos cual es la postura política de los LGTB, poco se les puede atribuir de progresistas ni en la esfera económica ni en la social. Porque, como es de recibo, la opción sexual no es una opción ideológica. Numerosos son, mayoritariamente los hombres, los homosexuales que tienen un credo reaccionario. Ello también sirvió para que se aprobaran en pocas décadas leyes igualitarias que en el caso de las mujeres tardamos más de doscientos años en conseguir. La pertenencia de muchos a partidos como el PP, y ya sabemos lo muy extendida que se halla la homosexualidad entre las gentes de la Iglesia, ayudó a que los legisladores aceptaran de buen grado el matrimonio entre personas del mismo sexo. Y logrado este, para otras quedaron las manifestaciones, las asambleas, las sentadas, las jornadas, las denuncias y hasta las cárceles. Como las que amenazan a las que se manifestaron hace dos días contra la Ley del Aborto, o las madres que luchan por la custodia de sus hijos.
Y además aseguraron, como hizo Beatriz Gimeno en un artículo, que con ello habían alcanzado al fin la dignidad de personas, como si la dignidad dependiese del certificado expedido por el juez o el alcalde. La dignidad es inherente a todo ser humano, sea del sexo, de la nacionalidad, de la raza o de la etnia a la que pertenezca. La dignidad no la confiere ni la Administración del Estado ni el cura, el pastor, el muyahidin o el rabino. En realidad lo único que los homosexuales consiguieron con su reivindicación fue que se abandonara la lucha por acabar con el matrimonio, como yo pedía en el lejano año de 1973 en la revista Triunfo, en un artículo titulado Un Derecho de Propiedad en cinco axiomas, que motivó la censura y la persecución de la revista y la mía.
Porque desde los remotos tiempos de finales del siglo XIX, cuando los y las anarquistas vindicaban el “amor libre”, entre las que se contaba mi abuela, Regina de Lamo, y las que continuaron como Alejandra Kollöntai y Federica Montseny, lo que el feminismo reclama es la abolición del matrimonio. La libertad de amar, como la libertad de reproducción y la libertad de morir (la eutanasia) fueron las reivindicaciones emblemáticas del movimiento anarquista y de la organización de las “Mujeres Libres”, que llevaron el feminismo bastante más lejos que las socialistas y las comunistas.
Es preciso concluir con la intromisión del Estado en la vida amorosa de los hombres y de las mujeres, aunque eso, por supuesto, significaría un cambio importante en el mantenimiento del capitalismo: ¿a quien se controlaría? ¿y qué sería de la vivienda, de las hipotecas, de las herencias? Mucho es lo que se juega con el matrimonio, al que los homosexuales y lesbianas han contribuido a prestigiar, porque lo que en realidad querían era ser admitidos en el orden burgués.
Y a partir de aquí, quizá se puede llamar gay a los homosexuales. A las lesbianas no se las nombra -y ni siquiera se quejan- en esa enseña del Día del Orgullo Gay. Porque ahora, ciertamente, es más divertido ser LGTB que antes. Sobre todo porque no tiene ningún contenido político.