EL MUNDO : Desconcertante triunfo de ‘Brokeback Mountain’
No puede hablarse de una velada triunfal, pero sí de un éxito desconcertante. Desconcertante porque la versión operística de ‘Brokeback Mountain’ se había planteado como un gran alarde vanguardista y como el primer ejemplo de una ópera que alude explícitamente a la temática gay.
Podría suponerse que ambos extremos predisponían la hostilidad del público conservador que habita en los estrenos del Real, pero sucedió que los espectadores agradecieron el espectáculo. Porque realmente no era transgresivo. Y porque los únicos abucheos discrepantes, muy pocos, concernieron la partitura más o menos abrupta de Charles Wuorinen.
Nunca el Teatro Real en su historia contemporánea había concitado semejante interés ni había reunido tantos periodistas extranjeros en el patio de butacas. Un centenar de medios foráneos se han ocupado del bautismo de ‘Brokeback Mountain’, concediendo a Gérard Mortier un papel de agitador cultural que beneficia las ambiciones cosmopolitas de Madrid y que anoche la convirtieron provisionalmente en capital operística del mundo.
Se explican los honores por el acontecimiento de un estreno mundial, aunque llama la atención que la repercusión de esta ópera haya superado incluso el ‘Così fan tutte’ que concibió Michael Haneke y la première planetaria de ‘The perfect american’.
Así se titulaba la ópera que Philip Glass dedicó a Disney en clave más o menos iconoclasta. Un año exacto se ha cumplido del estreno, así es que Brokeback Mountain renueva la fertilidad creativa del Teatro Real con razones propias y motivos circunstanciales.
Las primeras consisten en la brillante autoría de una partitura nueva con la firma del compositor neoyorquino Charles Wuorinen, pero no se explicaría el impacto mundial del estreno si no hubieran intervenido la despedida de Mortier en su último gran proyecto madrileño y el antecedente de una película sobresaliente con la que Ang Lee obtuvo el Oscar al mejor director.
Se entiende así la huella cinematográfica que permanece en el montaje escénico de Ivo van Hove: dos horas sin pausa, guiños desordenados a Lars von Trier (‘Dogville’), amén de una pantalla gigante en cinemascope que proyecta las imágenes totémicas de la montaña en que los vaqueros Jack y Ennis consuman sus amores clandestinos en la alegoría del paraíso perdido.
Los interpretan respectivamente Tom Randle y Daniel Okulitch desde un premeditado y quizá excesivo contraste de caracteres. El tenor y el barítono. El moreno y el rubio. El bajo y el alto. El sofisticado y el rústico, aunque la mayor diferencia probablemente es la menos calculada de todas y radica en la desigualdad de los méritos artísticos.
Resulta que el cantante canadiense Daniel Okulitch asume en primera persona la credibilidad del espectáculo. No sólo por la autoridad con que resuelve la endemoniada partitura. También porque su presencia escénica, su viaje al dolor y su monólogo final relativizan los problemas de disociación que traslada este desigual espectáculo.
Disociación quiere decir que no existe una relación demasiado natural entre la música, el libreto y la escena. Charles Wuorinen plantea una partitura atonal, compleja, desprovista de emociones, mientras que el texto se resiente de un excesivo prosaísmo. Se diría que unos y otros personajes, incluidos los femeninos, se dedican a discutir en plan “escenas de matrimonio”, subordinándose argumentos tan poderosos como la opresión social y privando a ‘Brokeback Mountain’ del erotismo y la sensibilidad que había proporcionado a la película de Lee la unánime empatía de los espectadores.
Contraste de lenguajes
No le convenció del todo el filme a Annie Proulx. Ella había escrito el relato originario en las páginas del ‘New Yorker’ (1997) más cerca del feísmo y de la aspereza que de la épica, y ella también se ha incorporado ahora a la tercera vida de la criatura redactando el libreto. Y simplificándolo, aunque el principal obstáculo consiste en que la música atmosférica de Wourinen, interpretada en el foso con el oficio y la concentración de Titus Engel, no termina de identificarse con las palabras. Vuelve a producirse una disociación, probablemente por el contraste de lenguajes y porque el texto y la partitura se resienten de un problema de convivencia, igual que les sucede a los amantes Jack y Ennis en la claustrofobia de una sociedad hostil al acecho.
Ivo van Hove la retrata metafóricamente con la imagen inquietante de los hombres de negro, vaqueros fantasmagóricos que todo lo ven y que todo lo saben. Forman parte de las ideas más solventes de la dramaturgia. Que resulta más eficaz cuando se hace más conceptual. Y que resulta embarazosa cuando redunda en la literalidad del libreto.
No puede decirse que sea un montaje arriesgado. Y por la misma razón cabe pensar que la reacción favorable del público se atiene al consenso de una dramaturgia de fácil digestión. Ni siquiera la ópera contiene escenas polémicas, siempre y cuando no se valoren como tales una escena sexual encubierta en una tienda de campaña y la imagen de una pareja de hombres besándose en el escenario.
Es el momento ‘titanic’ de Jack y Ennis, la parada obligatoria de un viaje que empieza con la blancura virginal de la nieve y que termina con la oscuridad del catafalco. Es entonces cuando prorrumpe el excelente Daniel Okulitch su monólogo del amor ausente, apurando los momentos más intensos de la ópera, aferrándose a la camisa de cuadros que había conservado el vaquero Jack como una reliquia. Quizá no les convenga seguir leyendo, porque vamos a hacer un ‘spoiler’ con el final. Y este amerengado final consiste en que la camiseta de cuadros vuela hacia el cielo como si la habitara un alma resurrecta. Me imagino a Ang Lee tapándose los ojos. Y no precisamente para enjuagarse las lágrimas.
El cineasta podría haber asistido anoche al estreno, como cualquier melómano o curioso. Lo hizo posible la opción por streaming que produjo el Teatro Real y que multiplicaron ubicuamente los portales culturales Arte y Medici, remarcando así la importancia de un estreno que reunió a una docena de sobreintendentes teatrales –Vancouver, Santa Fe, Los Ángeles, Múnich, Amsterdam, Londres, Basilea, Bruselas– dispuestos a que el último proyecto de Mortier adquiera una fuerza multiplicatoria.