Pene y vulva en Beirut

A Líbano, desde donde transmitimos este cable, llega con urgencia la última polémica española. Según los datos de que disponemos, un juzgado de Madrid habría prohibido la circulación de un autobús rotulado con esta advertencia: “Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen”. Sospechamos que semejante autobús circularía por Beirut cosechando la más perfecta indiferencia, pues los árabes son desde Averroes muy aficionados a la lógica y no encontrarían en la tradicional descripción de los atributos sexuales de nuestra especie otro argumento que el de la más tediosa tautología. Sin embargo en España, donde la presencia árabe queda cada vez más lejana en el tiempo, el autobús ha levantado una polvareda considerable, a caballo entre el delito de odio y la lección de anatomía.

Partiendo del tenor literal de la publicidad busera, el escrito del juez no infiere racionalmente el público fomento de odio, discriminación, hostilidad o violencia alguna, ni en forma directa ni indirecta, pero en cambio sí aprecia menosprecio de las personas transexuales, razón que justifica sobradamente su veto. Técnicamente se trata por tanto de un autobús transfóbico, si esto no es llevar muy lejos la figura retórica de la personificación o prosopopeya.

No puede decirse que la noticia haya sido recibida en Beirut con alguna consternación, pues el grito en el cielo es oficio que aquí se reserva a los muecines. No se nos ocurriría imputar a los libaneses insensibilidad LGTB: aquí a nadie se le juzga por su aspecto, quizá porque para juzgar se necesita energía, tiempo libre o ambas cosas. Hay mujeres cubiertas de pies a cabeza por un tela negra y las hay también que visten a la última moda occidental y lanzan turbadoras miradas desde unos ojos grandes de gato invicto. Beirut es una ciudad donde el escombro se toca con el lujo, la parroquia con la mezquita, los palestinos con los israelíes, los chiítas con los maronitas y 15 años de salvaje guerra civil con la nueva fiebre del pelotazo moro, algo como un Puerto Banús con minaretes. En Beirut, ciertamente, hay que forzar la naturaleza de las cosas para llamar un poco la atención, y eso no se consigue atribuyendo pene a los niños y vulva a las niñas. Ni siquiera estoy seguro de que les impresionara mucho invertir tales atribuciones. Aquí los vecinos han pasado de matarse a tiros a agasajar turistas deseosos de comida especiada y vida nocturna. Barrios de boutiques prohibitivas colindan con esqueletos de cemento que enseñan aún en pie las cicatrices de la metralla. Hay intocables y hay nuevos ricos. Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que encontrar clase media en el Líbano, un país del tamaño de Asturias donde por si fuera poco se acaban de establecer millón y medio de refugiados sirios. Sospechamos que el presidente Hariri tiene en estos momentos suficientes distracciones como para ponerse a testar el grado de menosprecio transfóbico de su atribulada nación.

Una estancia en Líbano es una invitación a reflexionar sobre la desigualdad, que sí es un problema real. También a reírse de nuestra admirable España, de sus absurdos soponcios de país pijo que necesita rasgarse las vestiduras de vez en cuando porque languidece de paz y prosperidad desde hace mucho, gracias a Dios. O a Alá.