El niño princesa

frozen

He oído hablar de un bar de copas con fútbol de pago al que le han puesto un parque de bolas. Me cuentan que a las cinco de la mañana los padres rescatan a sus hijos dormidos del fondo de las piscinas como quien extrae el tapón de la bañera. Pero a mí no me tocó ir allí, sino a una casa en la que, después de comer, un niño tocó el contrabajo, y luego otros dos el fagot. Por suerte a esas alturas ya había destilados sobre la mesa, que hacían más llevadero el concierto, y el cumpleaños infantil, y también la paternidad. La paternidad de otros. Porque la mía dormía en un carro, disfrutando de un protagonismo inerte.

Afuera había otros niños tirando a la canasta, y junto a la tele reconocí la voz de Manolo Lama retransmitiendo un partido inventado. Un grupo jugaba al Fifa 2017 en la Play y decidí acercarme por allí. Agarré la carátula haciéndome el padre enrollao. Salía James Rodríguez. Y dije: “La última vez que jugué salía Roberto Carlos“. “No sabemos quién es”. A los nueve años también se puede ser muy hijo de puta. Busqué a mi mujer con la mirada, porque a los nueve años puedes jugar a la Play siempre que quieras, pero cerca de los cuarenta necesitas ciertos permisos. Entre ellos una mirada que no diera por finalizado el sexo en 2016.

Jugué como un desgraciado. Jugué hasta perder la sensibilidad en los pulgares. Jugué hasta que un niño gordo de once años se cruzó delante de la tele vestido de princesa Frozen al grito de ‘Let it go’, como si fuera el ‘Libérate’ de ‘El titi’ en versión Disney. Mis contrincantes ni pestañearon. Yo fingí la normalidad que te permiten unos ojos de carlino.

La escena escondía una historia difícil. Un padre ausente que no es que no permitiera las pulsiones de su hijo, pero le avergonzaban y el crío lo notaba. Aquella casa habitada por su mejor amiga y su armario de disfraces se había convertido en el único escenario en el que podía ser él mismo, como en un bar gay clandestino en San Petersburgo, donde protegerse de la mirada de decepción de su padre.

He visualizado muchas veces una escena en la que mi hijo me confiesa su homosexualidad. En ella represento el papel de padre tolerante y guay para tranquilidad de mi hijo, cuando muy probablemente cuando eso sucediera ya no será ni confesión ni guay. Resulta que podía imaginarme a mi hijo con un novio, pero no en un cumpleaños en el que no fuera el que juega a canasta o al Fifa, sino el que lleva el vestido de Rapunzel. Es como cuando en ‘Los desnudos y los muertos’ Norman Mailer cuenta una escena bélica en la que una escuadra de ametralladora huye colina abajo tras pisar un avispero. El público y la crítica calificó aquello de poco creíble, cuando Mailer había basado la escena en una experiencia propia durante la Segunda Guerra Mundial. Lo explicó en ‘Un arte espectral’: “Aquel día estábamos dispuestos a jugarnos la vida, pero no estábamos a la altura de ser picados por una avispa”.