“Los niños tienen pene y las niñas vulva”. ¿Y los “Güevedoces”?

Este frío mes de febrero un autobús empezó a recorrer las calles de Madrid con el lema “Los niños tienen pene y las niñas vulva. Que no te engañen”. Un lema, y una campaña, que tiene como objetivo negar la realidad de las personas transexuales.

Mientras en el hermoso y cálido pueblo de Salinas en Republica Dominicana, Punta Salinas se conoce como “el paraíso entre dos playas”, los padres de varios niñas esperan a que estas cumplan los doce años para decidir si definitivamente tienen que vestirles con pantalones o faldas.

En Salinas cada año nacen unos noventa pseudohermafroditas, un 2% de su exigua población, la mayor concentración del mundo junto con Papua Nueva Guinea.

Para ellos son los “güevedoces”, niñas que a los doce años les crecen los testículos.

Algunas de estas personas llegan a la pubertad con penes tan pequeños que se llegan a confundir con grandes clítoris y sus testículos no se desarrollan de manera externa hasta esa edad. A los doce años los cuerpos de algunos niños, que eran considerados niñas hasta entonces, reciben un gran flujo de testoesterona y eso hace que los testículos ocultos de algunos de ellos se desplieguen y que el pene se agrande.

En Salinas cada año nacen unos noventa pseudohermafroditas, un 2% de su exigua población, la mayor concentración del mundo junto con Papua Nueva Guinea. Para ellos son los “güevedoces”, niñas que a los doce años les crecen los testículos.

Hay que esperar a la edad de doce años para conocer el sexo definitivo de esas personas. La definición de género que normalmente se produce en el vientre materno en estos jóvenes se retrasa hasta la adolescencia. Una mutación genética, carencia de la enzima “5 alfa reductasa”, hace que sus cuerpos tengan un desarrollo sexual más tardío. Y no pasa nada.

Teresa, madre de varios hijos pesudohermafroditas, cuenta con toda naturalidad que a aquellos bebes que al nacer no tenían la vulva muy definida les observaban durante varios meses y luego decidían si les ponían pantalones o faldas. Y no pasa nada.

¿Por qué a algunos les cuesta tanto aceptar la diversidad y la diferencia?

El “güevedoce” más anciano de Las Salinas, Francio Castillo responde a sus setenta años a los periodistas: “Nunca me cuestioné nada. Son cosas de Dios”. No parece que sean cosas del mismo Dios de aquellos que deciden ignorar a los que son diferentes. Si el Dios de los siniestros tipos del frío autobús de Madrid fuera el mismo Dios que el de los tranquilos habitantes de Las Salinas muchos de sus vecinos lo hubieran pasado muy mal. No como Francio que se casó y adoptó a los hijos de su mujer, aunque no pudo procrear. Y no pasó nada.

Si el Dios del frío autobús se hubiera dado una vuelta por Salinas varios de sus habitantes habrían sido vilipendiados, marginados, perseguidos incluso hasta hacerlos desaparecer, como intentaron hacer los nazis con quienes se alejan del ideal de pureza racial que ellos decían representar.

Los científicos explican el mantenimiento de esa mutación genética al aislamiento de la zona y a los enlaces endogámicos, pero se les olvida resaltar lo más importante: la tolerancia mostrada durante cientos de años por esas sosegadas gentes de Salinas con quienes no eran iguales a la mayoría.

En otros sitios tan civilizados como nuestro país tal vez algunos energúmenos les hubieran quemado en la hoguera hace varios siglos, como a criaturas del diablo, simplemente para demostrar que no existían porque no les caben en sus simples y esquemáticas mentes.